José Delgado Ruiz
Abogado en Derecho por la Universidad Carlos III de Madrid
Asistimos a un nuevo fenómeno, fruto del desarrollo de la sociedad y cada día más acusado, que se ha instalado especialmente en las grandes ciudades y núcleos urbanos de importancia: la soledad de las personas mayores, mujeres sobre todo, es dato hiriente por su alto índice de progresión. No es un problema inédito pero su magnitud actual y la influencia que despliega sobre el conjunto del tejido social hace que se despierten las alarmas y susciten reflexiones de preocupación.
identificamos la situación de dependencia con la suma de diversos factores entre los que destaca básicamente la edad como puerta de acceso, acompañada de alguna suerte de discapacidad que requiere la intervención de tercera persona en el desempeño de las tareas esenciales de la vida diaria. Pero para entender el verdadero alcance de esta realidad debemos poner el acento en la soledad del dependiente. La situación se agrava si falta cuidador, que termina ocasionando un mayor deterioro y precariedad de sus relaciones sociales. En consideración al apoyo recibido, cabría distinguir diversos estados e intensidades: desde su falta absoluta hasta quienes lo disfrutan a tiempo completo o sólo de forma ocasional.
- Diagnóstico y pronóstico: una aproximación
Resulta conveniente situar la dependencia en el contexto en que se produce, pues no se trata de constatar una soledad física (la persona desvalida desde su trinchera y frente a todos) sino de asumir que las condiciones en que el mayor se encuentra pueden generar un riesgo cierto. Es la condición necesaria, decisiva, que pone en pie el mecanismo de toda protección social. Porque se puede contar con edad avanzada y al mismo tiempo padecer enfermedad crónica, eventualmente necesitada de ayuda externa, pero lo que realmente justifica y da sentido a la tarea asistencial es la situación de soledad, entendida como ausencia de relación con los demás.
Existen diversas estadísticas que nos aproximan al problema de la soledad en los mayores y que evidencian el dato frío de su incremento imparable. Hay encuestas oficiales demostrativas de que uno de cada tres personas de dieciocho o más años experimenta sentimientos de soledad con porcentajes variables en su producción y frecuencia, siendo que el estado de ánimo comporta una base física innegable, más acusada en quienes superan los setenta y cinco años de edad, con salud más frágil y con mayor incidencia entre viudas y solteras. En este punto el aspecto de género, también aquí, se hace más acusado en las mujeres que terminan por padecerla de manera más numerosa e intensa. También hay datos que confirman que un tercio de la población con más de sesenta y cinco años vive sin ninguna clase de compañía, casi la mitad de ellos con su pareja y el resto con sus hijos, amigos o en instituciones. Si hablamos de personas de ochenta y más años, las cifras aumentan, respectivamente, hasta casi el cincuenta por ciento que residen solas, pero reduciendo hasta un tercio el nivel de los que conviven en pareja y con incremento de quienes pasan a cohabitar con sus hijos y en instituciones.
Las causas son igualmente variadas, y sin ser decisiva una u otra, la concurrencia de todas o alguna de ellas determina una situación preocupante y acreedora de toda atención. Para acercarnos a esta realidad debemos partir de la evolución de la sociedad y su institución básica, la familia; también de su transformación radical desde un modelo de cohesión con gran número de miembros a otras formas más abiertas y elásticas en su extensión y menos duraderas. Sin duda, junto al factor de estructura civil propiamente dicho, debe considerarse el urbanístico: las ciudades se han convertido en grandes urbes que concentran la actividad económica y acumulan servicios de toda clase, resultan impersonales y son difíciles de transitar. Las viviendas no respetan las limitaciones físicas y dificultan notoriamente la movilidad de las personas. Además, el transcurso y el peso de los años determinan que se permanezca durante más tiempo en el ámbito doméstico, desde donde se contempla la marcha lenta e inexorable de los restantes miembros de la familia.
Las consecuencias son fáciles de observar: a las dificultades físicas se unen procesos de depresión que en muchas ocasiones conducen al abandono y al riesgo. También a un encadenamiento de males de los que difícilmente se puede salir si no se cuenta con ayuda. Las noticias en prensa a menudo dan cuenta del hecho que por desgracia se asume como algo normalizado, que se muestra incapaz de remover nuestra conciencia. Es la fría estadística, regida por innumerables e innombrables indicadores demográficos, tasas y porcentajes asociados a la longevidad, al estado de salud y a la gran diversidad de características sociales. Evidentemente hay notables esfuerzos por resolver tan penoso drama. Al margen de las responsabilidades de todo orden en que pudieran incurrir los familiares y las instituciones, es cierto que desde los diversos sectores sociales se han hecho -y se están haciendo- esfuerzos decididos para evitar los siniestros que a la población mayor intimidan.
Es posible que la calidad de los centros asistenciales y la profesionalización del sector residencial haya experimentado con el paso del tiempo un buen ritmo de crecimiento. Incluso que la gestión de los recursos públicos, administrados de forma directa o en régimen de estrategia concurrente en programas de atención sobre los aspectos más directos y urgentes (ocio, cultura, ayudas en viviendas etc.), determine que el gran problema de la soledad se haya mitigado en buena medida mediante una política de atención domiciliaria cada vez más expansiva. Pero se corre el riesgo de que, lejos de afrontar relaciones deficitarias, se venga a parchear una cuestión de difícil remedio. Es la soledad un fenómeno que se combate con recursos materiales pero sobre todo con aportación humana porque el elemento afectivo se presenta básico en su composición. Y siendo que ocupa un puesto clave en la determinación de la dependencia, como concepto y prestación social, entendemos que constituye tarea prioritaria la ordenación de recursos al mismo nivel que la calificación de las diversas realidades susceptibles de protección con referencia precisa a los planes asistenciales y programas específicos.
En suma, la cooperación se impone entre las instituciones y la sociedad entera mediante una actitud de compromiso y participación integradas en el empeño de hacer de la situación de dependencia no un planteamiento de mera tutela sino un verdadero derecho subjetivo capaz de ser exigido.
- Realidad y anhelo: hay camino.
Día a día observamos cómo a menudo los grandes problemas se resuelven por simples detalles. El gran trauma social que representa la asistencia a personas mayores podría tener remedio si se abordara la soledad como una de sus principales causas. Los datos -la estadística, una vez más- no dejan de asombrar. Y la cuestión no es preguntarse qué hacer ante este cruel panorama, sino tener la valentía de reflexionar acerca de cómo hemos sido capaces de consentir tan desalentador escenario. La muerte en soledad de los mayores constituye un aguijonazo en la conciencia de todos nosotros. Y no deben recibirse estas palabras como un mensaje con moralina sino como evidencia que nos impulse a proponer respuestas eficaces.
No se concibe que un modelo social, que aprieta y condensa la población en reducidos espacios físicos, abra una distancia emocional y afectiva entre sus miembros, a menudo insalvable. Ese es un dato que debe llevarnos a la preocupación pero también a la reflexión y a la crítica. Vemos la importancia que entraña la figura del cuidador, primero del informal más próximo y desinteresado; después, para los casos más graves, obligado es referirnos a la persona de los profesionales del sector. Pues bien, sólo con fomentar este aspecto el problema de la soledad comenzaría a ver la luz. Tal actitud supone cambiar de modelo entendiendo que la mera presencia -o mejor, la simple disposición- representa una pieza esencial en la adopción de medidas. Primero constatando la situación de soledad forzosa como expresión de un estado de riesgo que inevitablemente llegará a convertirse en siniestro. La experiencia cotidiana así lo puede confirmar sin necesidad de acudir a más fuentes y detalles.
Sin duda, privar al anciano de su capacidad de decisión es duro; hay situaciones de soledad muy difíciles de gestionar; pero para ello debe trascenderse el ámbito de lo estrictamente particular y contar con la asistencia debida y el apoyo especializado. Mucho se ha avanzado en el régimen legal de la incapacitación y la voluntad obstinada de quien se pone en peligro de forma voluntaria y que afortunadamente se ha podido sustituir por el criterio técnico de profesionales de la conducta y, cómo no, con el esmero de jueces y fiscalía. Es importante destacar el papel de los tribunales en el reforzamiento de derechos emergentes y en el progreso de las instituciones jurídicas; así nos lo recuerda la regla según la cual el juez es intérprete de la justicia, que cita santo Tomás de Aquino en la Summa Theologiae y que los distintos textos legales recogen cuando establecen la función complementadora de la jurisprudencia en el sistema de fuentes del Derecho.
Pero todavía no hemos llegado a un punto de equilibrio satisfactorio que venga a introducirse en la médula del problema, allí donde todo es apariencia. Porque la soledad sólo es síntoma de una enfermedad que se cura con la debida asistencia; y para ello debe anticiparse el remedio en lugar de esperar a que de forma inexorable y repentina llegue el resultado dañoso.
Por mucho que se reitere, la desgracia no puede convertir en común un hecho de naturaleza extraordinaria. Cuando un dato produce estragos en la población y sus costes sociales se incrementan año tras año se debe actuar sin pereza alguna. Y ello porque no es tanto reconocer que hay un problema de mero comportamiento o de falta de afecto sino porque está en juego la integridad del vulnerable; en este punto resultaría hipócrita desviar la atención pensando que el dato de la soledad en las personas mayores no es más que un reflejo de su libertad individual e incluso asociarlo al ejercicio del derecho fundamental a la libertad de residencia o cualquier otro aproximado. Ello sólo daría cuenta del grado de perversión y ridículo al que la moral social puede llegar, sobre todo cuando hay fundados argumentos para pensar que tan constitucional postura puede colisionar con el derecho más preciado, el de la vida o el de la integridad física o moral.
No se trata de hacer el milagro de convertir el círculo en cuadrado o lo blanco en negro. Pero como venimos sosteniendo, sí cabe hacer un esfuerzo en la mentalidad dominante y pensar que lo que hoy es un lastre puede alcanzar mañana la virtud de ser tratado como un ejemplo a proteger sin oponer pretexto o reparo algunos. Una carga odiosa sería si nos empeñamos en una dinámica imposible: si el valor dominante es la utilidad, difícilmente podremos aportar soluciones honestas o coherentes; si lo que se impone es un hábitat agresivo que impide o limita los desplazamientos y nos condena al confinamiento, tampoco podremos desembarazarnos de la carga que representa la ausencia de relación. En definitiva, estaremos asistiendo a un paisaje que pierde color y se desdibuja de sus contornos hasta llegar al apagado total.
Y no es tanto advertir el desgaste físico que comporta un estado de soledad, forzado o no, sino lo que el mismo puede acarrear. Antes nos hemos referido al riesgo objetivo; pero más grave aún es el abandono y los daños que generalmente produce. En estos casos no cabe otra solución que la asistencia directa y presencial. Aunque son tiempos en que se viene imponiendo el factor telemático, hay ámbitos en que el calor y el color de lo presencial no tiene alternativa posible; por ello no es suficiente tener una dotación prevista de medios ni vale acudir a supuestos de excepción que generalmente son episódicos u ocasionales: se trata de primar el contacto personal en detrimento de fórmulas que a menudo se convierten en un remedio con que sofocar la mala conciencia.
No basta ordenar sobre el papel recursos si antes no hemos efectuado una detallada evaluación de riesgos. Cuando a una primavera seca sigue un verano con altas temperaturas, cabe anticipar la consecuencia: la combinación de factores conducirá a lo inevitable. De igual modo, ya sabemos a qué escenario apunta el concurso de la edad y la discapacidad cuando se prende la chispa de la ausencia de afecto que por lo común cristaliza en la soledad, sin olvidar el destacado componente de género que actúa con mayor incidencia en las mujeres. Imaginarlo es tarea sencilla; lo complejo es no tanto formular o arbitrar propuestas sino hacerlas efectivas y viables. Y en este punto es oportuno remitirse al principio de buena fe como obligada guía para el ejercicio de derechos en el marco de toda relación humana.
Ni el desarrollo del sector asistencial con mejores centros y profesionales ni la persistencia de políticas especializadas han venido en los últimos años a cambiar de forma radical la situación de los mayores. Los intereses cruzados de los distintos agentes, públicos y privados, terminan a menudo por impedir un verdadero progreso en el bienestar de esta cualificada población. Aún así, todavía estamos a tiempo; siempre es conveniente mostrar nuestra cara más amable para afrontar los problemas cronificados o de difícil respuesta. También en momentos de incertidumbre y quebranto.
Diciembre de 2020
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