Gonzalo Gamio Gehri [1]
El último 22 de octubre nos dejó Gustavo Gutiérrez Merino OP, teólogo, sacerdote dominico, profesor universitario, hombre de Dios. Maestro en la fe y en la justicia social para numerosas generaciones de jóvenes intelectuales y ciudadanos de diversas partes del mundo. La Pontificia Universidad Católica del Perú y Notre Dame University -sus principales espacios de enseñanza e investigación- lamentan su partida y le rinden homenaje en nombre del cariño y la gratitud a un académico y un pastor dedicado a la formación de sus teólogos y científicos sociales. Gustavo era una persona cálida y profunda, un intelectual y un cristiano preocupado por la defensa de la vida y la dignidad de nuestros hermanos más vulnerables. Su vida es la de un hombre dedicado al anuncio del Evangelio y al esfuerzo irrenunciable por la construcción del Reino de Dios.
Tuve el honor de ser amigo de Gustavo, de escuchar sus conferencias y leer sus libros. Conversé con él muchas veces, tanto personalmente como a través de la línea telefónica. No solo se podía percibir la enorme profundidad y la extraordinaria agilidad de su pensamiento, sino que podían sentirse a la distancia su bondad y su espiritualidad. Su buen humor, su disposición a rescatar el lado positivo de las situaciones adversas, su gran confianza en la sabiduría del Pueblo de Dios y de la gente del Perú revelaban su compromiso con la fe y con el cultivo de la esperanza. Su obra contribuyó decisivamente con la incorporación de la perspectiva de la opción preferencial por los pobres en la doctrina de la Iglesia como expresión del cuidado del ágape en el mundo.
Mi padre fue parte de la primera promoción de estudiantes de la PUCP que llevaron el curso de Teología con Gustavo. En esa clase estaba asimismo Ernesto Alayza Mujica, nuestro recordado colega y defensor de los derechos humanos. El curso entonces se llamaba “Religión”, pero se cuenta que el propio Gustavo tarjaba el nombre de la asignatura en la tabla que registraba la asistencia del docente y colocaba en su lugar la palabra “Teología”, noción que correspondía realmente a la materia que él impartía. En aquellas aulas no solo se discutía el pensamiento de los teólogos clásicos, sino también los científicos sociales, los filósofos, y, por supuesto, los literatos. La teología era, en sus manos, una actividad interdisciplinaria. Mi padre evocaba con alegría aquellas clases, el extraordinario rigor intelectual de Gustavo y su énfasis en el contacto con el mundo de los pobres.
La publicación del libro Teología de la liberación. Perspectivas (1971), abrió un campo nuevo en el ámbito de la teología fundamental. El quehacer teológico, señala el autor, consiste en una reflexión crítica sobre la práxis en la clave de la vivencia de la fe. Dicha vivencia se nutre además de un entorno histórico-social específico; en nuestro caso, América Latina, la región más desigual de nuestro planeta, cuya población sufre no solamente exclusión socio-económica, sino también discriminación por razones de etnia, cultura, clase, sexo y género. La teología de la liberación forma parte del registro de las denominadas “teologías inductivas”, las reflexiones sistemáticas sobre Dios y su vínculo con las personas que se nutren de la fuente de la experiencia humana, como ocurre asimismo con las teologías feministas, la teología africana o la teología política de J.B. Metz. Esta clase de meditación contrasta con el trabajo las “teologías deductivas”, que derivan sus postulados de una doctrina metafísica -que a menudo pretende ser indiscutible- sobre el orden providencial creado por la divinidad o sobre la estructura de la institución eclesiástica.
Los libros de Gustavo han ejercido una poderosa influencia en el pensamiento de numerosos especialistas en teología, ciencias de la religión, filosofía y ciencias sociales. El sector más conservador de la opinión pública en temas de religión y política ha acusado por décadas a nuestro autor de cultivar el marxismo como esquema filosófico, metodológico e ideológico. Es cierto que, en los años sesenta y setenta el diálogo con Marx, con el estructuralismo y con la Escuela de Frankfurt era un recurso ineludible en la academia. Esto no debería sorprender, pues se trata de autores y corrientes intelectuales sumamente relevantes en el terreno de la investigación humanística y social, en particular en los estudios sobre la justicia material e institucional. No obstante, como lector de la obra de Gutiérrez, constato que la teología de la liberación se inspira más en las reflexiones del joven Hegel sobre el espíritu del cristianismo que en los escritos de Marx. El propio Gutiérrez aclaró con nitidez este asunto en más de una conferencia pública. “Me sindican de marxista”, decía, “pero esa acusación carece de sentido: Marx sostiene que la religión aliena, y yo afirmo que el cristianismo libera”. Se trata de un argumento contundente que sus críticos han soslayado una y otra vez.
Gustavo se ha ido tras vivir una vida larga y fructífera al servicio del conocimiento, la justicia y la fe. Se va en medio del cariño de mucha gente. Recuerdo que cuando dictaba una conferencia en algún lugar de Lima, al final del evento, se formaban unas filas larguísimas que los asistentes hacían para saludarle y para darle un abrazo. Si te demorabas un poco en la breve conversación que se generaba cuando llegabas hasta él, rápidamente quien te seguía te señalaba con un gesto que había que ser muy puntual en el diálogo porque muchas personas esperaban con cierta impaciencia su turno. Es que la sabiduría y la bondad de Gustavo habían transformado las vidas de numerosos creyentes y de ciudadanos de buena voluntad. No cabe duda de que se trata del más universal de nuestros teólogos. Resulta evidente que su obra seguirá iluminando la discusión académica y la acción pastoral en torno al carácter de la actividad teológica de cara al mundo de los excluidos.
Referencias: