Inicio MayeúticaEl Vuelo del Búho Apuntes sobre el desarrollo y la crisis del llamado “consenso democrático-liberal”

Apuntes sobre el desarrollo y la crisis del llamado “consenso democrático-liberal”

por PÓLEMOS
233 vistas

EL VUELO DEL BÚHO[1]


 

Gonzalo Gamio Gehri[2]

“You say, «Goodbye», and I say, «Hello” (…)
I don’t know why you say «Goodbye», I say «Hello».

Paul McCartney, Hello, Goodbye (1967).


1.- Una breve (e incompleta) historia acerca de nuestra recepción de los sucesos de 1989.


Permítanme reconstruir de manera general e inevitablemente simplificada el clima intelectual y politico de mi primera juventud. Pido de antemano disculpas al lector si se pierden en mi relato componentes importantes para escribir esta historia: se trata de una narración en construcción. La caída del bloque comunista tuvo lugar en los años en los que yo iniciaba mis estudios universitarios. Era entonces apenas un adolescente, rodeado de libros interesantes y con una gran inquietud por descubrir ideas filosóficas esclarecedoras sobre la vida común. Como podría avizorarse, la implosion de la Unión Soviética y sus satéltes conmocionó a mi generación. Aunque no fui un entusiasta de la militancia política ni me conmovieron nunca los “socialismos reales”, definitivamente este complejo hecho histórico nos llevó a discutir las ideas básicas de la justicia social, así como intentar esclarecer la labor del Estado en una sociedad libre. Más allá del desplazamiento de la teoría política a su version “neoliberal”, numerosos jóvenes estudiantes de mi edad nos esforzamos por examinar y someter a prueba nuevos modelos de pensamiento crítico y acción política, que desembocaron luego en el liberalismo social, en la socialdemocracia, así como en la llamada “tercera vía”.

No fue una tarea fácil. Ella tuvo lugar a lo largo de años de lecturas, de clases y de conversaciones informales en las aulas, en los pasillos y en los comedores de la Universidad. No se trataba, como podrá constatarse, de un proyecto planteado formalmente o de una manera institucionalizada; se trataba fundamentalmente de un largo proceso de diálogo que ponía de manifiesto un conjunto de inquietudes compartidas[3]. El trasfondo de esta búsqueda ética e intelectual estuvo marcado por el ocaso y la severa crítica del camino “socialista”, en su formulación más dura. No resulta difícil explicar la razón. El estalinismo ha sido responsable de la muerte prematura y violenta de cientos de miles de personas inocentes, del cautiverio de miles de seres humanos en campos de trabajo forzado. El modelo comunista quebró la economía de la mayoría de los países de Europa del Este, edificó un capitalismo de Estado que a su vez creó una burocracia privilegiada, que vivía cómodamente en medio de la notoria pobreza del grueso de la población. Desde esta forma de totalitarismo se sometió a la gente a un regimen politico de Partido único, que rendía culto al lider, que proscribía toda forma de pensamiento disidente y toda reivindicación de pluralismo para la vida pública. La defensa de los derechos individuales y las libertades cívicas era considerada subversiva y estaba condenada a la persecución política.

Los peruanos hemos sufrido en carne propia los males de esa clase de impulso totalitario. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) mostró a cabalidad la magnitud del manchaytimpu que padeció el país entre 1980 y 2000. Una sociedad dividida, marcada por la desigualdad socioeconómica y la discriminación, vivió el más cruento de sus conflictos violentos, una etapa de violencia que cobró la vida de cerca de setenta mil compatriotas. 90% eran habitantes del campo, 75% no eran hablantes del castellano como idioma nativo. De acuerdo con la CVR, el principal perpetrador de crímenes contra los derechos humanos fue el PCP-Sendero Luminoso, grupo terrorista que se propuso imponer una versión delirante y monolítica del maoísmo y que no dudó en aniquilar con vesanía a la población campesina y a todo aquel que se oponía a sus proyectos. Por su parte, las fuerzas armadas y policiales -en ciertos lugares y durante ciertos periodos- asimismo cometieron delitos contra la vida y la dignidad de quienes habían jurado defender. El PCP-Sendero Luminoso buscó establecer por la fuerza un programa de acción tiránico, que sindicaba los crímenes contra la vida como la presuntamente necesaria “cuota de sangre” que la sociedad debía pagar por alcanzar la etapa revolucionaria. Los jóvenes de mi generación fueron testigos de los intentos fallidos de aquella organización delictiva por llevar a cabo esta agenda sanguinaria y fanática.

Más allá de estas variantes delirantes y crueles del integrismo ideológico, el marxismo ortodoxo, como propuesta teórica, adolecía de ciertas debilidades de orden conceptual. El “determinismo de clase” presuponía que ciertos grupos sociales eran considerados a priori los exponentes de una visión “científica” de la historia a la vez que los “sujetos” de la Revolución definitiva, aquella que edificaría una “sociedad sin clases”, el verdadero Reino de la libertad. De otro lado, daba por sentado una lectura lineal y optimista del curso de la historia, fundada en un reduccionismo económico altamente discutible. He discutido con mayor detalle esta clase de reflexión crítica sobre la tesis marxista sobre la historia[4]. Curiosamente, esta interpretación “científica” dice fundarse en la mera observación de los “hechos” histórico-sociales, pero a la vez propone que la historia tiene una estructura “dialéctica”, un diagnóstico que requiere de algo más que de una ontología materialista. Basta revisar para esclarecer este decisivo asunto filosófico la primera figura de la Fenomenología del espíritu de Hegel[5].

2.- El vuelo del buho de Minerva. Algunas posibles figuras de realización histórica.


Un sector importante de la juventud de aquella época rechazaba con firmeza los desvaríos ideológicos y los crímenes del extremismo maoísta, sino que también -en otro escenario completamente diferente, el de la academia- disentía con algunas presuposiciones centrales del marxismo ortodoxo como teoría social y política. Como he señalado, muchos estudiantes nos dedicamos a buscar (a menudo con un relativo desorden, de una manera fragmentaria y a lo largo de muchos años), nuevos derroteros conceptuales para la defensa de una idea progresista de la justicia social que fuse compatible con el cuidado y con el ejercicio de las libertades individuales, así como con la observancia de los procedimientos democráticos. Richard Rorty, John Rawls, Michael Walzer, Judith Shklar y Amartya K. Sen fueron algunos de los autores que ofrecieron valiosas intuiciones y argumentos en esta dirección. Sus obras se convirtieron en foco de interpretación y debate sobre las rutas posibles de un pensamiento ético-político asociado a una izquierda democrática.

No estoy en capacidad de describir todo este proceso tan prolongado de investigación y búsqueda, a veces inarticulada e inevitablemente fragmantaria, pero puedo decir algo sobre los resultados. La mayoría de jóvenes progresistas de mi generación -hasta donde puedo aseverar- considerábamos hasta tres realizaciones históricas fundamentales, rigurosamente conectadas entre sí, para comprender el proceso vivido.

α.- La vigencia de los principios, procedimientos, instituciones y valores públicos que constituyen el marco político propio de la democracia liberal. Me refiero al sistema de instituciones y normas edificado alrededor de la idea del individuo como titular de libertades y derechos universales, la división de poderes al interior del Estado moderno, la observancia de los mecanismos representativos como método legítimo para la designación de las autoridades, la secularización de la vida pública, la separación de las diferentes esferas de vida social (Estado, Iglesias, mercado, instituciones educativas, sociedad civil, etc.), así como el autogobierno ciudadano como fuente del ejercicio del poder político, en el sentido de Tocqueville. Las reglas y las practicas estructurantes del Estado constitucional de derecho constituyen el ethos subyacente a la democracia-liberal y son el soporte público de las libertades de las personas. El modo de ser propio del ciudadano corresponde a lo que Judith Shklar describe como legalismo, a saber, “la actitud que sostiene que la conducta moral tiene que ver con el cumplimiento de reglas y las relaciones morales consisten en deberes y derechos determinados por reglas”[6]. Esta actitud manifiesta el paisaje ético-político que sostiene y regula la vida pública democrática y liberal.

β.- El imperio de la cultura de los derechos humanos y el sistema global de justicia. La idea del individuo como depositario de valor de dignidad y no solo de utilidad -por lo tanto fin en sí mismo y no exclusivamente medio en el ámbito de las relaciones y lastransacciones humanas- constituye el núcleo del complejo orden moral y jurídico basado en la titularidad de derechos universales, inalienables y no susceptibles de negociación. El sistema de derechos se propone proteger a cada persona en materia de su vida e integridad, su libertad de creer y diseñar su manera de vivir, así como su capacidad de poseer y producir bienes materiales. Este sistema se concibe y edifica en virtud del desarrollo del proyecto ilustrado y las revoluciones estadounidense y francesa, pero se consolida luego de la terrible experiencia de la Shoah y la Segunda Guerra mundial, con la Declaración de 1948. Desde la idea de derechos humanos universales se ha edificado un sistema global de justicia, conformado por acuerdos internacionales y tribunales internacionales, que posibilitan incluso que si una persona considera que el Estado al que pertenece ha conculcado sus derechos puede denunciarlo ante estas cortes. La cultura de derechos humanos todavía está en construcción -puesto que existen relevantes tareas pendientes-, pero ha generado una serie de normas e instituciones que contribuyen decisivamente a la defensa de la integridad y las libertades sustanciales de los seres humanos.

γ.- La observancia de la economía de mercado como eje del sistema productivo. En el contexto del funcionamiento de la dinámica específica de la producción, el consumo y el intercambio de bienes económicos, la economía liberal ha sido sin duda un modelo exitoso. De hecho, las concepciones de la economía basadas únicamente en la planificación y el control estatal han colapsado. Una actividad productiva eficaz requiere de la promoción de la iniciativa privada, así como de un soporte legal que aliente las libertades económicas de las personas. Por supuesto, para que la lógica de la libre competencia pueda desplegarse con plena legitimidad ha de contar con un marco jurídico y politico que asegure igualdad de oportunidades y de derechos para el ejercicio genuino de la agencia económica. A esta tesis debemos añadir que, aunque el crecimiento del PBI per capita constituye un indicador de bienestar, la “medición” del desarrollo humano trasciende el hallazgo de una cifra que revela el promedio del ingreso y la posesión de recursos. El florecimiento necesita políticas de justicia distributiva, así como indicadores cualitativos acerca del acceso a capacidades centrales para el desempeño humano. En décadas recientes, Martha C. Nussbaum y Amartya Sen han estudiado en detalle una importante vision multidimensional del desarrollo.

Estas tres realizaciones históricas forman parte de lo que podríamos describir como una suerte de “consenso democrático-liberal”. Por supuesto, las grandes potencias occidentales no siempre estuvieron a la altura de estos aspectos de la llamada “cultura política de la libertad”, así que no se trataba de formular un diagnóstico que se derivara directamente de la conducta habitual de esas potencias. Nosotros considerábamos que la vigencia de la democracia liberal, la defensa de los derechos humanos y la economía de mercado eran logros irrenunciables -no irreversibles- del proyecto ético-político moderno, edificado desde la Ilustración y cristalizado institucionalmente luego de la experiencia terrible de la Shoah. Rechazábamos claramente la versión estrecha y mal lograda de esta narrativa planteada por Francis Fukuyama, pero nos resultaba más interesante la interpretación hegeliana de dicha historia, enraizada en una comprensión de la libertad como autodeterminación (y autogobierno ciudadano).

“…la filosofía llega siempre demasiado tarde. En cuanto pensamiento del mundo, aparece en el tiempo solo después de que la realidad ha consumado su proceso de formación y se halla ya lista y terminada. Lo que enseña el concepto lo muestra con la misma necesidad la historia: solo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real y erige a este mismo mundo, aprehendido en su sustancia, en la figura de un reino intelectual. Cuando la filosofía pinta con sus tonos grises, ya ha envejecido una figura de la vida que sus penumbras no pueden rejuvenecer, sino solo conocer; el búho de Minerva solo alza su vuelo en el ocaso”[7].

Hegel sostiene que la filosofía reflexiona sobre la realidad, digamos “sustancial” (Realität) y por la realidad efectiva (Wirlichkeit) -la realidad constituida por los efectos de la experiencia social, y no por las insinuaciones, susceptibles (en el mejor de los casos) de un razonamiento conjetural acerca de un futuro aún nebuloso e indeterminado. Comprender la realidad implica llevar a cabo el esfuerzo por dar cuenta de su estructura y consecuencias para la vida de las personas y de las comunidades. Esto solo tiene lugar cuando una figura del mundo se va “cerrando”. Está claro que, cuando hablamos de deteminadas realizaciones históricas -como las que hemos bosquejado-, podemos constatar que algunas de ellas pueden poner de manifiesto experimentos fallidos o formas paródicas de encarnación social. No obstante, desde el trabajo sobre las figuras de realización están disponibles los recursos críticos para denunciar y repudiar aquellas formas paródicas y degradantes. A la luz de la idea moderna de libertad y del sistema de derechos universales, la esclavitud se revela como una práctica y como una institución intrínsecamente injusta y nefasta. El movimiento del abolicionismo del siglo XIX fue la manifestación de una lucha social y política decisiva en aquella dirección; se trata de una encarnación histórica irrenunciable. Alguna voz escéptica podría decir que hoy superviven otras formas de sometimiento humano: trabajos forzados, trata de personas, así como evidencias de “esclavitud moderna”. Eso es cierto, pero este hecho no desmerece el sistema de derechos universales y la gesta abolicionista. Al contrario. Las razones, movilizaciones y compromisos sociales que acabaron formalmente con la esclavitud como institución contribuyen a desencascarar estas formas contemporáneas de injusta sujeción y dominación sobre las personas. Estos logros irrenunciables son a la vez perfectibles, y no son completamente inmunes a la trasgresión y al retroceso. Ellos necesitan de una ciudadanía alerta y dispuesta a acudir al espacio público en defensa de las personas en situación de indefensión.

3.- ¿Un cambio de época? El debate sobre la bellota y el árbol.


3.1.- Hacia una posible cartografía del debate teórico-político sobre el presente.

La cultura política de la libertad ha enfrentado desde entonces una serie de desafíos importantes. En algunos casos particularmente significativos, los avances de carácter institucional se han aletargado o incluso detenido. A esto hay que sumar el sobrecogedor impacto de una pandemia que produjo numerosas muertes y que lesionó seriamente el mercado laboral. La democracia liberal ha generado en el pasado una profunda reducción de las desigualdades sociales, pero la construcción de la ciudadanía requiere de redistribución de bienes sociales y del ingreso para ofrecer una genuina inclusión económica y política que contribuya a concretar el ideal de una república concebida como una comunidad política integrada por ciudadanos libres e iguales. Lamentablemente, los sectores más progresistas de la arena política han abandonado sistemáticamente en los últimos treinta años la decisiva cuestión de los derechos de la clase trabajadora.

En décadas recientes, las democracias liberales occidentales han enfrentado agudos procesos de migración. Personas procedentes de diversas regiones del mundo, así como refigiados que huían de la guerra en el Oriente medio se asentaron en numerosas ciudades noratlánticas. En principio, una sociedad democrática promueve que cada ciudadano desarrolle la capacidad de escoger libremente el cultivo del modo de vida que considera valioso; un estricto marco legal cautela las libertades que subyacen a esta disposición. El liberalismo pretende ser una plataforma pública para el discernimiento y la decision personal, para la evaluación crítica de sus proyectos particulares. No obstante, un sector importante de los migrantes y los refugiados -un grupo que huye de la discriminación y del prejuicio practicados por parte de la población nacional- ha optado por el aislamiento con quienes comparten sus convicciones más profundas, en particular las creencias religiosas y morales. Sobre todo en Europa, se han formado auténticos ghettos inaccesibles a los habitantes nativos. Impera entre ellos una actitud notoriamente reacia a la comunicación, al mestizaje o a cualquier posibilidad de interacción y sincretismo. Una facción de la clase trabajadora nacional -así como no pocos miembros de la “élite” política y económica- señala que los migrantes y refugiados le arrebatan puestos de trabajo a los pobladores locales y serían responsables directos de los actos de violencia suscitados en estos países. Ambas aseveraciones virulentas son altamente discutibles, pero son declaraciones que han propiciado el acelerado ascenso de la extrema derecha en Norteamérica y Europa. Esta polémica narrativa se ha instalado, en parte, por la desatención de los activistas liberales respecto de la comunicación directa con los trabajadores.

En los últimos años, la extrema derecha ha ganado importantes espacios de poder en la escena política. Italia, Hungría, Alemania y, por supuesto Estados Unidos, se cuentan entre los países en los que ha ganado terreno un populismo conservador de corte nacionalista y “antiglobalista”. Este movimiento implica un peligroso retroceso democrático. El caso más reciente es Estados Unidos. Donald Trump se ha embarcado en una desquiciada guerra comercial no solo con China, sino con Canadá y México. En menos de un mes se ha enemistado con todos sus vecinos y aliados históricos. La decisión de imponer aranceles a su alrededor atenta contra las líneas básicas del libre comercio que el gobierno norteamericano ha predicado en los últimos ochenta años. Resulta vergonzoso constatar que estas políticas se están implementando a través de la intimidación, la desinformación, la prepotencia y el chantaje. Las pretensiones explícitas de Trump de anexar Canadá y Groenlandia al territorio estadounidense se aproximan al delirio y son una clara manifestación de un exabrupto imperial. Sus conversaciones con Benjamín Netanyahu sobre la posibilidad de erradicar la presencia palestina de la franja de Gaza para edificar hoteles de lujo constituyen un agravio a las víctimas y son un gesto indiscutible de trasgresión a la cultura de los derechos humanos. En el panorama interno, sus políticas arancelarias están dañando severamente la economía doméstica. Está tomando decisiones conducentes al debilitamiento de la seguridad social y ha declarado a los medios su intención de socavar el Departamento de Educación. Sus medidas tienen más en mente el bienestar de una élite de multimillonarios que a la clase trabajadora como tal. Algunas de sus decisiones han sido detenidas por los jueces, prueba de que la división de poderes todavía preserva su fuerza.

El actual gobierno de Estados Unidos parece orientar su rumbo a convertirse en una oligarquía de talante autoritario. Con todo, desde el sistema político y la sociedad civil comienzan a emerger ciertos movimientos -todavía puntuales y pequeños- de resistencia cívica. Algunos historiadores y científicos sociales establecen sólidos paralelos entre lo que sucede hoy en Norteamérica y Europa y el fortalecimiento del fascismo en los años treinta. El libro Soldados caídos de George L. Mosse ofrece una serie de argumentos y evidencias que alimentan esta clase de paralelos[8]. La exaltación de la intransigencia y la disposición a la violencia como “virtudes viriles”, la impronta de “recuperar la grandeza” del país, la deshumanización y la persecución del enemigo político constituye el fenómeno de la brutalización de la política, descrita por Mosse[9]. La política brutal se revela como un hipotético “puente espiritual” que vincularía los tiempos oscuros de Hitler, Franco y Mussolini con el ideario de la extrema derecha de los últimos años.

Algunos investigadores sostienen que más bien se anuncian tiempos nuevos, o que vivimos ya en una “época post-democrática” en la que las categorías a las que recurrimos para comprender las instituciones y el curso de la vida pública se van tornando obsoletas, incluyendo los derechos humanos, la economía de mercado y la rendición de cuentas. A su juicio, nos estamos encaminando a lo que algunos teóricos denominan “tecnofeudalismo”, un régimen basado en el poder de quienes dirigen el quehacer tecnológico y tienen dominio sobre los medios de comunicación digitales. Son los “nubelistas” quienes ostentan un poder que rivaliza con los propios gobiernos de las grandes potencias. Se aduce que incluso está floreciendo una lectura teórico-política de este nuevo autoritarismo que cuenta ya con la cercanía y la anuencia de los magnates de Sillicon Valley. Esta teoría plantea que la democracia se ha convertido finalmente en un obstáculo para el desarrollo del capitalismo. Uno de sus suscriptores, el bloguero Curtis Jarvin, considera que Estados Unidos debería abandonar la democracia como tal y regirse como una gran empresa: el país debería ser dirigido por un monarca o por un CEO[10]. Esta extravagante corriente se hace llamar “Ilustración oscura” (Dark Enlightenment), a partir de un famoso ensayo del profesor universitario e influencer cyberpunk Nick Land[11]. Me resulta bastante curioso el nombre, pues adolece de una incoherencia metafórica de origen. La ilustración, por definición, ilumina apelando a la “luz” de la razón, y combate las “sombras” del oscurantismo y la barbarie. Se trata de una contradicción insalvable; por ello me parece más afortunado el otro rótulo por el que se conoce a esta extraña corriente, “neorreacción” (abreviado, NRx).

Estas pintorescas corrientes presentan -más allá de la evidente novedad de su énfasis en el capitalismo avanzado y la innovación tecnológica, la evocación de motivos del comic y la cultura popular- presenta no pocos componentes ideológicos convergentes con el fascismo del siglo XX, que describíamos supra: supremacismo blanco, antiliberalismo y antisocialismo, la glorificación de alguna etapa del pasado, la exaltación de la fuerza como manifestación de poder, la promoción de la violencia y de la intolerancia como “virtudes”, el desprecio por la vida del intelecto, la defensa del tribalismo y de un recio proteccionismo económico. Describir escuetamente como “fascista” esta perspectiva podría resultar algo impreciso, pero no podemos negar la existencia de un sombrío “aire de familia” entre el fascismo y el ideario de esta “nueva derecha”. La presencia de estos elementos fascistoides en el imaginario NRx resulta sin duda inquietante. Una parte de su iconografía nos recuerda tiempos muy dolorosos para la humanidad. En más de un sentido, se trata del retorno de la política brutal.

3.2.- Juicios y horizontes. Una cuestión epistemológica importante.

Quienes alegan que es preciso que decirle “adiós” a la democracia liberal aseveran que la única forma de comprender la profundidad de estos cambios y reconocer su supuesta plausibilidad implica deshacerse del acervo intelectual y político liberal, pletórico de creencias, convicciones y pasiones que distorsionan nuestro juicio histórico-teórico. Solo cuando hagamos a un lado esta “cosmovisión” y observemos de manera neutral y transparente los hechos, constataremos la novedad y la contundencia de las determinaciones sustanciales de esta nueva era. Solo una visión científica del mundo que prescinda de toda presuposición podrá entender la dinámica de esta figura de la realidad social. Debe abrirse paso el más crudo “realismo”.

Para responder a estas afirmaciones tengo que hacer una pequeñísima consideración de carácter epistemológico en torno a la “observación científica” invocada por los estudiosos de la denominada “era post-democrática”. Ese alegato en el fondo es parasitario del positivismo europeo del siglo XIX. Presupone que existen los “hechos” en bruto, objetos libres de interpretación. Esa convicción es incompatible con todos los desarrollos de la filosofía actual alcanzados por el pragmatismo, la fenomenología y la filosofía analítica. Nuestros modos de movernos en el mundo y de lidiar con las cosas implica revelar la condición de agentes encarnados, seres cuyos canales con el mundo son el cuerpo y el lenguaje. Nuestra experiencia y nuestro saber están mediados por nuestra situación somática y por nuestra condición de animales linguísticos. Asimismo, percibimos, juzgamos, valoramos de cara a horizontes de significado, trasfondos de interpretación, inquietud y debate. Los horizontes subyacen a nuestras prácticas culturales y a controversias habituales de diverso cuño; son flexibles y susceptibles de enfrentar una interpelación progresiva[12]. Lo que no podemos hacer es cuestionar de manera simultánea todos los aspectos del horizonte, dado que no es un mero objeto.

Los agentes se mueven y toman posición en el mundo, afrontan sus vínculos con las cosas y con otros agentes en comunicación abierta e ineludible con los horizontes de significado. Estos horizontes operan como campo semántico y como marco de acción. A la luz de esta clase de argumentación trascendental es que podemos someter a escrutinio el alegato del lector “científico” de la hora presente: este señala que solo si nos despojamos de los conceptos y categorías propios de la cultura liberal estaríamos en condiciones de entender el cambio de paradigma social y político que estaría conmoviendo a la humanidad. Uno se pregunta seriamente qué se está solicitando que hagan los ciudadanos y académicos. A primera vista, se les está pidiendo que abandonen la idea de que las personas somos titulares de derechos universales, inalienables y no negociables. Se les exige, además, que dejen de lado la idea de un gobierno limitado, que rinda cuentas a los ciudadanos de sus decisiones y actos públicos. Se les exhorta a renunciar a la tesis de que el poder político debe distribuirse y no concentrarse en pocas manos.

Las ideas y valoraciones que acabo de enumerar no constituyen un sistema axiomático ni son un conjunto de dogmas de fe. Son convicciones y valores públicos que forman parte de un trasfondo democrático-liberal. Los examinamos y ponemos a prueba al interior de la comunidad y en solitario, ponderamos su fuerza y alcance en nuestras vidas. Para muchos agentes, renunciar a aquella constelación de interpretaciones, creencias y articulaciones de valor implicaría prescindir de consideraciones cruciales para comprender nuestra identidad como agentes políticos, como miembros de instituciones y como personas. El precio de realizar este mecanismo de abstracción les parece demasiado alto. Se trata de horizontes compartidos que se han ido formulando, discutiendo e incorporando a nuestras vidas desde hace casi trescientos años. Los sucesos de los últimos treinta y seis años constituyen solo un episodio de una historia bastante más larga.

La invocación “científica” a desestimar nuestros horizontes a la hora de juzgar plantea que simulemos una retorcida ficción epistemológica a la vez que exige que prescindamos de aquellas maneras de pensar y actuar que sostienen nuestras capacidades para discernir y para comprometernos con ciertos cursos de acción y modos de vida en el registro de la ética y la política. Nunca “juzgamos” ni evaluamos alternativas -intelectuales, morales o de cualquier naturaleza- en el vacío o desde el Ojo de Dios. El síndrome del Aleph ha sido una tentación permanente para la mentalidad moderna[13]. Sin embargo, la filosofía de los dos últimos siglos se ha dedicado a combatir de un modo implacable las presuposiciones teóricas de este síndrome, así como sus particularmente graves consecuencias para la vida pública.

3.3.- Consideraciones finales. La libertad política puesta a prueba.

La discusión acerca de si vivimos o no una “era post-democrática” no puede encontrar una solución sencilla. Lo que caracteriza nuestro presente es un conflicto político entre quienes defienden las instituciones y las prácticas internas del régimen democrático y quienes suscriben y representan tendencias autoritarias que pretenden desmontar estas instituciones y sofocar tales practicas. El caso de Estados Unidos es interesante en este punto, y otro tanto podemos decir de algunas sociedades europeas. A juicio de Hegel, solo podemos comprender filosóficamente una época histórica cuando esta ha manifestado todas sus determinaciones concretas. “No nos contentamos con que se nos enseñe una bellota”, advierte Hegel, “cuando lo que queremos ver ante nosotros es un roble, con todo el vigor de su tronco, la expansión de sus ramas y la masa de su follaje. Del mismo modo, la ciencia, coronación de un mundo del espíritu, no encuentra su acabamiento en sus inicios”[14]. Las fuerzas políticas antiliberales han hecho su ingreso en Europa y Norteamérica, sin duda, pero es prematuro sostener que sus esfuerzos han prevalecido sobre las instituciones, las autoridades y los ciudadanos que protegen los principios y procedimientos que vertebran el Estado de derecho constitucional.

Si queremos ser rigurosos con el análisis de este fenómeno, tendríamos que dedicarnos a describir este conflicto y procurar dar razón de sus posibles causas y elementos constitutivos, absteniéndonos de hacer precarias predicciones. Siguiendo la metáfora hegeliana, no veo aquí un árbol. En el caso estadounidense, numerosas acciones judiciales están deteniendo decisiones de Trump que están reñidas con lo que establece la Constitución. Ha sucedido, por ejemplo, con la iniciativa de suprimir la obtención de la nacionalidad norteamericana por nacimiento. Algunos expertos han aducido que una mirada “realista” de la historia no le atribuye mayor relevancia a las estrategias legales, pero resulta claro que esta actitud estaría soslayando el enorme poder del legalismo -planteado en los términos de Shklar antes citados- en las instituciones liberales. Una lectura de la realidad social y política que deja de lado el componente legal no es -en absoluto- “realista”. No existe Realpolitik que haga abstracción de la dimension legal del mundo ético-político. Lo jurídico no es el único elemento de lo real en el terreno de la práctica, pero no podemos prescindir de ese aspecto de la cosa misma, si nos proponemos edificar aquí una genuina visión realista de la vida común.

El derecho es el ser-ahí de la voluntad libre -asevera Hegel- y constituye una expresión del propio logos históricamente encarnado[15]. Las leyes se proponen encarnar las razones que regulan nuestras acciones y relaciones en el seno de una comunidad política. La alternativa al examen y el seguimiento de reglas -así como al escrutinio de argumentos-, es la solución de Trasímaco: el imperio del más fuerte. Si renunciamos al ejercicio de la razón y a la observancia de los principios, descendemos al terreno de la prepotencia y la violencia de meros grupos de interés que pretenden lograr alguna forma de dominio sobre los demás. El examen de reglas, y el discernimiento racional son elementos básicos de una vida pública juiciosa y justa. El derecho y el pensamiento crítico constituyen una manifestación de “superestructura ideológica”, en la clave del marxismo ortodoxo más chato (evidentemente, no en el caso de Marx). La idea de prescindir del aporte de las ideas y de los arreglos sociales más sutiles para estudiar la historia resulta insensato. No tendría sentido, por ejemplo, estudiar la vida colectiva basándonos exclusivamente en la severa coacción que ejerce la naturaleza bajo la forma de las “necesidades básicas”. La realidad social es mucho más amplia y se revela llena de matices.

Los ideólogos del hipotético “nuevo mundo” nos aseguran que lo que las personas del siglo XXI queremos un Señor (un monarca o un CEO) que nos diga qué decidir sobre nuestros proyectos personales, cómo organizar nuestra labor productiva; en suma, cómo llevar nuestras vidas. Nos dicen que, en el fondo de nuestro corazón, no queremos ser señores de nosotros mismos. Así nos ahorraremos por fin los riesgos de razonar y elegir, dado que la democracia entraña diversos peligros y apremios para el individuo. Incluso sugieren que el sistema político liberal representa elevados costos para la sociedad. A su juicio, una tiranía resultaría ser social y económicamente más llevadera. Frente a esta clase de alegatos, es preciso hacer memoria sobre los sucesivos esfuerzos -llevados a cabo a lo largo de siglos- por edificar una cultura política de la libertad en Occidente. Ello ha significado la puesta en escena de complejos debates acerca de ideas, los valores, así como el diseño de instituciones. Movilizaciones sociales, revoluciones, marchas y manifestaciones de protesta. Se sacrificaron muchas vidas en luchas sociales en favor de los derechos laborales, el voto ciudadano, la igualdad civil, la libertad de expresión, entre otras reivindicaciones decisivas para el desarrollo de la democracia como una forma de vivir. Recordemos cómo valoramos estos principios, estos valores públicos, estas conquistas sociales. Por respeto a los héroes, a los mártires y a los pensadores que inspiraron estas historias de libertad política, los ciudadanos no podemos claudicar ante los sueños extraños de estos activistas de la web y mercaderes disfrazados de políticos.

Somos testigos -así como participantes- de un agudo conflicto político en torno a la validez y los alcances de los principios, procedimientos y practicas propios de la democracia liberal. De hecho, estamos ahora mismo en medio de este conflicto. Muchos de nosotros no estamos dispuestos a desestimar sin más la defensa de la democracia, los derechos humanos y la economía de mercado, los citados tres ejes del “consenso liberal”. Muchos intelectuales y ciudadanos, echando mano del lenguaje hegeliano, identificamos dichos ejes como logros de la historia del espíritu, no irreversibles, pero sí irrenunciables en el registro de la ética y de la política. Desprenderse de ellos implicaría sacrificar articulaciones de sentido que le otorgan sustancia y coherencia a nuestras vidas y a la vida de las comunidades que habitamos. La lucha legal en los tribunales, así como la deliberación política y la movilización en la esfera pública, constituyen expresiones inequívocas de resistencia cívica en defensa de la preservación de un éthos democrático. Para sostener la vigencia del Estado de derecho, necesitamos de una ciudadanía alerta; como asevera Michael J. Sandel, “liberar las instituciones democráticas de su actual ocupación oligárquica pasa por empoderar a los ciudadanos para que se conciban a sí mismos como participantes en una vida pública compartida”[16]. El cuidado de la agencia política es un aspecto crucial de la preservación de las libertades sustanciales en la sociedad.

Algún observador externo podría argüir que, aunque todo lo dicho fuese cierto y este fuese un nuevo campo de batalla intelectual, moral y política, es poco lo que podemos decir y hacer desde aquí. Estamos en el Perú, prácticamente en la periferia del mundo, en una sociedad más o menos desmovilizada. Somos profesores universitarios, quizás con un poder de convocatoria limitado, especialistas en filosofía, en humanidades y en ciencias sociales, disciplinas sumamente relevantes en el desarrollo del espíritu, pero materias en franco retroceso en una cultura que privilegia muy convenientemente la gestión empresarial y el quehacer tecnológico por sobre las tareas del pensar y de la práxis. Contra estas consideraciones, he de decir que tengo una deuda con aquel joven inquieto y esperanzado de diecisiete años que una vez fui; es una deuda que no quiero eludir. Me niego a soslayar el poder transformador de las ideas y de la agencia humana, allí donde este brote. Podemos examinar y denunciar la injusticia, podemos coordinar acciones juntos, podemos hacer la diferencia. Los truhanes que ejercen el poder político y económico cuentan con nuestro desaliento y sentido de impotencia para seguir haciendo añicos nuestras ilusiones de justicia y libertad. No cedamos ante la tentación de la inacción. El mundo es de los ciudadanos lúcidos, pero también de los valientes.

En Europa, en Norteamérica, pero también en nuestra region y en nuestro país, puede percibirse el recio antagonismo entre un sector de la población que está dispuesta a perder libertades políticas y derechos fundamentales a cambio de seguridad física y material, y otro que considera que la vigencia de la democracia y del Estado de derecho son instrumentos sociales que no están sujetos a negociación. El sistema político y las instituciones de la sociedad civil constituyen foros para examinar y afrontar este conflicto. No se vislumbra un desenlace claro, porque se trata de una colisión de ideas y modos de vivir que aún está desplegándose en Occidente. Se trata de una situación histórica que sin duda pone a prueba las categorías que empleamos para entender nuestro mundo e incluso nuestra condición de ciudadanos.


  1. Este ensayo jamás habría visto la luz del día sin las fructíferas y exigentes conversaciones con mi colega y amigo Ricardo Falla, profesor de Filosofía e historiador intelectual. Agradezco asimismo a Raschid Rabí por los juiciosos comentarios al manuscrito.
  2. Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
  3. Podría evocar en esta dirección las contínuas conversaciones con Gonzalo Cobo, César Mendoza, Alessandro Caviglia, Sandro D’Onofrio, Humberto Quispe, Pamela Lastres y otros compañeros más. Por supuesto, las impresiones que yo planteo acerca de esas conversaciones y sus resultados no necesariamente coincidirán con las opiniones de estos buenos amigos y colegas. Básicamente éramos un grupo de jóvenes con una mayor disposición a formular y compartir preguntas que a diseñar un programa o un ideario en particular.
  4. Véase Gamio, Gonzalo “Dos izquierdas” en Pólemos (Noviembre 2021) https://polemos.pe/dos-izquierdas-apuntes-sobre-el-caracter-del-pensamiento-progresista/ .
  5. Hegel, G.W.F Fenomelogía del espíritu México, FCE 1987 pp. 63-70. En este ensayo voy a recurrir a Hegel en numerosas oportunidades. Debo advertir que no lo hago en el registro de una lectura canónica de este autor, como en los primeros años de estudiante. Mi lectura actual de Hegel está marcada por la influencia del pragmatismo y la hermenéutica.
  6. Shklar, Judith Legalismo. Derecho, moral y juicios politicos Madrid, Clave Intelectual 2021 p. 57.
  7. Hegel, G.W.F. Principios de la filosofía del derecho Madrid, EDHASA 1986 o. 54.
  8. Vease Mosse, George L. Soldados caídos. La transformación de la memoria de las guerras mundiales Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza 2016.
  9. Ibid, p. 226.
  10. Véase la entrevista a Jarvin. https://legrandcontinent.eu/es/2025/01/21/prepararse-para-el-imperio-curtis-yarvin-profeta-de-la-ilustracion-negra/.
  11. Land, Nick The Dark Enlightenment Columbia, Imperium Press 2022.
  12. Véase por ejemplo Gadamer, Hans-Georg Verdad y Método Salamanca, Sígueme 1979 pp. 373 y ss.
  13. Sobre este tema de discusión revísese Gamio, Gonzalo “Actividad filosófica”, publicado en Pólemos https://polemos.pe/actividad-filosofica-notas-fenomenologicas-2/ .
  14. Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu México, op.cit., p. 12.
  15. Véase Hegel, G.W.F. Principios de la filosofía del derecho op.cit., § 4.
  16. Sandel, Michael J. El descontento democrático Madrid, Debate 2023 p. 23.

Artículos relacionados

Deja un comentario

Si deseas publicar un artículo en Pólemos, envíanos un mensaje.

    El Portal Jurídico-Interdisciplinario «Pólemos» es un espacio virtual orientado al análisis de temas jurídicos y de actualidad. Nos distinguimos por tratar el Derecho desde un enfoque interdisciplinario, integrando conocimientos de distintas disciplinas para ofrecer una comprensión más integral y enriquecedora.

    EQUIPO EDITORIAL

    Directora: Alejandra Orihuela Tellería

    Consejo Editorial:
    Marilyn Elvira Siguas Rivera
    Carlos Curotto Aristondo
    Gustavo Sausa Martínez
    Guadalupe Quinteros Guerra
    Daira Salcedo Amador

    Camila Alexandra Infante García

    Jenner Adrián Fernández Paz

    Mariana Isabel Garcia Jiménez

    Sarah Michelle Chumpitaz Oliva

    Bryan Alexander Carrizales Quijandria

    SELECCIONADO POR EDITORES

    ÚLTIMOS ARTÍCULOS

    Pólemos @2024 – Todos los derechos reservados. Página web diseñada por AGENCIA DIGITAL MANGO