Gonzalo Gamio Gehri[1]
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
1.- La escena política peruana, un terreno inhóspito para el cultivo de las ideas[2]
Suele aceptarse como una verdad que el desarrollo de la política activa guarda alguna clase de conexión con lo que suele describirse metafóricamente como el mundo de las ideas. La acción política requiere de una visión de las cosas, argumentos, convicciones enhebradas con conceptos. La política se nutre de los debates y el intercambio de razones que se llevan a cabo en la academia, en la arena política y en la sociedad civil.
No obstante, hace ya mucho tiempo que la política peruana carece de ideas. El debate ha desaparecido de la escena política. Esto parece ser paradójico en el marco de la aguda polarización política que actualmente vivimos, pero no es así. No siempre el intercambio político se mantiene en el nivel de la exposición de razones. Es cierto que las redes sociales constituyen verdaderos campos de batalla en los que se enfrenta la “derecha” a la “izquierda”, pero en tales espacios se recurre solamente a etiquetas y a slogans, no a argumentos. A menudo los usuarios de las redes no entienden en profundidad a qué se refieren tales rótulos. No debe confundirse la simple injuria con el debate ciudadano.
En parte, esta ausencia de ideas se explica por la falta de genuinos partidos políticos. En efecto, lo que existe son alianzas temporales, celebradas por personas que aspiran a llegar a ocupar un puesto público a través de elecciones libres. Cada una invierte en su campaña; no debe sorprendernos que algunos individuos toquen la puerta de diversas organizaciones con el fin de obtener un lugar interesante en su lista parlamentaria. Es posible que entre estas personas habite una cierta “atmósfera ideológica” (conservadora o progresista), pero ninguna visión sutil de la sociedad que contrastar o justificar. La cuestión de las ideas no parece ser una prioridad para nuestros políticos.
Pero el desencuentro entre los políticos y las ideas tiene otras expresiones más dolorosas. Una cuestionable coalición parlamentaria ha planteado y aprobado iniciativas que están desmantelado prácticas e instituciones orientadas al cuidado de la calidad educativa. Se desarticuló la Sunedu y se desbarató la meritocracia en la contratación de profesores. Los efectos de estas medidas contra la formación ciudadana y el desarrollo de nuestro país serán devastadores, como ya numerosos especialistas nos han advertido. Los escasos avances en esta materia han sido bloqueados y ahora volverán los oscuros tiempos de la ANR y la “carnetización” del magisterio nacional. A los congresistas no parece importarles el futuro de la educación de los jóvenes ni el trabajo intelectual.
Nuestras autoridades del poder ejecutivo no son ajenas a esta penosa actitud. Hace algunas semanas se hizo público que el Consejo de Ministros había acordado reducir entre un 60% y 70% el presupuesto de las cuatro Escuelas Nacionales de Arte, dedicadas al teatro, la música, el ballet y el folclore. Esta decisión resulta lamentable, pues se trata de un golpe fatal al trabajo por la cultura en el Perú, pero no sorprende en absoluto. Constituye un patrón de conducta en nuestra “clase política” la desatención ante la cultura y el menosprecio frente al conocimiento. Subyace a esta disposición la consideración de que el ejercicio del pensamiento crítico es inconveniente para quienes conducen actualmente el Estado, pero también la percepción de algunos funcionarios de que la preocupación por la cultura es meramente “accesoria” en tiempos de crisis. Se identifica erróneamente a la cultura como un “adorno”.
Una anécdota que se atribuye a Winston Churchill señala que, en los años más cruentos de la segunda guerra mundial, unos asesores económicos aconsejaron al entonces primer ministro británico recortar el presupuesto asignado a la cultura en favor del gasto militar. Se cuenta que Churchill respondió tajantemente: “¿Quitarle el presupuesto a la cultura? ¿Entonces para qué luchamos?”. Lo que las supuestas palabras de Churchill ponen de manifiesto es la centralidad de la cultura en la vida de una comunidad política; ella expresa lo que es significativo y trascendente para aquella comunidad. Solo la estrechez de miras –y la miseria espiritual- puede considerar la pertinencia de reducir los recursos de la formación artística.
El cultivo de las ideas permite otorgarle razonabilidad a la acción política, así como hace posible descubrir nuevos espacios para el compromiso ciudadano. La política sin ideas ni valores engendra una “clase política” mezquina y gris, entregada exclusivamente a satisfacer sus intereses de facción. Esa no es la política que queremos en nuestro país. Los ciudadanos debemos esforzarnos por revertir esta situación procurando reconstruir la esfera pública.
2.- La ciudadanía ante el debilitamiento de la esfera pública
Esta hostilidad frente al ejercicio del pensamiento ha encontrado uno de sus picos más altos en la insólita reunión –acordada con antelación- entre las autoridades del ministerio de Cultura y los líderes del grupo violentista de extrema derecha La Resistencia, famoso por acosar sistemáticamente a políticos, a funcionarios de instituciones electorales y a periodistas independientes. Esta gavilla de desadaptados se ha especializado con el tiempo en irrumpir en presentaciones de libros y actividades culturales. Sorprende que precisamente esta cuestionada organización sea recibida por autoridades de un ministerio que se dedica a la promoción de la producción literaria y artística. Su intransigencia ideológica y su evidente proclividad a la violencia recuerda a los activistas fascistas de los años treinta de la vieja Europa; corresponde a lo que George L. Mosse describía como la brutalización de la política[3]. Lo cierto es que esta asociación de vándalos parece haberse convertido en aliada del actual gobierno.
Extrañamente, hoy puede percibirse cómo la preparación académica y la trayectoria profesional se debilitan en cuanto factores relevantes para el acceso a cargos públicos o para el ejercicio de la vida política. Se erosiona así la idea misma de la meritocracia. En los últimos años –en particular bajo el gobierno de Castillo y también en lo que va de la administración de Boluarte- las designaciones de las autoridades del Estado no han considerado los méritos académicos e incluso la probidad (o las credenciales democráticas) como requisitos fundamentales para el ejercicio de la función pública y la actividad política. De hecho, esta clase de bienes son declarados como “sospechosos” por algunos controvertidos exponentes de nuestra “clase política”: se los cataloga como propios de “caviares” (sea lo que sea lo que encierre esta absurda clasificación). Los artífices y los usuarios de la alianza parlamentaria que hoy dirige nuestro país han privilegiado la afinidad política (¿ideológica?), el compadrazgo y la complicidad como los criterios para decidir la conducción y la composición de las instituciones que hoy de facto controlan. Se han propuesto con ello disociar de una vez por todas el ámbito público del mundo de las ideas.
El desprecio por el conocimiento y por los ideales de la civilidad lesiona profundamente la calidad de nuestra actividad política. Como acabamos de ver, esa penosa disposición ha contribuido al deterioro del sistema político –el Estado y los partidos- y adereza el encono contra la sociedad civil, aquellas instituciones intermedias –universidades, colegios profesionales, gremios, sindicatos, iglesias, ONG, etc.- que funcionan como escenarios de construcción de juicio cívico y control democrático. Estos son los signos notorios de la versión criolla de la brutalización de la política que hoy sufrimos, con el evidente beneplácito de nuestros políticos de oficio. Ellos pugnan porque nuestra sociedad se divida sin más entre “gobernantes” y “gobernados”. Por eso suelen alentar la criminalización de la protesta pública. Por eso no se muestran particularmente interesados en la mejora de la calidad educativa. Saben que, cuanto peor sea la condición de la educación, menor será el índice de participación política.
La degradación de la formación escolar y universitaria permite que progresivamente el desprecio por las ideas se convierta en una actitud que trasciende el comportamiento de la “clase política” y se extiende a la sociedad en general. Sorprende y entristece, por ejemplo, que las recientes asonadas contra la Sunedu no hayan generado la movilización inmediata de los jóvenes, quienes son los afectados directos de esta clase de medidas que atentan contra la calidad de la educación superior. Abrigamos la esperanza de que esta situación se revierta en un futuro cercano.
La aparente polarización que vivimos acusa el desprecio por el conocimiento que he descrito aquí. Esta funesta actitud impera en el enfrentamiento ideológico sin discusión, un síntoma tan característico de nuestra crisis[4]. A una derecha reaccionaria y contramoderna se le opone una izquierda ortodoxa y radical. Ambos extremos son conservadores y conspiran contra la democracia y la cultura de derechos humanos. Se han opuesto a la reforma universitaria, al fortalecimiento de la lucha contra la corrupción, así como han repudiado las políticas de interculturalidad y de igualdad de género. Tenemos que combatir esas posiciones de notorio talante autoritario. Necesitamos fortalecer una derecha liberal y una izquierda democrática, pero ambas tendencias de centro democrático no tienen una presencia real en la escena pública. La actividad política –salvo honrosas excepciones- ha sido monopolizada por extremistas de uno y otro bando.
Los ciudadanos debemos recuperar el cuidado de los hábitos de la mente en el país. Esto solo es posible si la esfera pública y la academia coordinan acciones para formular y examinar argumentos que sean realmente significativos para mejorar sustancialmente la política y rescatar la aspiración al logro del bien común, una categoría que prácticamente ha desaparecido de los escenarios políticos en el Perú. Darles un lugar a las ideas al interior del ejercicio de la vida pública no es solo una tarea de los intelectuales; exige el concurso de todos los agentes. Actuar en esa dirección implica combatir el desprestigio de la argumentación y la cultura que se ha instalado ante nosotros. No olvidemos que la ausencia de pensamiento solo produce servidumbre. miseria y privación de derechos. La solución está en nuestras manos.
REFERENCIAS
[1] Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como investigaciones acerca de temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
[2] Una primera versión de este primer apartado apareció en el Boletín de Idehpucp. Fue pensado asimismo como parte de un trabajo más amplio. Puede encontrarse esa primera versión bajo el título La ausencia de ideas en la escena política en https://idehpucp.pucp.edu.pe/analisis1/la-ausencia-de-ideas-en-nuestra-escena-politica/ .
[3] Consúltese Alcalde, A. “La tesis de la brutalización (George L. Mosse) y sus críticos: un debate historiográfico” en: Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, Nº 15, 2016, pp. 17-42.
[4] Véase sobre este importante asunto Gamio, Gonzalo La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política Lima, UARM 2022, sección I, capítulo 3.