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Algunas ideas sobre la memoria y el olvido colectivos

por PÓLEMOS
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Enrique Sotomayor Trelles

Abogado (Sobresaliente) por la PUCP. Becario del “Master in Global Rule of Law & Constitutional Democracy” de la Universidad de Génova (Italia). Alumno de la Maestría en Filosofía de la PUCP, y con cursos en la maestría en Economía de la UNMSM. Adjunto de docencia de Filosofía del Derecho en la PUCP. Miembro del CEFT y del Grupo de Investigación en Teoría Crítica

 

La memoria no es un problema esencialmente jurídico, ni siquiera sólo filosófico. Es más bien un problema vital pues tiene que ver con la experiencia humana en el mundo. Como problema filosófico se vincula con la continuidad de la conciencia, pero tratarlo sólo desde esta perspectiva nos hace perder de vista que es ante todo una experiencia cotidiana de la que dependemos en lo más profundo. Yosef Yerushalmi, el gran historiador judío, dio un discurso sobre los usos del olvido en una conferencia en Francia en 1987. El discurso es brillante por varias razones, pero más allá de su contenido teórico, su brillantez reside en que nos permite ver las formas en que la memoria opera en los colectivos. Así como nuestras vidas se componen de recuerdos –el primer partido de fútbol al que fui con mi papá y mi hermano, el ingreso a la universidad, el amor- la memoria colectiva es la pluralidad de historias que se sitúan en un tiempo vivido por todos. Es el trasfondo –cruel, hermoso, caótico o feliz- en el que se incrustan nuestras vivencias. Desde una perspectiva sincrónica, la memoria colectiva “congela” un instante del tiempo público y nos muestra el disgregado de historias individuales que se construyen durante su duración. Desde una perspectiva diacrónica nos permite observar la evolución de esas historias, todas individuales pero entrelazadas por una generación. Así como los contextos convulsos pueden ser el trasfondo de vivencias desgarradoras –memorias al fin y al cabo- también pueden ser el escenario en el que se forjan los recuerdos más preciados de las personas. Suena cruel que seamos capaces de acumular las mejores vivencias mientras muchos sufren y mueren. Pero si se piensa con detenimiento, no dista demasiado del mundo en su estado actual, y no distamos mucho de quienes forjaban sus mejores recuerdos mientras morían soldados en las trincheras. El carácter colectivo –sin embargo- nos obliga a penetrar las historias de quienes sufrieron en los contextos de sufrimiento, desarrollar permeabilidad a sus narrativas. Su importancia reside precisamente en que canaliza los testimonios, democratiza las vivencias y permite un juicio ponderado sobre los tiempos que se vivieron o que se viven, y esta función de la memoria colectiva tiene una relación intrínseca con la justicia. Su valor reside, al fin y al cabo, en filtrar la euforia de ciertas vivencias con la sobriedad y angustia de otras, nos permite un diagnóstico de los tiempos basado en el contraste y la ecuanimidad. Ahora bien, lo anterior no nos debería conducir a sobrevalorar el lugar de la memoria colectiva. Un colectivo sin memoria –es decir (como lo entiendo), sin derecho al testimonio de la propia vivencia- es un colectivo indolente, pero un colectivo paralizado por el dolor del pasado no logra revertir sus errores. Yerushalmi cita en este punto a Nietzsche quien recuerda que es preciso saber olvidar y saber recordar pues “tanto el sentido no histórico y el sentido histórico son (…) necesarios para la salud de un individuo, de una nación, de una civilización”. La memoria –ya se ha dicho hasta la saciedad- permite aprender pero también desarrollar empatía por el otro. Su rol es, entonces y en el plano colectivo, esencialmente ético pero en esa medida, instrumental. El exceso de memoria puede paralizar, como el ejemplo del hombre mnemonista quien se veía sofocado a cada instante por los recuerdos, paralizado por su presencia. Pero, por el contrario, el hombre de Smolensk -quien había sufrido una lesión cerebral que hizo añicos su memoria- ha hecho añicos a  su mundo a la par que su memoria. Ya no es quien entró a la batalla, sino los fragmentos esporádicos del recuerdo del pasado. Su patología se grafica a través del déficit cognitivo que en alguna medida generan enfermedades como la demencia. Gillian Bennett, esposa del filósofo Jonathan Bennett, y quien sufría de demencia, describía a esta condición como la “casi pérdida del sí mismo”.

Pero las manifestaciones individuales del exceso de memoria y de la patología del completo olvido son sólo metáforas para la memoria colectiva. Nos permiten plantear analogías pero salvo que consideremos que la sociedad es una entidad orgánica viva en sí misma, nuestras analogías requieren ser precisadas para hacerse operativas. Diremos entonces que la sociedad mnemonista es aquella paralizada por las expiaciones del pasado, o vanagloriada con los logros de otros tiempos, incapaz de responder a los nuevos escenarios. Pero es también una sociedad que podría haber llevado al extremo la fusión del recuerdo personal y el colectivo. Las historias personales se hacen, entonces, una con la historia del colectivo y con ello se borra la individualidad. Por su parte, la sociedad del olvido es aquella en la que la historia colectiva se ha convertido en la narración disgregada y caótica de puras experiencias personales, sin un escenario compartido, sin un trasfondo. Es como el recuerdo del día de una boda aislado de los tiempos que vivía un país o una ciudad.

Todo lo anterior me lleva al enunciado polémico y final de estas reflexiones. El problema no es –ni por mucho- que las nuevas generaciones no sepan quién es Abimael Guzmán (me refiero al hombre de carne y hueso), sino que no sean capaces de comprender que el “otro” que sufría en el proceso de violencia política que vivió el Perú compartía su mismo tiempo, aquel en el que se forjaban en paralelo sus propias vivencias. Entonces el olvido aparece como la omisión del testimonio (una de las variantes de injusticia epistémica que autoras como Miranda Fricker han planteado) y el triunfo de una forma extraña de narcicismo: el de la propia vivencia frente al sufrimiento que se forja en paralelo. La cuestión no se revierte con más clases de historia memorista (como cuando los periodistas preguntan en las calles a los transeúntes por el año de la independencia del Perú) sino con espacios que permiten recrear el testimonio, que ayudan a no olvidar que si detuviéramos los años de violencia en una parálisis temporal artificial, veríamos llantos y muerte así como risas y felicidad. Pero además, estos testimonios deben preservarse y transformarse, pues la memoria colectiva no debería desaparecer con la muerte del último hombre de una generación (a diferencia de la memoria individual). Finalmente, la memoria siempre debe permitir sacrilegios, y es entonces cuando el arte muestra la potencia de su transgresión. Todas estas son, como las veo, cuestiones centrales asociadas a la memoria colectiva y sobre las cuales es necesario discutir.


Referencias:

Bennett, Gillian. Entrada del 18 de agosto de 2014 en el blog Goodbye & Good Luck!. Recuperado de http://deadatnoon.com/index.html
Sarduy, S. Los usos del olvido. Columna publicada el 5 de junio de 1987 en “El país”. Recuperado de: http://elpais.com/diario/1987/06/05/opinion/549842410_850215.html
Yerushalmi, Y. (1998). Reflexiones sobre el olvido. Recuperado de: http://www.cholonautas.edu.pe/modulo/upload/Yerushalmi.pdf

 

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