Dhaniel
Segundo puesto – VIII Edición del Certamen literario Concurso Nacional de Cuentos Jurídicos “Fabellae Iuris”
A todos los luchadores sociales que ya no están aquí en cuerpo, pero sí, en alma
En ocasiones, sentimos que la ciudad nos ha abandonado, la vemos lejana y estéril, quizás, sin posibilidad de darnos algo que ya no conozcamos. Sin embargo, hay quienes mantienen cierto optimismo, y creen que aun, se puede engastar un nuevo tesoro en los recuerdos que nos deja. A pesar de ese buen ánimo, considero que hemos sido ingratos con la arena que nos vio crecer, esa que está debajo de nuestros pies, nuestras casas, de la que hemos huido espantados, y cuya mención es casi inefable o sinónimo de pobreza, ese otro fantasma que aqueja nuestra tierra, y que parece haber sido enterrado, sobre la misma arena.
De cierta forma, tiene sentido haber transformado el desierto inocuo en una metrópolis, las comodidades que nos ofrece la ciudad son irreprochables. Pero en el camino, nos hemos terminado acostumbrando a lo banal y superfluo del cemento, ignorando la vida de las cosas que nos rodean; sus voces y sentimientos, muriendo así, cada día un poco más. Pero ello no es el fin, siempre están los que no las dejan desaparecer; obstinados o caprichosos, se aferran al gris y al polvo, como queriendo rasgar, las últimas palabras de un moribundo.
Uno pensaría que tal labor está encomiada a los académicos, sujetos que se encuentran en lo purista de la sociedad científica, y se la imaginaría como señorones ataviados y grandilocuentes, de esos que te pueden dar una clase universitaria, y se les da bien anudar una o dos palabras lindas. Pero no pretendo mentirles, hay medias verdades en tales descripciones, pues la realidad, es que los héroes suelen pasar desapercibidos, a veces con ropa holgada y práctica, y son encontrados en los lugares más insospechados; como las plazas, las pulperías, o en una esquina cualquiera.
Fue así como los conocí, en una tarde de verano mientras practicaba mis primeros ollies, acostumbraban a sentarse en la rotonda mientras compartían de cualquier aperitivo de paso. Con el tiempo, me di cuenta de que siempre se daban cita en ese lugar, a veces llegaban muchos y otras pocos, pero nunca faltaba alguien en esa rotonda, aunque fuera uno, esperando diligentemente al resto.
Un día empezaron a hacer obras en el parque, por lo que seguir patinando en las veredas me fue imposible, así que terminé rodando cerca de la glorieta, donde después de unas cuantas caídas, y sacadas del alma, llamé su atención involuntariamente. Se podría decir, que nuestro interés fue mutuo, a ellos les intrigaba mis motivaciones detrás de mi deporte masoquista, y a mí lo que tenían que decir sobre el pasado. Fue en esos atardeceres, que dejaron un testamento de alma, y en cada plática, se desprendía una historia.
David tenía setenta años, y había vivido casi toda su vida en esta tierra, igual que los otros, llegó de niño cuando la mayor parte era arena, jugaba con un carrito hecho de madera y clavo, que arrastraba con una cuerda a través de los helechos y el carrizo, el corretear por las pampas y las chacras también era una actividad recurrente, así como subir a los cerros, cuya leyenda decía, que habían sido dos dioses que se enfrentaron muchos años atrás.
Sus recuerdos eran cándidos y llenos de alegría, no parecía caber tristezas en sus palabras, y tampoco se sospechaban, me anime a preguntar sobre sus padres, a lo que me respondió con una frase contundente y una mirada fija: “a mi padre lo mataron”.
— Fue cuando cumplí diez años.
Habíamos levantado la chabola en una pendiente, cerca de una antigua fortaleza de bravos guerreros, que le habían hecho frente a los Incas muchos siglos atrás, fue esa la razón por la cual mi padre decidió que ese sería nuestro nuevo hogar. La vida fue buena por un tiempo, hasta que llegaron unos guardias, y empezaron a hablar con todas las personas que estábamos ahí, en ese momento no entendí porque los gritos y las peleas, ahora ya lo sé: “nos dijeron invasores”. Esos terrenos le pertenecían a un hacendado, y no le parecía gracioso, que unos cuantos miserables se colocaran en sus tierras.
Mi padre se alió con otros vecinos del lugar, hombres y mujeres pasaban días enfrentándose a los guardias. Siempre tuve miedo de que le pasara algo, pero nunca regresó con heridas significativas.
—¿Entonces no murió en los enfrentamientos? —pregunté ingenuamente.
— No murió en uno, pero si murió por uno.
Años más tarde me enteré de lo ocurrido por mi madre, quien prefirió no entrar en detalles en ese momento, y espero que cumpliera veinte años, para contármelo todo. Uno de los compañeros de mi padre estaba coludido con el hacendado, lo habían comprado con promesas de darle un espacio cuando lograran echarnos a todos, por lo que elaboraron un plan sencillo y efectivo, esperaron que saliera a una reunión de coordinación con la barriada, lo emboscaron, y le dieron un tiro, a la mañana siguiente encontraron su cuerpo cerca de una quebrada.
Fue un golpe tremendo para toda la comunidad, mi madre estaba destrozada, y los vecinos miraban este acontecimiento con incertidumbre. Los días después de eso fueron un martirio, la violencia se intensificó y algunos optaron por retirarse, a pesar de todo, la mayoría siguió peleando; en una especie de presentimiento, y preámbulo a lo que se venía, y así fue, la victoria estaba cerca.
Meses después el presidente nos daría la razón, los llamados ¨invasores¨, nos podíamos quedar con ese trozo de arena, que le había costado la vida a mi padre. Amargado, impotente y consternado, ya ni la venganza era una opción, el que lo había traicionado murió hace muchos años por tuberculosis, solo me quedaba seguir peleando por esa arena, convertirlo en un lugar donde lo pudiera llamar hogar, y vivir dignamente, tal como hubiera querido mi viejo.
— Es paradójico que les llamaran invasores, sin ustedes nada de eso existiría —dije con una sonrisa.
— Es verdad —dijo—, convertimos el llano desértico en cemento, trajimos el agua cuando solo había arena y chacra, y logramos la luz; cuando solo teníamos la luna y la lámpara, nos llamaron invasores, pero aprendimos a amar esta arena, más que los que nos prescindieron, y aun seguimos aquí.
— ¡Es cierto! —exclamó Raúl—, construimos nuestras casas e hicimos toda nuestra vida en este lugar.
— Usted también invadió —le dije riéndome.
— No, mis padres compraron el terreno cuando esto era una Cooperativa, hace mucho tiempo.
Cuando llegué, apenas y ponían el alcantarillado, fuimos nosotros quienes se encargaron de colocar cada tubo y asfaltar. Tenía 16 años, luego del colegio llegaba presto como obrero a empezar la jornada, eran largas pero gratificantes, todos pusimos la mano, no hubo excepciones
— Debió ser cansado estar así, pero seguro tuvo su recompensa al final —dije.
— El tener agua limpia fue un gran logro, pero también tenía otros intereses en la obra…, un poco más personales —lo dijo mientras reía.
— ¿qué?, ¿cuáles eran? —pregunté extrañado.
— Era hablar con la chica que me gustaba —respondió sonriente.
Era una belleza silenciosa, tan simple y serena; como una flor del desierto. No había tenido oportunidad de hablarle antes, hasta que empezamos a construir el alcantarillado de mi cuadra, las labores estaban repartidas, y por azares del destino, ella terminó apoyando a mi lado. Nunca fui muy religioso, pero desde ese día, me volví un poco más creyente.
Con el paso de los meses, fuimos forjando una amistad, que no demoró mucho en convertirse en miradas fugaces, aquellas que te conmueven, aunque sean más breves que un destello verde. Un día me invitó a caminar por las recién inauguradas veredas, recuerdo que esa tarde estrene terno con moño, me compre la colonia más cara que daba mi propina, y pase horas frente al espejo, como esperado que quizás, me cambiara la fea cara que tengo, pero bueno, esa tarde no ocurrió un milagro, pero sí estuvo llena de emociones.
La verdad, es que me faltó valor para intentar besarla, había pensado todo muy detenidamente, sin embargo, siempre ocurren ciertas desviaciones en los planes muy soberbios, no claudique con ello, y replanteé mi estrategia; el ocaso estaba cerca «me dije», así que quería aprovechar la noche para coger un poco más de valor y ocultar mi vergüenza, a pesar de ello, fue ella quien tomó la delantera.
Luego de eso, me reclamaría sarcásticamente mi poca iniciativa, yo me escudaba y pavoneaba, diciendo que todo había sido parte de mi plan, y ella parecía asentir mi excusa, en realidad; ambos sabíamos que esa era una gran mentira, pero ya no importaba, fueron años de inmensa felicidad, y después de cinco años pensaba pedirle matrimonio.
— ¿Qué pasó con ella? —pregunte.
— Ella murió en una protesta del setenta y siete.
Estábamos en la avenida, en lo que tenía que haber sido un evento político. Nos habíamos vuelto asiduos a ello, años de apoyo a la comunidad nos empujó a la labor social, así que no era raro encontrarnos en esas andadas. Eran tiempos muy convulsionados, transcurría el segundo gobierno militar, y la corrupción estaba en llama viva.
Un grupo de la marina llegó en una tanqueta, y si no fuera por unos mocosos que les tiraron piedras, quizás, no habrían disparado; las balas me rozaron, a ella le impactaron cuatro en el estómago, llevamos a los heridos a una iglesia cercana, para luego moverlos al hospital que estaba al lado de la fortaleza que mencionó David, recuerdo que era de noche, y ya era muy tarde, llegó sin vida.
Lo que le siguió fueron años de furia; solo vivía para ver caer al dictador, y hasta ahora tengo un mal sabor de boca por ello, tuvimos que esperar tres años para verlo sucumbir, aunque nunca pagó debidamente sus crímenes. A nuestros mártires, solo les hicieron un monumento, del cual, algunos pasan por ahí ignorándolo.
— ¿Se pudo casar con ella? —pregunte intrigado
— No, de cierta forma, ella tuvo razón con lo de la iniciativa, nunca se lo preguntó formalmente. —lo dijo mientras agachaba la mirada.
Después de eso, me tendí al olvido de los amores, nunca me casé, ni tuve hijos, pero la vida no fue tan mala, conseguí un buen trabajo en la Municipalidad, de dónde podía seguir ayudando, aunque tantos años ahí, me han demostrado que cada alcalde, tiene un poco de aquel dictador.
— ¿Solo un poco? —interrumpió María.
— ¡Más que un poco! – replicó Raúl.
Ahí fue donde conocí a la señora María, tenía muchos años trabajando con Raúl en la Municipalidad, y compartían algo en común; el amor a la política.
Ella había pasado por tantos alcaldes, que seguro ayudó a más de uno «me dije», y sí, aunque más que apoyarlos en su gestión, había influido para que llegaran a ese puesto. Se conocía todas las mañas proselitistas que te puedes imaginar, una erudita del arte de los griegos, y bien sabida de cada rincón de este distrito. Había comprendido mejor que nadie, el porqué de los sujetos en el sillón municipal, y también, de los que les seguían detrás.
— Desde cuando conoce a Raúl y David, señora María —pregunte
— Yo conocí a estos dos viejos en plena juventud. Tenía apenas veinticinco años y estaba terminando la carrera universitaria, en ese entonces, los acompañaba a las marchas y romerías que organizamos.
Cuando se retomaron los procesos electorales, los partidos salieron como aves de rapiña —no muy diferente a lo que es ahora—, cazando en el páramo, y tomando de los suyos, si era el momento oportuno.
¡Ay!, ¡las épocas electorales son como festivales!, los candidatos se presentan como bufones, sonrientes y acomedidos, dan dádivas a diestra y siniestra, y caminan por esa arena de la que después rehúyen.
Siempre he sido una gran perdedora electoral, no siento que haya ganado ni una sola vez, en tantos años.
— Pero si ayudo a varios que fueron alcaldes, ¿no era ese el objetivo? —pregunte confundido.
— El ayudarlos es la parte más sencilla —lo dijo muy segura—, la más difícil; es que no corrompan su alma.
Cuando esquilo puso a Prometeo en los confines del mundo, para que este detuviera las ambiciones más locas de los hombres, me pareció una visión acertada. El hambre de poder los lleva al mando, pero es la gula quien despierta ese apetito desmesurado, que toma un poco de cada lado, y que termina dejando un vacío de cada cosa.
En cada elección fui perdiendo un poco la esperanza; y me fui acoplando a lo presente. Desde mi posición, se podía hacer mucho «me decía», cómo si justificara con mi conciencia, la pérdida de mis convicciones.
— Seguro no cumplían con sus promesas, y se olvidaban del pueblo —lo dije muy seguro.
— Ellos nunca olvidan —me respondió—; es lo más perturbador de su alma, saben que ahí están sus promesas; en los arenales y los pasajes, las avenidas y sus cruces, los mercados y sus rincones, y en las caras mustias de sus incautos.
La mayoría no pasó del año en esta arena, una vez consolidado su poder, se fueron a gobernar desde otros distritos, huyendo de los reclamos, y tratando de vendar de su conciencia, y de pasada, se llevaron todo lo bueno que habían traído, porque no hay que ser hipócritas, no solo son culpables los elegidos, sino también quienes los eligen, y peor aun los que se enfrentan en batalla por ellos, de los cuales, algunos eran buenos, pero a esos se les daba la patada apenas el cobarde fugaba, estaban desfasados del Statu quo que imperaba, del cual, hasta un chiquero es más limpio, e incluso el cerdo es más educado.
Viví esto por tantos años, que eventualmente colgué la toalla, y ahora me dedico a rememorar los años mozos con estos viejos, mirando la arena, que aún está ahí, presente y liviana, la arrastra el viento, y se la lleva tan fácil, como las promesas que ellos hacían.
— ¿Eso quiere decir que se rindió? —pregunte en expectativa.
— No; aun creo en un futuro mejor —respondió con una sonrisa —, pero siempre me pregunto, ¿será posible acabar con la corrupción de nuestras almas?, así como eliminamos, gran parte de la arena que nos rodeaba.
— No lo sé —respondí pensativo —, supongo, que el tiempo lo dirá.
Estaba tan concentrado en la plática, que no me había fijado que el sol ya se ponía, así que luego de despedirme, patine pensando en la siguiente ocasión que los vería.
Y así fue, luego de esa tarde me volví a reunir con ellos en más de una oportunidad, eran días de paz y reflexión, que lastimosamente, no duraría mucho. La naturaleza humana nos hizo breves y frágiles, y nuestras ambiciones nos remataron, volviéndonos propensos y osados; nuestro tiempo es casi un suspiro, que el viento se los lleva, en un instante
Meses después llegaría una plaga de oriente, donde otra vez, ese mismo enemigo se hizo presente, ese que tras el telón mueve los hilos de este circo, presenta convenientemente a sus actores, donde ya no sería una traición, ni un disparo, y mucho menos una decepción, fue el olvido, encarnado en la corrupción, que, tras tantos años, levantó la cortina, dejando ver que el circo; era de los horrores.
Me enteré por unos vecinos que la señora María fue la primera en irse; seguido por Raúl y David, el entierro había sido breve y sin compañía significativa, en el punto más alto del distrito, donde el cemento solo se había prestado para dar refugio a esas almas que buscaban un último hogar, y de donde podrían estar vigilantes, cerca de esa arena que los vio nacer, dar sus primeros pasos, conocer el amor, las primeras lágrimas, y el fracaso.
En más de una ocasión me sentí hastiado por no poder visitarlos, aunque algunos piensen que se trate de un berrinche, o una costumbre sin sentido, sea como fuese, yo quería dar el adiós a mis amigos
No sería hasta un año después, que nos quitarían parcialmente las cadenas. Al primer día de libertad, me dispuse a prepararme, subí la pendiente a pie hasta llegar al cementerio, pensando, en lo que les diría una vez ahí.
Fui mirando la ciudad, que no había cambiado nada, todo seguía ahí donde lo dejé, como si el tiempo que pasó, hubiera sido una fábula. La única diferencia, eran las caras que habían perdido su expresión, pero en sus ojos, aún guardaban algo de esos días de antaño.
Cuando llegué, tuve que surcar los nichos, tragarme harta arena, y preguntar a los cuidadores por las tumbas que buscaba. Antes de darme cuenta ya estaba anocheciendo, pero pude dar con ellas aprovechando los últimos estragos de luz. Mi sorpresa fue grande, vi que estaban casi juntas en un nivel intermedio, con dirección hacia un risco, donde se podía ver todo con gran detalle.
En ese lugar, uno puede ver la ciudad tan inmensurable y cruel, esa que devora los sueños y corrompe las almas, transformada, en un bello réquiem de luces, que se sobreponen sobre las tinieblas, y nos muestran que aun en la oscuridad, se levanta una lumbre tenue, pero visible.
Maravillado por el panorama, no pude evitar acordarme de la pregunta que se hacía la señora María. Por lo que, en ese momento de nostalgia, quise darle mi respuesta, aprovechando que sentía que las palabras estaban muy cerca de mí.
No creo que podamos alejarnos de esta arena «dije», y tampoco deberíamos hacerlo; cuantas falsas promesas, e intentos estériles ha habido, y es que está en nuestras almas, así como está bajo nuestros pies, se ha impregnado en nosotros, dejándonos vacíos, si la eliminamos.
Pero esto no significa que sea mala; por lo que afirmar ello, sería admitir que existe algún espíritu maligno, que deambula por esta tierra, e incita a las personas a obrar mal, lo cual me parece una pachotada. Siempre estuvo aquí, y fuimos nosotros, los que la corrompimos.
Nos hemos dañado, pretendiendo saber el camino que da solución a nuestros pesares, cuando en realidad, somos como las polillas, buscando la luz incansablemente, chocando con los otros sin mirar al lado, cada uno en su turbulento vuelo, esperando alcanzar el sol, al que algunos llegan, aunque la mayoría, termine como Ícaro.
Esta arena, no solo guarda nuestro odio, nuestro rencor y las decepciones, también, están nuestras convicciones, nuestros sueños, y el amor. Es lo que somos, y nosotros, somos lo que es.
El adiós vino acompañado de una promesa; que no fue precisamente de volver, porque sé, que les disgustaba que perdiera el tiempo en cada subida, sino, de seguir un camino, que nos lleve a todos a esa arena primigenia, la impoluta, y tan añorada, tierra prometida.
Ya es de noche, a lo lejos veo jugar a unos niños, sobre un montículo de arena, me parece que ese es un buen camino para volver a casa.