Andrés Muente Barbagelata
Abogado con una especialización en economía del comportamiento por la Universidad de Pacífico y estudiante de la Maestría en Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Conduce el nuevo podcast «La Palabra en su Lugar», cuyos dos primeros episodios se encuentran en YouTube.
Quisiera, al menos por un momento, tener lo que se necesita para hablar desde un pedestal. Ya fingí tenerlo antes y se siente bien: tanto la parte en la que pretendo no tener errores serios, como aquella más pretenciosa en la que estoy legitimado por mí mismo para hacer trizas al otro estúpido, equivocado. El problema es que en mi casa hay espejos y hoy me he visto en uno de ellos.
Mis teorías son hermosas, pero hay algo extraño en mi forma de ser: el mismo día que soy capaz de concebir el camino dialéctico hacia el Absoluto que plantea Hegel, después de haber leído un devocional de Richard Rohr en la mañana – además de orar, meditar y saborear un café cortado mientras escucho con plena atención el canto de los pajaritos – soy capaz de insultar a un taxista y menospreciar a un ser humano que utiliza una camiseta de fútbol diferente.
El otro día una amiga me decía lo terrible que era López Aliaga como candidato y la verdad es que, pese a que tengo diversas creencias que pueden catalogarse como “conservadoras”, creo que tiene razón. Tiene el mismo afán de poder y la misma grandiosidad que las Verónikas de esta tierra. Una de esas razones para considerarlo mal candidato, mi amiga explicaba, estaba en la presunta evasión de impuestos. Es curioso porque mi amiga es una colega independiente que acepta Yape y Plin, pero nunca paga impuestos. Su justificación – a las maneras del anarcopunk de Galerías Brasil de comienzos de los 2000 – está en que el “sistema” no funciona, por supuesto. Ahora bien, yo sí pago impuestos, pero sé que no soy nadie para juzgarla porque tengo pecados descarados. Quizás ella y yo seamos ejemplos de una cultura cuyos integrantes viven sus días gastándose en patéticos alaridos digitales de exigencia moral, mientras no le entregan nada a la misma sociedad a la que le exigen todo.
¿Qué estaremos pagando?, me preguntó otro amigo, al recordar la cabecera de la lista de candidatos políticos para la elección municipal del domingo 02 de octubre de 2022. ¿Qué estaremos pagando? Curiosamente, me preguntó esto cuando estábamos por cruzar la pista y ya el semáforo peatonal se había puesto en verde. Por supuesto, tuvimos que esperar esos cinco segundos extras que tienen los autos cuyos choferes creen que existe un acuerdo tácito que los invita a pasarse impunemente la luz roja. Demostrando la diversidad ante el incumplimiento, uno de los autos era una camioneta BMW del año y el otro una combi destartalada. No está de más resaltar que, como en una suerte de competencia de anticivismo, segundos antes varios peatones habían cruzado cuando no debían ¿Qué estaremos pagando? Mi amigo y yo sabemos que no podíamos juzgar, de todos modos, a estos pobres y apurados choferes y transeúntes. No solo porque quizás tenían un severo caso de diarrea que los hacía apretar el acelerador o correr en busca del baño más cercano, sino porque cinco minutos antes, y pese a no tener diarrea, mi amigo y yo habíamos bajado de la estación del tren por la escalera de subida.
Cómo olvidar también esa reunión en la que el amigo de un amigo dijo – de forma tan correcta que resultaba trivial – que la Policía era una institución con mucha gente corrupta. Su anécdota fue ilustrativa: el amigo de mi amigo había estado tomando unos tragos y luego de montarse en su camioneta terminó siendo víctima de una batida. Al final, un personaje deshonroso de la policía le había exigido dinero a cambio de no ponerle una multa. “Qué vergüenza esa institución, pero estamos en el Perú”, dijo. En ese momento se me ocurrió que quizás en Noruega todos manejan ebrios sus 4X4 sin que ningún corrupto les pida dinero. De todos modos, y pese a no manejar, no soy nadie para juzgar al amigo de mi amigo: si bien tengo alguna clase de pudor que me impide encontrar moralejas en historias estúpidas, tengo errores cívicos serios y me confieso pecador.
Alguna vez veníamos discutiendo con mis amigos sobre el complicado panorama político y cómo pareciera no haber salida a una crisis que, además, nos tiene defendiendo a unos y a otros con la sagrada vara del doble estándar. De hecho, coincidimos en que, si una nave espacial llena de criaturas verdes viera nuestro discurso público y pudiera entender nuestras actitudes sin entender nuestro lenguaje, concluiría que los fieles del libertarismo de derecha y los devotos progresistas de las políticas de la identidad (obviando las actitudes totalitarias de ciertos moralistas de la ideología “woke” interseccional) son, en realidad, personajes idénticos y padecen de la misma fiebre, fiebre que, muy probablemente, mis amigos y yo también padecemos. Por un momento prolongado decidí quedarme callado porque mis amigos estaban enfrascados en una conversación memorable. Y considero que la situación hubiese sido aún más idónea, de no haber sido porque nos regresábamos de una playa del sur por la parte de la pista auxiliar de emergencia sin que tengamos ninguna emergencia.
Mi conclusión a todo esto es que, quizás, el problema del Perú soy yo. No los candidatos, la iglesia, los progresistas y la gente que – vestida con una chuleta en cada ojo – sigue creyendo que en el escenario actual hay algún candidato que es verdaderamente honesto y podrá salvarnos. Sin obviar los factores sociales que influyen en la vida en común, quizás yo soy el problema. Y es probable que yo no tenga una chuleta en los ojos, sino un lechón entero. La única solución que un ser imperfecto como yo podría intuir es, al final, encarnar aquello que exijo y dejar de autojustificarme con la idea barata que dice que si no le meto el carro a alguien no avanzo, que las pequeñas corrupciones son plenamente justificables y que marcar un papelito es una acción heroica. Pagaré mis impuestos y lavaré mi ropa interior, que son los dos requisitos que deberían exigirse a toda persona para ingresar al debate público. Y si deseo “justicia social”, empezaré por ser justo en mis acciones y no reemplazarlas con el acto trivial de tuitear o de compartir imágenes y eslóganes que no aportan nada a la verdad. El “activismo”, al final, puede ser un escudo para la pasividad. Encarnar la justicia, entonces, y no exigirla apretando los botones de una pantalla de vidrio diseñada por nerds eficientes de Silicon Valley. Al final, ¿no será mejor impactar con cierto ejemplo de civismo a dos personas que conseguir ocho mil likes? Me pregunto esto porque, más allá de la absurda pomposidad de quien se cree perteneciente a ese cliché que es “el lado correcto de la historia” por aquello que postea, el like nunca será indicativo de calidad, verdad o virtud.
Se me disculpará el espasmo repentino de civismo patético, pero creo fielmente que marcar un papel puede ser tomado como un acto virtuoso solo en una sociedad como la nuestra, que invita a la pasividad y la conveniencia. Haberme creído digno o moral por el voto que alguna vez he realizado hoy me parece un chiste malo. Conozco gente que sigue considerando un acierto haber votado por Castillo y defiende su propia necedad en base a un repertorio inacabable de falacias, solo porque admitir un error sería ceder ante ese monstruo que es el Otro: hay malos que son del otro bando y es preciso enfocarse en ellos para encontrar legitimidad. Como si la imbecilidad de mi vecino me convirtiera en Isaac Asimov y la maldad del otro me convirtiera en la Madre Teresa. Pareciéramos no querer darnos cuenta de que cada elección se ha convertido en un concurso trillado de males y que la memoria colectiva – que no es algo trivial en absoluto y cuya representatividad algunos asumen monopólicamente – está bastante empañada porque las personas no sabemos separar los hechos y los sesgos ideológicos. Así como tampoco sabemos entregar en la misma medida que exigimos. ¿Qué estaremos pagando? Posiblemente el precio justo de nuestro cinismo cotidiano.