Alonso Joseph Meza Leiva
Segundo puesto de la VII Edición del Concurso Nacional de Cuentos Jurídicos Fabellae Iuris
La puerta rota colgaba de sus goznes. El viento, levantando el polvo, la empujó con fuerza, haciéndola girar sobre su eje. El chirrido, metálico, penetrante, se dejó escuchar en todo el caserío. Rufilio Mamani se detuvo en la entrada de su casita, contemplando, anonadado, los restos rotos. Adentro, la perra lloraba en gemiditos cortos y lastimeros. El vacío se abrió en su pecho mientras se debatía en el sitio, tieso de miedo, una gota de sudor frío resbalando por su espalda. Lentamente, se asomó en el hueco que ahora había entre las esteras de paja y quincha que hacían de paredes y, entonces, una certeza invencible como un golpe lo dejó sin aire por un instante: finalmente se lo habían llevado.
Un vendaval había arrasado con todo. De la pequeña mesa donde trabajaban y comían solo quedaban astillas. La única banquita que poseían estaba sin su habitual ocupante; las herramientas de su hijo, tiradas de cualquier forma en el piso de tierra. Los cajones de su viejo ropero estaban abiertos y revueltos, las ropas esparcidas por todo el lugar. El juguete que su hijo había estado tallando para su nieta era un madero hecho pedazos en la esquina de la habitación. Tati se acercó cabizbaja y, como oliendo el miedo de Rufilio, frotó su lomo sucio de polvo en sus pantalones gastados.
Era como si una fuerza irresistible hubiera entrado y puesto su vida patas arriba. Las cosas no volverían a ser las mismas, habían cambiado para siempre, comprendió Rufilio, y aquella realización le nubló el pensamiento por algunos segundos. Aun así, se resistió a aceptarlo, algo ardía en su interior, un fuego iracundo, una determinación desesperada, suicida. Debía hacer algo, lo que sea, no importaba, solo no podía quedarse ahí, quieto, como un pendejo, mientras le quitaban a su hijo, a su único hijo.
— Raúl —exclamó inútilmente con la voz estrangulada, buscando en el cuarto vacío, una prisa enfermiza adueñándose de él—. Hijito, Raúl ¿Dónde estás? ¡Hijo!
Tati empezó a ladrar de nuevo, esta vez más fuerte. Rufilio la hizo callar de un puntapié en el vientre y dejó su bolsa de herramientas para ir en busca de doña Edelmira, ella debía saber lo que estaba pasando. La anciana lo había visto llegar desde la cima del cerro en la que se encontraba su casita, bajaba lo más rápido que podía, pisando con cuidado entre las piedras afiladas y traicioneras, dando traspiés por la trocha de tierra. Su pollera, pesada, levantaba polvo a su paso, sus ojos, acuosos y vacilantes, lo miraban sin terminar de enfocarse.
— ¡Se lo llevaron, don Rufilio! —gritó a media voz—. Los tombos, esos perros, entraron y se lo llevaron a mi Raulito.
A Rufilio el pecho se le comprimió en un nudo apretado, un sudor frío empapándole la espalda.
— ¿A dónde? ¡¿A qué comisaría, Elmirita?! —preguntó, la sangre palpitando dolorosamente en su sien.
— ¡A Villa, papay! ¡A Villa, al centro! —respondió la anciana que, al mirar la puerta rota de la casa de Rufilio, empezó a temblar
— ¿Cómo? ¿A Villa? Pero doña Elmirita… ¡Eso es ciudad, está muy lejos de aquí!
Doña Elmira murmuró para sí y, sin dejar de temblar, miró a su alrededor, buscando algo, alguien, en las casitas que a esa hora de la tarde lucían extrañamente vacías, las trochas sin rastro de vida. Es ahí cuando Rufilio por fin se preguntó a dónde había ido a parar toda la gente.
— Todo era muy raro papito… algo malo está pasando… —dice doña Elmira casi en trance— nunca había visto algo así. Tenían el uniforme cochino y los ojos brillantes, y reían, papito, cómo reían mientras le zurraban con la porra a Raulito…parecían perros…
Un miedo pesado, pringoso, cuando Rufilio reparó en que no había escuchado ningún ruido desde que llegó, ni una sola voz, ni un saludo, nada, solo silencio, un silencio muerto.
— Gritaban que lo iban a meter a la cana, que de ahí no salía… —susurró para sí Doña Edelmira, y a Rufilio su voz le pareció la de una extraña.
— ¿Doña Edelmira?
—… y la perrita que aullaba, corría como loca entre sus piernas, se les frotaba encima…
Y fue consciente que habían empezado a observarlo desde sus ventanas sin lunas, desde el resquicio de sus puertas desvencijadas, desde los huequitos que dejaban las esteras. Rufilio pudo sentir sus ojos clavados en su espalda como cuchillos calientes.
— ¡Ay Raúl!…si tan sólo no te hubieras metido con la Pamelita… y encima dejarla sola con la wawa… sin pagarle nada… así… las dos… solas… eso no hace un hombre…no no no… eso no se hace… —dijo Edelmira mirándolo fijamente, con los ojos brillantes— …a esos… a esos que se los coman los perros.
Termina y es como si el caserío despertara: se escucharon susurros, zapatos arrastrándose, puertas cerrándose, cosas cayendo, risas, ladridos. La anciana lo miró, acusadora, y Rufilio comprendió que él también ha sido juzgado. Entró a su casa a toda prisa. Afuera, el caserío bullía en gritos. Buscó su única camisa entre las ropas tiradas y tomó el último billete de veinte soles que les quedaba.
La tarde agonizaba cuando salió de su casa, el sol se escondía entre los cerros y el firmamento se bañaba en sangre oscura. La gente lo recibió con gritos e insultos. Viejos amigos, antiguos vecinos, escupían a sus pies con ira. Tenían los ojos brillantes y febriles. Rufilio podía verse en su reflejo: era un animal acorralado. Escapó rápidamente. La lumbre incandescente que sentía firme hace un rato, ahora agitaba ante ese vendaval de odio irracional, descontrolado, a punto de extinguirse.
Corrió por la trocha que lo llevaba al improvisado terminal que la junta vecinal había construido cuando habían invadido aquella zona. Los cerros, altos, silenciosos, proyectaban sombras negras y ominosas sobre Rufilio. Había algo definitivamente malo en todo eso, algo que no cuadraba, todo era tan familiar pero a la vez distinto, brutal, descarnado.
Rufilio no recordaba haber tratado así a las familias de los detenidos: con esa crueldad fría, con ese asco sin fin, con ese desprecio altanero. Y, sin embargo, lo extraño era familiar también. Tenía sentido, solo que ya no para él, porque esta vez era su turno estar del otro lado. La noche descendió lentamente y esa trocha entre los cerros que tantas veces había recorrido solo o con su hijo, devino, de pronto, en ajena y hostil. Apretó el paso temiendo que algo lo atacase desde las sombras.
Más abajo, a las faldas del cerro, Rufilio divisó el paradero que la junta vecinal había improvisado, donde los colectivos, combis viejas, esperan todas las mañanas para llevarlos a Lima. El camino era largo; la noche, fría y absoluta. Un débil pensamiento lo instó a esperar el amanecer, a tomar el carro a primera hora de la mañana, pero se extingue rápidamente: la ansiedad lo carcomía al pensar en la puerta casi arrancada, en su casa rota, en doña Edelmira con sus ojos brillantes, como enfermos, en los vecinos, como poseídos, en Raúl viendo a los tombos entrar como una muchedumbre enloquecida, como una jauría rabiosa, a la casa, siendo golpeado, escupido, humillado, arrastrado, llevado a no se sabe dónde.
Rufilio recordó las historias que su padre, a escondidas, le contaba de Huamanga, de las torturas de los sinchis, de las decapitaciones de los terrucos, de los desaparecidos, de la vejación. El miedo, como un mar infinito y sin fondo, amenazaba con tragárselo entero. Se obligó a controlarse, respirando rápidamente. Aceleró el paso, consciente de un dolor creciente en su espalda, y se preparó para hacer el resto del camino a pie, tenía que encontrar a su hijo, no importaba cómo ni cuánto debía buscar para hacerlo.
Tal vez por eso se sorprendió tanto cuando se topó con un descomunal autobús blanco estacionado en medio de la nada oscura. Un hombre se encontraba sentado al lado, apoyando la espalda en una de las grandes llantas, hojeaba un viejo periódico despreocupadamente. Vestía un traje elegante, muy parecido al que veía usar a los choferes de la familia Tudela las veces que iba a podar su jardín. La arenilla crujió a sus pies a medida que Rufilio se acercaba. El hombre levantó la vista del periódico y miró en su dirección. De un salto, se puso en pie y sacudió el polvo de sus pantalones antes de enderezarse al costado de la puertecilla que daba el acceso al bus. Se alisó el traje y, con una sonrisa que mostraba todos sus dientes blancos, exclamó:
— Lo estábamos esperando, Rufilio Mamani.
La extraña familiaridad volvió a adueñarse de él. Las cosas no eran como deberían. Su sentido común le gritaba que todo estaba terriblemente mal, que nada debería ser así. Por un instante temió por su vida. Tal vez también a él se lo acaben llevando para ser interrogado, como antaño, para torturarlo, para ponerle electricidad en los testículos, para prenderle fuego, para desaparecerlo por ahí, carne para los perros.
Pero la desesperación pudo más: ¿quién era él? Él era un don nadie, solo tenía a su hijo, solo a Raúl, a Raúl y a nadie más; luego de Raúl nada, solo él, Rufilio solo, solo sin propósito, sin una razón para seguir viviendo, un hombre incompleto. Haría lo que fuera necesario para encontrar a su hijo, debía tomar lo poco que pudieran darle, porque, aparte de eso, no había nada.
— Voy al centro —dijo Rufilio, sintiendo la boca seca, la lengua pesada, pastosa, reticente a obedecerle, como si su cuerpo se resistiera a eso. —Estoy buscando a mi hijo.
El hombre, como si eso fuera posible, sonrió aún más, su cara tensándose en un rictus abyecto.
— Lo sabemos, para eso he venido, Rufilio, voy a llevarlo a la comisaría del centro —aclaró en un ademán grandilocuente, casi artificial, con el brazo, invitándolo a subir.
Acto seguido, el hombre rodeó la unidad, abrió la portezuela del conductor y subió sin perder la sonrisa en ningún momento. Rufilio dudó un poco, aún temeroso, pero no tenía más opciones. La puerta para los pasajeros se abrió y entró a un pasillo largo y ancho, flanqueado por dos hileras de asientos grandes y altos, de colchones guindas, que resaltaban unas ventanas amplias y herméticas, fuertemente aseguradas con fierros. Era como viajar al pasado, pensó Rufilio, recordando aquellas veces que su padre le dejaba acompañarlo al trabajo y miraba por las ventanas las chacras grandes y verdes que antes eran la mitad de Lima.
Se sentó al lado de la ventana y el bus arranca con un lento bamboleo que, junto con todas las emociones del día y la oscuridad de la noche, no tardan en sumirlo en un leve sopor.
Raulito está más tranquilo sobre sus piernas. Mira papaíto, exclama, emocionado, mientras señala al mar de la Costa Verde que se ve a través de la ventana, la primera vez que Rufilio lo lleva a visitar a su madre al hospital de Chorrillos. Rufilio siente sus huesitos duros y delgados recostados contra su pecho, su calidez reconfortante, su fragilidad de niño, y lo abraza jurando que no importa lo que pase, hará todo lo posible para hacerlo feliz, para que crezca siendo un hombre de bien.
Juramento vano como muchos: nunca estuvo a tiempo para verlo crecer. Llegaba tarde, molido, luego de pasar todo el día podando los jardines de la embajada de Francia. Sin embargo, Raulito no se quejaba, no reclamaba. Él lo supo desde pequeño, la suerte que les había tocado en ese mundo. Lo esperaba tranquilito, sentado, con una vela encendida, listo para contarle lo que habían hecho ese día en el colegio, y a Rufilio se le humedecían los ojos con solo recordarlo.
Pero su hijo pronto se convirtió en un brote que no pudo controlar. Su tronco, todavía frágil, por más que doña Edelmira lo intentase, se torcía de a poquitos. La ausencia de Rufilio, desde el inicio, fue el verdadero problema, la causa de todo. Lo sabía, lo supo por mucho tiempo, sin embargo, prefirió ignorarlo cuando vio las primeras señales: cuando dejó de encontrarlo en casa; cuando volvía tarde y se encontraba a doña Edelmira, despierta, preocupada, aguardando por su regreso; cuando dejó de asistir a clase por más que le insistiesen para que continuase; cuando encontró unos sobrecitos de papel periódico entre sus ropas. Era consciente, más que nadie, del cambio, pero, cobarde, hizo de la vista gorda, escudándose, escondiéndose, en su rol de padre que debía trabajar hasta tarde y que ahí acababa todo para él, de lo demás que se encargasen otros. Otros que no hubieron, doña Edelmira siempre tuvo su propia familia, sus propios hijos a los cuáles amar. Al final siempre fueron dos, sin nadie que lo atendiese por las mañanas, que le enseñase, que no lo deje solo.
Un padre a medio tiempo, eso fue para Raúl. Le falló a su hijo al traerlo a ese mundo tan desigual, sin poder hacer nada para remediarlo, para darle una oportunidad para salir de eso, de esa miseria sin fondo. Le falló por no estar a su lado, por no verlo crecer, madurar, por no estar ahí, para aconsejarlo, contarle sobre sus propios fracasos, y así su hijo no tuviese que repetirlos. Le falló, pues, cuando Raúl le confesó que Pamela estaba embarazada y Rufilio no supo quién diablos era la tal Pamela ni que el tiempo había pasado tan rápido para su hijo.
Solo ese día, jura, levantó la mano para pegarle. Enojado, preocupado, decepcionado de Raúl, de él mismo por haberlo permitido. No lo volvió a hacer y ese golpe, ese pómulo inflamado, rojo, esa consecuencia ante aquellos actos irresponsables, al parecer sirvió para enderezar a su hijo por un tiempo. Al día siguiente fueron a buscarle trabajo, preguntaron por todos lados, en todas las obras, en todos los talleres, pero nadie quiso aceptarlo: no tenía secundaria completa. Pronto la familia de Pamelita les tocó la puerta, necesita una pensión, suplicaban, ya va a nacer la bebita, que el hospital, que los chequeos, que los análisis, las citas; y todo el dinerito que Rufilio había ahorrado aquellos años se fue en un par de consultas, un análisis, una ecografía y algunos suplementos que Pamela necesitaba con urgencia.
Luego de un parto difícil, nació su nietecita, Rosita. Una criaturita, preciosa, que le recordó a Raulito cuando la cargó en brazos. Entonces la wawa comenzó a llorar y su llanto no se detuvo en ningún momento. Un llanto agudo e ineludible, un imperativo biológico que solo podía ser saciado con dinero que Rufilio y Raúl ya no tenían. Al principio, como gente decente, la familia de Pamelita fue comprensible: entendían, la situación estaba complicada, la bebé podía esperar, apaciguaban, ellos también tenían algunos ahorritos.
Sin embargo, las cosas ya habían comenzado a torcerse desde antes que Rufilio escuchase aquel llanto. Lo que recibía por cuidar el jardín de los Tudela no alcanzaba, antes de Rosita ya tenían problemas para llegar a fin de mes. Su exiguo salario se iba en el pasaje y la comida. Raúl seguía sin encontrar trabajo: volvía de Lima con la mirada esquiva, los hombros caídos, el periódico arrugado, los puños apretados y negando con la cabeza, apesadumbrado.
Las miradas comprensivas se volvieron duras, ajenas. Las palabras devinieron en imprecaciones, reclamos. El gesto solemne, amable, a uno tosco, agresivo, cuando se disculpaba con los padres de Pamelita por solo darles cincuenta soles envueltos en un sobrecito blanco. La criatura necesita más, reclamaban justamente, esa plata no alcanza ni para un suplemento, solo algunos pañales, apenas tenemos para darle de comer.
Pero lejos de espolearlo, aquella carencia, frugalidad, en sus ingresos, en su precaria condición de vida, lo sumió en la autocomplacencia, en la mediocridad, una vez más. Debían dar más, pero simplemente no alcanzaba, y quedaba ahí, daban lo que podían y ya, no se preocuparon por conseguir más. Raúl volvió a esperarlo en casa, a recibirlo luego del trabajo. Después de rogarle por varios días, logró que un carpintero de la zona le enseñara lo básico del oficio, practicaba con la pata rota de una silla, haré juguetes para mi hija, le dijo un día con una sonrisa franca.
Fue como si las cosas retomaran su rumbo, el antiguo rumbo, y Rufilio disfrutó de aquella monotonía controlada hasta que una tarde su hijo lo recibió con el rostro pálido y desencajado, sosteniendo un fajo de papeles blancos. Era una notificación judicial: Raúl debía apersonarse a un Juzgado de familia, lo habían demandado por alimentos.
Tal vez fue una maldición o un insulto, no lo supo, pero aquello fue suficiente para despertarlo. Rufilio abrió los ojos y el paisaje había cambiado por completo. Los cerros de arena habían dado paso a edificios largos y delgados, las casitas de esteras reemplazadas por locales limpios y bien iluminados, los niños descalzos sustituidos por gente en traje caminando hacia un destino en concreto.
En algún momento dos señoras habían subido a la unidad. Las escuchó cuchichear en el asiento de al lado mientras lo miran de reojo con cara de asco. Estaban bien vestidas y sendos adornos colgaban de sus muñecas temblorosas y cuellos arrugados. De pronto, Rufilio fue consciente de su camisa vieja, de sus mangas deshilachadas, de su pantalón remendado, de sus zapatos gastados con sus suelas a punto de despegarse, de su tez morena, de sus rasgos toscos, y no pudo evitar avergonzarse de sí mismo.
El hombre, indiferente, conduce sin mirar atrás. Las señoras dejan de hablar, ahora solo miran por la ventana, Rufilio hace lo mismo, pero no puede olvidar el susurro de la gente a sus espaldas, sus cejas arqueadas, sus gestos despectivos, en lo que la ciudad le depara siempre que debe entrar en ella. Es un extraño, un invasor, Otro, no es bienvenido.
El bus siguió su camino y la ciudad ya no es tan brillante. Las calles estaban, de pronto, mal iluminadas, con veredas sucias, llenas de restos de basura, edificios deteriorados de pintura gastada, gente caminando cabizbaja entre charcos de orina y heces. Una sombra, ancha como un cerro, empezó a cernirse sobre ellos y el bus se detuvo al final de la calle, al lado del edificio más alto que había visto en su vida.
La puertecilla se abre y el hombre hace a Rufilio un gesto en su dirección, apuntando hacia el edificio. Dos policías guardan la entrada cerrada por dos sendos portones, varias personas, encogidas, cabizbajas, hacen cola al lado, Rufilio puede ver una hilera interminable de cabezas canosas y sucias extenderse hasta perder la vista.
Las señoras retomaron su cuchicheo, esta vez más frenético. Entonces sí era él, susurraron, cómo pudo criar a alguien así, si su hijo es un delincuente, es porque él también lo es, también debería estar preso, deberían meterlo con él, para que no salga, es solo lacra, una larva, no sirve. Rufilio las escuchó, incrédulo. El hombre rio y las señoras hicieron lo propio, los ojos brillando. Rufilio se sentía como en un sueño, en una pesadilla de la que no podía despertar, todo parecía tan real pero a la vez no.
Asustado, con el corazón palpitando, Rufilio bajó y salió a la calle. Inmediatamente sintió las miradas posándose en él, afiladas. No pudo evitar sentirse desnudo, juzgado, tasado, consciente de su insignificante existencia, de su banalidad. Las personas que hacían cola empezaron a murmurar sin moverse de su sitio, como repitiendo un mantra, pudo oír su nombre, el de Raúl, demanda de alimentos, maldito.
Reacio, cabizbajo, se acercó a los policías que guardaban la puerta en posición de firmes. El murmullo adquirió mayor intensidad. Ambos, al unísono, voltearon a verlo y sonrieron mostrándole unos caninos blancos y puntiagudos.
— Lo estábamos esperando, Rufilio Mamani, debes apurarte —dijeron, solemnes, antes de romper a reír en carcajadas agudas y penetrantes.
Los portones se abrieron y la gente que hacía cola caminó en su dirección. Los policías rastrillaron sus armas y dispararon al cielo maldiciendo: atrás, imbéciles, esperen su turno.
Adentro todo es oscuro y sus ojos tardaron en acostumbrarse a la penumbra absoluta y lúgubre. Nada salía de ahí: ni luz, ni hedor ni ruido. Rufilio pensó en su hijo antes de sumergirse en aquella oscuridad. Vacilante, caminó por un pasillo largo y oscuro, sin ventanas. Se escucharon risas. Con las manos en una de las paredes, avanzó a tientas, el sudor corriendo en regueros fríos por sus sobacos. El pasillo terminó y sus manos dieron con una puerta de metal. Se escuchaban voces del otro lado. Del exterior podían oírse ladridos, fuertes, numerosos, viniendo de todas partes, rodeando el edificio. Rufilio empujó la puerta y entró.
A excepción de un escritorio y una puerta, el habitáculo se encontraba vacío de muebles. Ni rastro de Raúl. Un oficial, sentado, consultaba una lista para, acto seguido, escribir en un largo papel donde podían verse muchos nombres tachados con rojo. Movía los labios en silencio, hablando para sí. No levantó la vista cuando Rufilio se acercó al escritorio. Los ladridos, agudos, se transformaron en aullidos penetrantes, estremecedores, interminables, que resonaban por todo el edificio. El oficial, imperturbable, continuó enfrascado en su tarea, moviendo los labios rápidamente.
— Estoy buscando a mi hijo —saludó Rufilio, con la prisa embargándolo, intentando ignorar esos aullidos que le ponían los pelos de punta y le hacían pensar en escenarios de horror.
El oficial, como si no lo hubiese escuchado, siguió escribiendo mecánicamente, hablando para sí. Rufilio pudo ver un rastro de saliva en la comisura de sus labios.
— Se llama Raúl, Raúl Mamani. Yo soy Rufilio, Rufilio Mamani, soy su padre —había algo sobrenatural en esos aullidos, chillidos metálicos, más agudos que su puerta rota. Rufilio tembló en su sitio.
El oficial siguió en su tarea, ajeno. Rufilio, de un manazo, apartó el documento y agarró al hombre de las solapas para acercar su rostro. El oficial no se inmutó, murmurando para sí, y, por fin, cuando logró entender lo que salía de aquella boca, un abismo hondo se abrió en su pecho:
—Procesado… procesado… procesado… procesado —decía con la baba resbalando por su barbilla, los ojos vidriosos y brillantes.
— ¡Mi hijo! ¡¿Dónde está mi hijo, maldita sea?! ¡Devuélvanme a mi hijo! —estalló Rufilio mientras lo zarandea con toda la fuerza que le restaba, sintiendo las lágrimas agolpándose en sus ojos.
El oficial, como muerto, laxo, se agitó como un títere al que le han quitado las cuerdas. Los aullidos, numerosos, ahora eran alaridos humanos, y Rufilio no supo si provenían de perros u hombres, solo quería que paren, que lo hagan ya, sus entrañas revolviéndose, su corazón latiendo incontrolable. De pronto, se reanudaron las risas, guturales, rasposas, profundas, dolorosas. Venían de aquella puerta sin abrir. Rufilio soltó al hombre, quien se quedó en la misma posición en la que cayó sobre el asiento, y, con un temblor irreprimible, abrió la puerta.
Era una pequeña celda. Algo se agitó en su interior con un rugido y se estampó contra los barrotes, aullando con locura. Rufilio gritó de horror cuando un leve rastro de luz revela la figura que se agazapaba entre las sombras, sonriente. Un rostro horrendo, peludo, que acababa en un hocico negro y puntiagudo que le parte la cara en dos. Unas extremidades largas y huesudas, llenas de pelos, que terminaban en dedos con garras. El hombre, el perro, esa bestia, se incorporó en cuatro patas, abrió sus fauces negras y profundas, y, con una voz gutural y rasposa, dijo:
— Papaíto, te estaba esperando.