Diego Alonso Tribeño
Primer puesto de la VII Edición del Concurso Nacional de Cuentos Jurídicos Fabellae Iuris
A Lourdes Rivas y Victor Triveño, mis padres.
Ay, Perú, patria tristísima.
Si yo llamara al padre
y al padre padre hasta el padre más antiguo
y alrededor de mi voz los reuniera
para que me mostrara la dicha,
toda la felicidad que aquí sonó
cabría en un pañuelo.
-Manuel Scorza
A primera vista, el pueblo es insignificante y parece envuelto en un aura como de fábula. Al cabo de dos días y dos noches llegué a San Rómulo. Pero hasta antes de que eso pasara, este no era más que un nombre en mi recuerdo, y no existía más allá de las historias de mi padre, que había partido no hace mucho.
Conforme fui internándome en él, sin embargo, todo lo que me contó cuando era niño fue cobrando una forma precisa.
El pueblo es bastante como cualquier otro. Su paisaje lo compone un puñado de viviendas achatadas, calles estrechas y senderos muy cortos. Por la mañana recorre todo el sitio un aire cálido, a la vez que las voces de numerosos niños inundan el cuadrado de tierra que es la plaza. El sol, por su lado, se esconde temprano. Como el fluido eléctrico es deficiente, muy pocas almas se atreven a quedarse fuera de sus casas una vez que cae la noche.
Apenas llegué, empezó a llover a cántaros, por lo que fui a dar a la única posada del pueblo. El espacio donde me acomodé era austero. Antes de dormir, revisé cada una de las notas sobre San Rómulo que yo había recortado y pegado de algunos diarios de Lima. Una vez que oscureció, el dueño de la posada me alcanzó una lámpara de kerosene y preguntó: ¿qué lo trae al pueblo? Digo, no viene mucha gente por aquí, son más los que se marchan que los que regresan, este era el cuarto de mi hijo, el mayor, dormía allí mismo, y señaló el rincón donde dormiría. Le dije que era periodista y que andaba en búsqueda de información. Extendí unos cuantos de mis documentos. El hombre los leyó mientras batallaba con la oscuridad de la habitación. Al final, concluyó: todos vivos, me consta que son buena gente, seguro lo recibirán. Bueno, lo dejo descansar.
Pasé lo que quedaba del día leyendo en el más absoluto silencio. En un determinado punto, solo la lluvia fue audible. Algo en mi interior temía perturbar la quietud de la noche con apenas un susurro o un pensamiento.
Al poco tiempo, me abandoné al sueño. Pero incluso dormido, aquellas historias, las que tantas veces me había contado mi padre, continuaron resonando en mi cabeza.
Con la primera luz del día, anduve por las calles. Toqué algunas puertas y caminé por un espacio de tiempo indefinido hasta que el azar me colocó ante la primera de las cuatro personas que buscaba.
***
Uno puede ver a Jacinto Zavaleta sobrevolando San Rómulo si sabe lo que es la paciencia. En el momento menos esperado, él aparece. Los niños lo ven venir y se arremolinan en la plaza como animalitos de corral alrededor de alimento. Algunos bien moscas esperan atentos su aterrizaje para hacerse con las plumas que a veces suelta, para luego ir de casa en casa intentando venderlas a cincuenta céntimos cada una: plumas de un auténtico ángel.
De él se cuenta exactamente esto: Tenía apenas horas en este mundo cuando un par de alas florecieron en él. Faltó poco para que fuera arrojado a un pozo. El cura que lo sostenía se apiadó de la criatura, lo metió en un costal y se lo entregó a la madre. Ninguno de los dos volvió a pisar una iglesia en su vida y eso que dentro se hablaba siempre de la existencia de criaturas blancas y aladas, recuerda Jacinto, blancas, hermosas y algo parecidas a él.
La gente me tiraba piedras y ponía trampas en el camino que recorría. Aprendí a volar por accidente, mientras huía de dos guardias que se pusieron a practicar tiro conmigo. Era un niño todavía.
Jacinto me revela que se aventó desde un barranco y fueron las alas las que tiraron de su cuerpo hacia arriba con una fuerza hasta entonces desconocida para él. Confiesa que tuvo miedo de llegar a ver a Dios en persona y que le dijera arráncate eso de la espalda, que no es para ti. Pero en su lugar, las alas lo llevaron lejos del pueblo, de los cañones de las escopetas y de las piedras de los niños.
No fue hasta un día que la gente dejó de temerle y fue el centro de las miradas de todos.
El único río que atraviesa San Rómulo es bravo y se dice que tiene vida y pensamiento como los de un ser humano. La mañana de los hechos, Jacinto volaba muy cerca de su ribera cuando a sus orejas llegó un par de gritos. A lo lejos, distinguió a dos niños aferrados a una roca, a merced de las aguas. Él se apresuró y antes que la corriente le ganase por puesta de mano, los cogió por los tobillos. Como las alas no se habían acostumbrado más que al peso de uno, Jacintó los soltó donde mejor pudo. Ambos aterrizaron de poto sobre un montón de paja. No se lastimaron ni lastimaron a nadie por fortuna, pero sí le dieron un susto de muerte a un par de gallinas.
Tal y como era de esperarse, la hazaña se esparció no solo en la provincia, sino en toda la región. Al día siguiente, varias personas se acercaron a ver a Jacinto. La madre de los niños le abrazó apenas este le abrió la puerta. Después los presentes lanzaron vivas. Jacinto no recordaba una sola ocasión en la que, entre tanta gente, no hubiera ni un ápice de terror en sus caras. Durante largos minutos se sintió pleno.
Cuando todos se marcharon, se observó en el espejo. Fue entonces que vino a su mente, la vez que intentó, tiempo atrás y provisto de un machete, cortarse las alas. Jacinto las batió con tal ímpetu que todo cuanto le rodeaba se desordenó. Él sonrió para sí como si algo bueno, en realidad, estuviera por ocurrir.
***
El hombre más alto del mundo se llama Eusebio Néctar Pomasonco y no le gusta que le teman. Es un individuo bastante amigable, dotado de una mirada tenaz y una voz con la capacidad de resonar a lo largo y ancho de una hectárea entera. Vive en las afueras de San Rómulo en una casita desproporcionada para alguien de sus dimensiones. Sin embargo, se conforma con eso y con lo poco que puede permitirse.
La amabilidad de Jacinto fue la que me condujo hasta él. Pero una vez el gigante se asomó, este se elevó hasta que no fue más que un pequeño punto en el cielo. Fue lo último que vi de él.
Eusebio me hizo pasar y me ofreció caldo de mote en un recipiente pequeño, lo cual me llevó a concluir que la vivienda la había compartido con alguien más, pero cuyo rastro, a la fecha de mi visita, había desaparecido.
La sonrisa de este hombre es de las que hacen a uno olvidarse de todas las preocupaciones que se traen encima. A la pregunta de qué me trae aquí, respondo que solo busco conocerlo, hacer que más personas también lo conozcan, contar su historia. Él se ríe. Pero yo no soy alguien importante, dice, ¿por qué la personas quisieran saber alguna cosa de mí?
Cuando llueve, Eusebio es el primero en mojarse. Su vista cuenta con una altura tan privilegiada que puede ver el inicio y el final del pueblo sin mover la cabeza. Nada se le escapa. Quizás fuera por eso que un día, el alcalde de ese entonces, un hombre habitualmente ataviado en un trajecito, fue a verlo con una propuesta que a Eusebio no le tomó mucho tiempo considerar. Por aquí no se suele ver a la gente tan elegante salvo cuando están muertos o cuando son autoridades, dice, yo lo escuché largo y tendido, desde ahí perdí y por eso ando como estoy, por confiado, por zonzo.
Días después de esa reunión, fue nombrado vigilante del pueblo. La ceremonia se hizo en la plaza y fue alegre. Hubo comida y bebida. Ninguno de los asistentes perdió la oportunidad de darle la mano a Eusebio, ni de decirle cuánto lo admiraba.
Así se convirtió, sin quererlo, en el primero de su familia en ocupar un cargo público.
Pero todo se torció más adelante, agrega, y en su expresión puedo notar que la siguiente parte de su relato es un trago amargo.
Al principio, Eusebio no sabía muy bien qué hacer. Él pensó que lo pondrían a cargo de un grupo de ronderos, y que le darían un arma o un uniforme, pero en lugar de eso el alcalde lo destinó a un puestito en los límites del pueblo y le dijo que le echara un ojo al sur, que era de donde venía la mayoría de problemas: bandidos que se roban los animales y asaltan los caminos y las cosechas, solía repetirle, Ay, Eusebio ¿en qué se habrá convertido nuestra patria?
La indignación caló tanto en su pecho que a partir de la fecha en que asumió el deber, nada consiguió moverlo de su posición. Sin embargo, sus rondas se le hicieron sumamente tediosas y, durante el transcurso de estas, sus sentidos, tan despiertos como los de un felino, no le revelaron nada: ni pisadas, ni voces, nada que pudiera acusar algún indicio de criminalidad en San Rómulo. Lo único notable que vio fue a dos amantes ocultos en la oscuridad de una chacra ajena, escena de la que huyó espantado.
Por semanas, Eusebio se sintió valioso como nunca antes. Su padre, un anciano, del que se decía que antaño había peleado en una guerra, incluso se levantó de la silla de ruedas en la que estaba postrado, solo para caminar al lado de su hijo cada vez que este paseaba por la calle.
Pero ocurrió que una mañana, mientras deambulaba él solo por el pueblo, la gente comenzó a mirarlo con cierto reproche. En el tono de más de un conocido, el gigante logró advertir el recelo y fue precisamente una frase la que lo hizo cavilar por un largo período: Ese Eusebio, ese Eusebio es alto por las huevas.
Una noche se convenció de algo. Anduvo rondando por todo San Rómulo, abandonó su puesto mientras todos roncaban, ¿quién habría de notarlo? pensó. Fue entonces cuando vio unas luces en la lejanía. Las siguió instintivamente. Los destellos lo condujeron hacia el norte de San Rómulo, pero también, hacia una revelación.
Lo primero que saltó a la vista fue la cabeza calva del hombre frente al cual había juramentado en la ceremonia algún tiempo atrás.
Reconoció también el lugar. Se trataba de la propiedad de un conocido suyo, un viejo ganadero que respondía al nombre de Venturo Huamán.
El alcalde capitaneaba a un grupo de jovencitos, bien organizados, los cuales llevaban chivatos al interior de un pequeño tráiler. Ante los ojos de Eusebio aquella operación revestía una inequívoca clandestinidad, por lo que decidió actuar.
Se acercó muy sigilosamente, pero el ruido de sus pisadas delató su ubicación. De inmediato, los muchachos se abalanzaron sobre sus casi tres metros de estatura. Se inició una ridícula y breve pelea en la que solo fue necesario que Eusebio se sacudiera para que mandara a volar a sus atacantes por los aires.
Aquellos que no corrieron con la suerte de huir, fueron pateados y diezmados por él.
Eusebio cogió al alcalde del traje y, a pesar de sus súplicas, se lo llevó consigo como quien toma un insecto del suelo. El hombrecito luchó por liberarse de las descomunales manos, pero fue inútil. Acto seguido, caminó hasta la plaza de San Rómulo, dejó al hombrecito suspendido de un poste y tocó varias veces las puertas de la iglesia. De pura casualidad, el único cura del pueblo se hallaba despierto a esa hora. Eusebio le hizo sonar la campana, de manera que los pobladores salieron de sus casas alarmados por el escándalo.
Se formó una pequeña multitud a los pies del gigante.
Eusebio narró a los habitantes lo acontecido. Descolgó al alcalde y, a continuación, lo despojó de su ropa en el centro de la plaza, dejándolo a entera disposición de la muchedumbre. A medida que se alejaba, el sonido del escarmiento se oyó más y más fuerte.
Por lo que se cuenta, el castigo se prolongó hasta el amanecer.
***
La protagonista de esta historia me recibió con una naturalidad que me sobrecogió. Era menuda y parecía estar preparada para mi presencia, pese a que era la primera vez que nos teníamos frente a frente y, según me dio a entender, también sería la última. ¿En qué puedo ayudarle?, dijo. Me presenté. La mujer se aproximó lentamente hacia mí. La mujer que nunca duerme, la dama sin sueño, la mujer insomne, enumeró, ¿cómo me llamará usted ahora? No pretendo llamarla de ninguna forma que no sea la correcta, dije, estoy aquí para verla, Maritza Colmenares. Ese es mi nombre, asintió, ahora responda, ¿qué desea aquí?
Más de veinte años atrás, Maritza vivía con su esposo y su hijo. El matrimonio era joven, pero habían sabido cómo prosperar contando con muy poco. Su hogar, en esa época, distaba mucho de la sobria bodega que es ahora. Una de las pocas fotografías que tiene de ellos revela a un hombre de frente ancha, cabellos largos y oscuros; el pequeño, de mirada inquieta, es un trasunto fiel de los rasgos del padre. Los dos sonríen, la única que mantiene un aire grave es Maritza. No soy bonita, dice, los bonitos nomás deberían tener derecho a sonreír.
A mediados de la década de los ochenta, Maritza se hallaba en Lima, resolviendo unas cuestiones inmobiliarias. El conflicto armado interno ya había estallado y el miedo bullía particularmente en provincias.
Ella conoció el horror de primera mano al volver a San Rómulo. La casa familiar se consumía en llamas. Incansablemente, los vecinos lucharon contra el siniestro, pero el fuego no dio tregua. Solo al día siguiente, Maritza pudo comprobar lo que hasta entonces sospechaba: su esposo y su hijo habían desaparecido.
Ella organizó a las víctimas en San Rómulo e hizo cuanto pudo por rastrear los cuerpos de los desaparecidos, mas no tuvo éxito. Se plantó delante de uno de los cuarteles que el ejército había establecido en la región, pero nadie se dignó en escucharla. Mejor que no te volvamos a ver por aquí, cholita, recuerda que le dijo un uniformado, nosotros no hablamos doble, avisada estas.
En Lima tuvo más lo mismo. Volvió a San Rómulo al cabo de unos meses, derrotada y sin dinero. Como de su hogar solo quedaban ruinas, se fue a vivir con unos parientes. Lloró largamente durante la primera noche de su retorno.
En un punto, el sueño la reclamó, pero algo en su interior se lo negó. No pudo dormir esa noche, ni las que le siguieron. Maritza estaba ante una puerta cerrada para siempre.
Siguió buscándolos, jamás dejó de hacerlo. Los años pasaron. Envejeció. Luchó por reconstruir su vida, pero noche tras noche, a pesar de sus esfuerzos, su mente parecía empeñada en devolverle los rostros que más había amado.
Me quedé con Maritza un par de horas más, durante las cuales atendió a varios clientes en la entrada de su casa, que hacía las veces de bodega de abarrotes. Después, recibimos el anochecer casi sin decirnos nada.
Hay instantes en la vida de uno, dijo, que hacen que el cuerpo se te vacíe de dolor y agotes por cada poro hasta lo último de él. Eso te vuelve alguien distinto. Te cambia la esencia. Bajo tu piel y detrás de tus huesos es como si naciera una nueva persona.
Quise decir una cosa, algo que fuera reconfortante, pero me limité al silencio y, por alguna razón, supe que era lo adecuado.
Antes de acostarme, pensé en mí mismo como uno de los seres más miserables de la tierra.
***
Hacia el final de mi estancia en San Rómulo tuve ocasión de entrevistarme con Juan Espinel, de quien decían algunos rondaba ya los doscientos años de edad; otros, en cambio, aseguraban que eran trescientos u otras cifras por completo irrisorias. En cualquier caso, la edad de este hombre es y será siempre un misterio.
El hogar de Juan Espinel se ubica en el centro de San Rómulo y es modesto salvo por la biblioteca, la cual es extensa e incluye títulos que van desde literatura hasta medicina natural.
Al poco rato de haberlo conocido Juan me confesó no ser inmortal, y luego rompió a reír, no en el sentido lato, aclaro, dijo, es más como si el tiempo a mi lado perdiera sus efectos y permaneciera como en una pausa indefinida.
Casi tan imperecible como su cuerpo era su memoria. Todo cuanto ve o escucha Juan queda registrado en su mente como en una de esas bóvedas de las que no se escapa ni el aire, ni la luz.
Yo estuve ahí cuando las primeras personas se establecieron aquí en San Rómulo, las provincias eran jóvenes y el corazón de los hombres se orientaba hacia el mismo camino, había entonces voluntades fuertes y nobles. No recuerdo si tuve padre o madre, mi existencia fue algo espontáneo, aparecí y ya. Como nadie tuvo la amabilidad de darme un nombre, yo me escogí uno, que curiosamente fue también el primero que escuché.
Ni siquiera Juan es capaz de explicar con sus propias palabras, la maravilla de su condición, lo que no quiere decir que no le haya sabido sacar provecho a lo largo de décadas.
Tan rápido como la primera escuela de San Rómulo fue levantada, me puse a estudiar para conseguir una plaza como profesor de historia. Sobra decir que la conseguí y aquel fue, por decirlo de una manera, uno de los días más memorables de todos mis años.
Pero tan pronto como distintas generaciones de abuelos, padres e hijos advirtieron que Juan no envejecía, el lugar donde vivía comenzó a recibir visitas de gente que buscaba consejos y ayuda, gente de cualquier edad, procedencia y condición. Todo el mundo quería escucharle y todo el mundo al despedirse de él afirmaba ser alguien distinto, como si su solo contacto imbuyera a los demás de un halo de conocimiento.
Más temprano que tarde, Juan adquirió un status de celebridad e incluso fue voceado como candidato a la alcaldía, a lo que él se negó rotundamente.
Me empezaron a llamar maestro, recuerda, la gente me estiraba la mano y se quitaba el sombrero al verme pasar. Ya no importaba si viviría para la eternidad o no, sino el sentido que le diera a mi vida.
Antes de partir, volví a verlo. Se encontraba absorto frente a su máquina de escribir, rodeado por columnas de papeles y de libros. Refirió que trabajaba en la historia de todo el pueblo, hasta la más mínima de las cosas de las que se tuviera constancia y que fuera meritoria de preservarse en un libro. El proyecto era ambicioso a todas luces, pero tal y como aseguró, contaba con el tiempo y los medios para llevarlo a cabo. Aquello era materia que de ninguna forma podía ser puesta en tela de juicio.
Me acompañó hasta los límites del pueblo y me estrechó la mano en señal de despedida. Adiós, mi buen amigo, le oí decir, sé que volveré a verlo pronto. Yo seguí andando hasta que di con una carretera y me trepé al primer transporte que pasó por ahí. San Rómulo desapareció tras una nube de tierra.
A mitad del camino recorrido fue cuando surgió la idea de esta historia. Fue Juan, el hombre inmortal, el que me regaló la idea de escribirla.
Autor: Starman