Philonomía y paranomía: Reflexiones de ética cívica desde la filosofía griega

Philonomía y paranomía:  Reflexiones de ética cívica desde  la filosofía griega

Adriana C. Lucía Añi Montoya

Profesora del Departamento Académico de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Doctora en Filosofía por la misma Universidad.

Pensar al Perú es una tarea que debe ser retomada siempre. Pensar lo que somos y hacemos como comunidad nacional, así como los problemas que nos aquejan, es el tipo de cosas donde la reflexión y diálogo ya habido nunca es suficiente. Aquí proponemos hacer esta tarea de la mano de los griegos y su filosofía moral y política. Tomamos como punto de partida un viejo tema, el de la corrupción. Pero no nos referimos a la que concierne exclusivamente a los funcionarios públicos, sino a la que constituye un fenómeno más extenso, pues el funcionario al fin y al cabo procede de la sociedad civil y está “modelado” por el ethos (costumbres) propio de aquella.  A veces son las costumbres las que se corrompen. En este sentido, el fenómeno se extiende a todas las instituciones, pues las enlaza en su red maligna: estado, policía, empresa privada, escuelas, universidades, etc. El mayor problema es, pues, cuando la corrupción “se institucionaliza”, cuando se vuelve ethos permanente. Y es que al Perú le ha tocado sufrir la corrupción con toda su fuerza contaminante, expansiva y persistente.[1] No es extraño que se hayan ensayado descripciones de nuestra sociedad como “sociedad de cómplices”, como si el relajamiento de los vínculos normativos se hubiese convertido ya en un modo de ser y la transgresión de normas en hábito reconocido intersubjetivamente como “virtud” practicada y celebrada, aunque también sea motivo de culpa.[2] La situación es literalmente crucial pues, o se toma conciencia y decisiones para revertir la situación, o la corrupción llega para quedarse, convirtiéndonos en un país corrupto.

Sin pretender indagar la etiología de un fenómeno tan complejo, lo examinamos aquí desde el punto de vista ético. El cumplimiento cabal de los deberes del funcionario y del ciudadano tiene indudablemente una base en la educación moral. Una buena formación moral convierte el respeto a la normas en hábito, por tanto, en “virtud” en sentido correcto, es decir, buena costumbre.  En el Perú, lamentablemente, tenemos una historia de corrupción que se remonta a la colonia.[3] Por ello se ha podido decir con toda pertinencia que “lo característico del orden social peruano es la brecha entre la ley y el hábito”, la precaria relación entra ambos.[4] En la década de los noventa nos hemos acercado peligrosamente a un punto de inflexión, a una crisis, situación que es, por cierto, oportunidad tanto desbarrancarse hacia la catástrofe moral como para empezar a repensar lo que hacemos y hacia dónde queremos dirigirnos.

La violación de normas a favor de un interés particular puede ser causada porque al transgresor el interés nacional le es ajeno, primando solo la motivación egocéntrica privada. Si tomamos como piedra de toque a los fundadores del pensamiento político occidental, el contraste nos resulta aleccionador. En efecto,  el lógos epitaphios de Pericles es un discurso pronunciado por el gran estadista ateniense y puede ser tomado como canon de lo que es el concepto clásico de ciudadanía.[5] El texto, fundamental  respecto a las ideas matrices de la política y la democracia,  explica cómo la grandeza de Atenas dependía del compromiso del individuo particular con los asuntos comunes: “Las mismas personas pueden dedicar a la vez su atención a sus asuntos particulares y a los públicos, y gentes que se dedican a diferentes actividades tienen suficiente criterio respecto a los asuntos públicos. Somos, en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos lo consideramos no un despreocupado, sino un inútil (ἀχρεῖος)”.[6] También llamado “ἰδιώτης” o (idiōtēs), se comprende por qué esta palabra que designa al individuo que solo se ocupa de lo suyo (ídios), descuidando lo común – político, adquiriría tonos recriminatorios y despreciativos dentro de un contexto de alto sentido cívico. En ese sentido la corrupción y toda transgresión normativa en favor propio es una clara oposición a la esencia de la ciudadanía, la cual implica el balance entre ambos intereses y, dado el caso, la conciencia de la primacía de lo común – público sobre lo privado. Idealmente hablando, entonces, allí donde hay conciencia cívica no debería haber corrupción.

Volviendo a nuestro contexto, cabe afirmar que no solo la corrupción de funcionarios públicos, sino todas sus formas podrían ser explicadas por un nunca bien cuajado sentimiento de pertenencia, por una ausencia de eso que la filosofía política griega entendía como condición básica del buen gobierno: la philía (amistad ciudadana).[7] En vez de ello padecemos la enajenación, sea por déficit de reconocimiento positivo, sea porque el individuo no se reconoce en su propia cultura y nacionalidad, menospreciándola.  Así como el funcionario instrumentaliza su cargo en exclusivo favor propio, el ciudadano común saca la vuelta a las leyes de la nación porque encuentra al Estado lejano e indiferente. En cada caso el individuo “usa” al Estado o se “venga” del Estado, debilitando la institucionalidad y, por supuesto, perjudicando a los otros, a quienes no considera. Ello ocurre porque a la “viveza” personal del que antepone su interés particular al bien común o al derecho de otros se le añade el sentimiento de hostilidad, a veces incluso de odio o, en el “mejor” de los casos, la indiferencia hacia la persona del otro. Es pues la ausencia de philía, de un lazo afectivo, la que contribuye a hacer tan fácil deslizarse en la transgresión normativa. Es cierto que siempre es bueno advertir del peligro de la generalización,  pero también hay que reconocer que tan solo con gestos y expresiones cotidianas con frecuencia se nos enseña a odiar.

No vamos aquí a enumerar las razones por la cuales el Perú sigue siendo todavía, dolorosamente, un país desintegrado, pero si señalamos que esta situación propicia  la conducta transgresora y su irresponsable agravio de terceros. La ausencia de integración cívica coloca a los otros como competidores o amenazas a las propias aspiraciones y posibilita el instrumentalizarlos. Esta conducta choca con el sentido común moral, uno de cuyos principios básicos es tener en cuenta a los otros con quienes interactuamos, considerarlos como fines en sí mismos.[8] La ancestral distancia debida a los prejuicios coloniales eclosiona entonces en un país cuyos ciudadanos se hostilizan recíprocamente con palabras y acciones, llegando a niveles de violencia como los que hoy día parecen ir in crescendo (por ejemplo el sicariato y la justicia popular, síntomas de una degeneración de la criollada que, todavía simpática en tanto rasgo identitario, deviene en peligroso achoramiento. Pues el asesinato a sueldo visto como medio de vida, así como el popularizado “chapa tu choro”, no son sino el otro extremo de una misma disfunción moral de nuestra sociedad: el menosprecio del otro, que se da igualmente en los funcionarios que no muestran escrúpulo al incrementar ilícitamente sus fortunas a costa del fraude a sus conciudadanos. En el trasfondo se encuentra un individualismo egocéntrico propio de sociedades modernas desencantadas, es decir, despojadas del marco trascendental religioso que otorgaba sentido y pertenencia, posibilitando la solidaridad. Dicho individualismo, aprovechado y potenciado por el capitalismo contemporáneo, diríase que obstaculiza el progreso moral, aquél que los psicólogos dicen consistir en el paso de la perspectiva egocentrada hacia alcanzar la del bien común y solidaridad. Toda una gama de formas de mala práxis se distribuye en el espacio abierto entre la simple inmadurez moral y la estupidez moral.[9] Así pues, en este contexto aparecen personajes nefastos como Vladimiro Montesinos, flor del mal de la sociedad peruana. Vladimiro ha sido descrito por Gonzalo Portocarrero como un “cínico”, es decir, alguien cuyas máximas de acción dicen cosas como “bueno es lo que conviene a mi goce”, “lo ajeno no me merece respeto” o “los acuerdos  deben respetarse mientras me resulten beneficiosos”. Aunque el cínico visibiliza la tentación y aquel poder de goce tan omnímodo como ilícito nadie, ni el mismo Montesinos, llega a ser un cínico absoluto, lo que equivaldría a la destrucción total de la subjetividad humana y de la sociedad.[10]

Ahora bien, la ética y filosofía política clásica nos enseñan que la aspiración es gobernar lo irracional por medio de lo racional. El animal político ha nacido cuando ha podido someter su animalidad y ha aprendido a respetar los límites que a sí mismo se ha impuesto. No obstante, transgresión y corrupción, sobre todo cuando se convierten en costumbre e institución, vienen a carcomer lo que a la civilización tanto le ha costado. En cuanto al Perú, cabe preguntarse si es posible destruir algo que quizá nunca hemos llegado a construir, o que hemos hecho a duras penas: una comunidad de ciudadanos respetuosos de sus normas. Y es que el ciudadano es el que al interpretarse como miembro de una comunidad política, reconoce a los otros como iguales en todos los tipos de derechos y, no siendo suficiente, los reconoce como término de un “afecto ampliado”, es decir, algo así como la philía platónica o lo que Axel Honneth denomina solidaridad o estimación social. Esta forma de relación práctica con los otros es crucial para la creación de una ciudadanía plena. En efecto, como bien ha enseñado Hegel, la realización moral perfecta del ser humano tiene lugar cuando este se autodefine no solo como persona del derecho que salvaguarda su propiedad, ni solamente como sujeto moral que se distancia teóricamente de su sociedad para criticarla, sino como miembro de la comunidad política,  vale decir, como sujeto que conserva su autonomía individual no obstante se enlaza en la unidad orgánica de la vida comunitaria.[11] No hemos aprendido aún a lograr el equilibrio entre demandas sociales e individuales sin acudir al mutuo avasallamiento.  El pacto ciudadano equivale a un compromiso de madurez y equidad,  por tanto, de autocontrol por parte de los sujetos moralmente autónomos.  Esto implica comprender que hay una buena dosis de deseos individuales que habrá que reprimir o posponer, si es que queremos gozar de las ventajas de la comunidad política –la solidaridad y el reconocimiento  afirmativo de nuestra identidad– en vez de solo competencia, antagonismo y menosprecio. A falta de esta madurez moral, carecemos de buena salud cívica.  Esta última, nos recuerda Winnicott, implica una situación en la que el adulto puede identificarse con la sociedad sin un sacrificio demasiado grande de la espontaneidad personal o bien a la inversa, (…) el adulto puede atender a sus propias necesidades personales sin ser antisocial, y, por cierto, sin dejar de asumir alguna responsabilidad para el mantenimiento o la modificación de la sociedad tal como se la encuentra”.[12] Vale la pena por ello rememorar una vez más el discurso aleccionador de los antiguos griegos.

Un relato de profunda significación política es el del “anillo de Gyges”.[13] Platón nos habla de un gigantesco cuerpo humanoide, totalmente desnudo, enterrado en una cueva subterránea y portador únicamente de un anillo que resultó tener el poder mágico de hacer invisible a quien lo usara. Más allá de la predecible consecuencia de que quien encuentre el anillo, escudándose en la invisibilidad, podrá cometer cuanto acto transgresor desee, queremos destacar más bien el simbolismo del gigante. En el lenguaje del mito, lo inmenso del cuerpo humano (como en ogros y cíclopes) representa la desmesura (hýbris) de los apetitos que crecen sin control, más aún cuanto ese cuerpo se presenta desnudo, es decir, exhibiendo sus deseos y pasiones al natural, sin la represión cultural de la moral y el derecho. Pero, precisamente por ello, dicho gigante y sus deseos de satisfacción ilimitada es puesto bajo tierra, como si se intuyera que los apetitos inmoderados a lo sumo pueden permitirse asomar en la oscuridad del inconsciente, en lo subterráneo, dado que de salir a la luz pública efectivamente, resultarían destruyendo la vida en común. Este mito tiene pues un gran significado político. Nos enseña que en el origen de la vida política hay un acto fundador consistente en una primigenia domesticación de deseos y apetitos.  Esa primera “titanomaquia” entre ley y deseo reparte y envía a los deseos y apetitos más brutales a la oscuridad y subterraneidad de lo ilícito, aquello que no puede permitirse salir a la luz. Este evento fundador,  netamente psico-político, es el que creó la convicción griega de que la ley es el verdadero señor (nómos basíleus). Lo dicho es reflejado también el mencionado lógos epitáphios de Pericles, quien afirmaba de los atenienses: “Si en nuestras relaciones privadas evitamos molestarnos, en la vida pública, un respetuoso temor es la principal causa de que no cometamos infracciones, porque prestamos obediencia a quienes se suceden en el gobierno y a las leyes”.[14]

Resulta interesante y revelador comprobar que la figura del cínico encarnada por Montesinos y analizada por Portocarrero coincida en tantos puntos con la figura platónica del tirano.  Efectivamente, de éste nos dice Platón que es capaz de yacer con cualquiera, sea la madre, otro hombre, dios o bestia; listo para cometer actos sangrientos y no se abstiene de devorar ningún tipo de alimento.[15] Es decir, su deseo ilimitado destruye las condiciones mínimas de la moralidad, política y civilización: aquellos pilares básicos que permitieron “vestir” al animal humano con el primer “ropaje moral”, la prohibición del incesto y del parricidio. Así pues, el respeto de las leyes, tanto morales como políticas, es una dura conquista de la racionalidad sobre la irracionalidad; es una victoria del homo políticus sobre el bárbaro. La anteposición del goce personal a esas conquistas es propia del salvaje, del niño inmaduro (perverso polimorfo anterior al trazado de la frontera del bien y el mal); es propia, en suma, del individuo que, en tanto obediente solo a sus pasiones y apetitos egocéntricos, se esclaviza a éstos, convirtiéndose en ser heterónomo y des-subjetivado. Una figura de este tipo niega lo que las distintas tradiciones de la ética consideran lo más valioso: el sometimiento del sujeto humano a la regulación de su propia razón, es decir, lo que Kant denominaba autonomía moral y que permite trascender los cálculos mezquinos y trazar las líneas de la equidad y la justicia, bases de una convivencia razonable. Aristóteles  presentaba al engkratés o spoudáios, el individuo dotado de fuerza moral capaz de someter impulsos, apetitos y deseos irracionales a la recta razón, fundamento de su convivencia política.[16]

Es cierto también que semejante fuerza moral, una “voluntad de acero”, es necesaria para estar ante la posibilidad de hacer lo que a uno le da la gana y, no obstante, refrenarse de ello.  Como el mismo Platón reconoce en el mito señalado, hasta el hombre justo cedería a la tentación si tuviera algo como el “anillo de la invisibilidad”, algún recurso truculento de impunidad.[17] Es por ello que la filosofía moral y política siempre se ha cuestionado acerca de qué tipo de costumbres son aquellas más aptas para formar caracteres moralmente íntegros, capaces de generar el “respetuoso temor a las leyes” que es necesario para mantener la institucionalidad política indemne. Son las buenas costumbres y las buenas leyes las que fortalecen la debilidad natural de la voluntad humana. Entre estas instituciones, por tanto, tienen que contarse aquellas que promueven la transparencia de las gestiones. Una de las lecciones valiosas de nuestro mito, por ello, es la del juego entre lo visible y lo invisible, la oscuridad y la luz.  En efecto, hay acciones que son “in-visibles” en el sentido de que es vergonzoso mostrarlas por revelar la desconsideración de un individuo egocéntrico que busca su satisfacción personal a costa de perjudicar a otros. Se trata de individuos inmorales en el sentido kantiano de la palabra, es decir, que comprenden que con sus acciones  violan el imperativo categórico, pues quieren reservarse solo para sí el “privilegio” de realizar ciertas acciones mientras se lo impiden al resto del mundo, pues en el fondo reconocen que no son razonablemente universalizables pues, si lo fueran, romperían los fundamentos de la convivencia humana. Tales individuos, por ello, ocultan sus acciones de la luz pública. Tanto Kant como Platón sabían que la política tiene como condición la aparición de los agentes en un espacio público transparente, pues la visibilidad de las acciones es uno de los mecanismos privilegiados para controlar la corrupción y toda transgresión. Inversamente, la intuición fundante de la vida ciudadana es que el “gigante” tiene que ser mantenido bajo tierra, es decir, los deseos ilícitos no deben salir a la luz para evitar su poder destructivo y contaminante. Ahora bien, la legislación no impera exactamente sobre el deseo de los individuos, sino sobre sus conductas públicas y objetivas indicando lo que podemos hacer y lo que no podemos hacer. Pero el poder de la ley no es eficaz si los legislados no se comportan como sujetos autónomos. La coacción exterior de la ley requiere de la auto-sujeción interior a la que se somete el sujeto precisamente en tanto es capaz de pensar y reflexionar. La madurez moral y ciudadana se evidencia en la adquisición de un “principio de realidad” en virtud del cual discernimos la destructividad que se produciría si diéramos rienda suelta a la satisfacción irrestricta efectiva de nuestros deseos. La ciudadanía se constituye, así, con el “traslado” de la caverna subterránea a nuestra interioridad, de modo que seamos capaces del autocontrol racional que caracteriza a los que Kant denominaba moralmente “mayores de edad”, es decir, sujetos autónomos. La adquisición de esta autonomía es producto de un camino de progreso moral, el cual no puede ser forzado exteriormente, sino producto de una conquista del propio sujeto. Y, no obstante, este logro puede ser estimulado por condiciones externas adecuadas, una de ellas puede ser la educación formal, otra de ellas era mencionada por Kant: el uso público de la razón. Una buena práctica ciudadana es someter a debate nuestros conocimientos y opiniones de modo que podamos aprender construir colectivamente el conocimiento y podamos evaluar nuestras propias conductas, costumbres e instituciones,  descubriendo por qué la paranomía (transgresión legal) ejerce su poder de seducción sobre nosotros y qué podemos hacer para acercarnos a la philonomía (ser amigos de la ley).  Así pues, podemos concluir que tenemos muchas tareas pendientes, y seguir debatiendo sobre estos problemas es una forma de contribuir a conocernos y encaminarnos hacia la sociedad de ciudadanos que todavía no hemos logrado ser.


[1] “El Perú es un caso clásico de un país profundamente afectado por una corrupción administrativa, política y sistemática, tanto en su pasado lejano como en el más reciente. No obstante sus efectos recurrentes cíclicos, es sorprendente lo poco que sabemos acerca de las causas específicas de la corrupción y sus costos económicos e institucionales en el largo plazo.” (QUIRÓS Norris, Alfonso, 2013. Historia de la Corrupción en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos; p. 39).
[2] “Y no hay escándalo o indignación. Es como si en el mundo criollo nadie se sintiera con capacidad de tirar la primero piedra pues todos, cada uno su manera, practican la transgresión encontrando en ella la afirmación de su potencia como individuos. La tolerancia a la transgresión permite el goce de saberse un vivo, alguien dispuesto a sacar ventaja de las oportunidades que ofrece la vida…” (Cfr. PORTOCARRERO, Gonzalo. 2004.  Rostros Criollos del Mal: cultura y transgresión en la sociedad peruana. Lima: PUCP – Fondo Editorial – Universidad del Pacífico – IEP; p. 198).
[3] Según Quirós, puede considerarse el informe de Antonio de Ulloa, escrito entre 1748 y 49, como uno de los primeros reportes de corrupción en la colonia (2013: 48).
[4] Portocarrero: 2010: 280.
[5] Lógos epitáphios, o “discurso fúnebre”, era un género retórico pronunciado ante los caídos en batallas. Su mayor importancia radica, como ha señalado Nicole Loreaux, en su categoría de evento re-fundacional de la pólis, convocando el sentimiento de pertenencia ciudadana.
[6] TUCÍDICES, Historia de la Guerra del Peloponeso, Calonge Ruiz, J. (Introd.); Torres Esbarranch (notas y trad.); Madrid: Gredos, Libro II,  p. 453.
[7] Cuando Platón enunciaba los tres síntomas que permitían identificar la crisis de Atenas, incluía la ruptura de la philía (amistad) ciudadana, junto con la pérdida de fuerza vinculante del ethos tradicional y la proliferación descontrolada de nómoi (leyes). Dicho al revés, los fundamentos de un buen gobierno y una buena vida ciudadana eran la amistad ciudadana, el ethos compartido y la firmeza y consistencia de las leyes.
[8] Una de las fórmulas de imperativo categórico, según Kant, reza: Obra de modo tal que trates a la persona del otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio”.
[9] La estupidez moral se define como incapacidad de discernir la situación del otro, por tanto, la incapacidad de colocarse en el punto de vista del otro.
[10] Portocarrero, G. Rostros criollos del mal: 61.
[11] Honneth lo explica de este modo: “…la historia del espíritu humano se entiende como un proceso de universalización conflictiva de las potencias morales, que en la eticidad natural ya están depositadas en tanto que algo “encubierto y no desarrollado.” Cfr. HONNETH, Axel. 1977. La lucha por el reconocimiento. Por una gramática moral de la lucha social.  Barcelona: Crítica.; p. 26.
[12] WINNICOTT,  Donald.. De la dependencia a la independencia en el desarrollo del individuo, Conferencia pronunciada En Atlantic Psychiatric Clinic, octubre 1963; p. 109.
[13] Cfr. PLATÓN, República 359d. Revelador puede ser también el dato de que el gigante está en un χάσμα, término que recuerda el chaós, de la Teogonía de Hesíodo,  origen de irracionalidad caótica de donde parte el orden del mundo y, además, encerrado dentro de un caballo broncíneo, lo cual nos podría hacer pensar en el caballo de Troya, el engaño por excelencia, en el sentido que un pueblo (Troya) lo introduce en su interior sin notar que es un arma que los destruirá desde dentro.
[14] Tucídides, p.450.
[15] Platón, 1980. República, Madrid: Espasa Calpe; IX, 571cd.
[16]  ARISTÓTELES, 2002. Etica a Nicómaco, Araujo, María y Marías, Julián (Trad.); Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales; 1113a30.
[17] No existe nadie con un temperamento tan ἀφαμάντινος (de acero) como para no ceder nunca ante la seducción del poder garantizada por la impunidad ilícita.