Gonzalo Gamio Gehri
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
1.- Una ética cívica para tiempos de crisis.
Muy a menudo los ciudadanos nos situamos en un incómodo círculo vicioso. El ciudadano no quiere participar de la vida pública porque considera que la política es sucia; No obstante, resulta sensato pensar que la política permanece sucia precisamente porque los ciudadanos no intervenimos en la escena política[1]. Mi apatía cívica deja espacios de poder que finalmente ocuparán políticos de oficio, muchos de ellos irresponsables e inescrupulosos. Esta idea aparece desde muy antiguo en la filosofía política griega: Platón sostiene en La República que las personas de bien deben actuar políticamente para evitar la descomposición de la pólis. Si ellas renuncian al ejercicio del poder sufrirán un doloroso castigo. “El castigo mayor”, asevera Platón, “es ser gobernado por otro más perverso cuando no quiera él gobernar: y es por temor a este castigo por lo que se me figura a mí que gobiernan, cuando gobiernan, los hombres de bien”[2].
Si no participas del ejercicio del poder, funcionarios cuestionados lo harán, indica Platón. Asevera que actuar políticamente constituye un deber que permite conjurar un terrible mal. Sus reflexiones conducirán más adelante –en particular con Cicerón-, a un tipo de pensamiento que se ha denominado “republicanismo”[3], una importante perspectiva teórico-política que yo describiría como una ética cívica. Considero que la lección desarrollada por Platón es importante, y debe asumir otras vías de pensamiento y de práctica política (es sabido que ni Aristóteles ni Cicerón propusieron para una ciudad saludable y bien estructurada el gobierno del Filósofo-Rey). Si no actuamos como ciudadanos comprometidos con nuestro entorno institucional y social ponemos en serio riesgo nuestra vida común. La buena marcha de la cosa pública es nuestra responsabilidad, no solamente es un asunto que atañe a aquellas personas que ejercen la función pública en nuestro nombre.
En el Perú no es ninguna novedad que se cuestione la conducta de los políticos de oficio. Hace menos de dos meses una mayoría de parlamentarios destituyeron al Presidente de la República, recurriendo a una figura legal controvertida y contraviniendo el punto de vista del grueso de la ciudadanía en una situación de crisis sanitaria y a poco tiempo de las elecciones generales. Pusieron en Palacio de Gobierno a un personaje sin habilidades ni preparación que convocó al sector más conservador del país –un grupo de extrema derecha religiosa y política que jamás habría ganado una elección- para conformar un gabinete ministerial. La juventud tuvo que movilizarse para protestar en las calles; estas manifestaciones consiguieron que Merino renunciara al cargo. No obstante, quienes se coludieron para vacar a Martín Vizcarra no han abandonado su plan de desestabilizar al Poder Ejecutivo, ahora dirigido por Francisco Sagasti. Saben que no cuentan con el apoyo de los ciudadanos, pero se han propuesto imponer su agenda, organizada a partir de intereses de facción. Los peruanos nos preguntamos qué podemos hacer para revertir esta clase de acciones que inevitablemente minan el sistema democrático.
2.- El cuidado de la ciudadanía. Acción política, esfera pública y poder cívico.
El ejercicio de la vida pública no es un privilegio de la “clase política”. Los ciudadanos somos agentes políticos, personas capaces de deliberar y coordinar acciones para lograr metas comunes. Un enfoque liberal pone énfasis en la sola condición de ser titular de derechos universales; por supuesto, el ciudadano es un sujeto de derechos. Pero también es un actor directo en el ejercicio del poder. Asumir la condición de agente político es materia de elección, no se trata de un rol social que simplemente heredamos de nuestros ancestros o que esté implícito en las costumbres de nuestra sociedad; es fruto de una decisión libre. El compromiso cívico requiere de un sentido fuerte de comunidad, un conocimiento de la ley y de la historia nacional, así como el cuidado de los valores públicos que sostienen un régimen democrático (el cuidado de las libertades, la igualdad civil, la justicia, el pluralismo).
La acción política está estrechamente ligada al ejercicio del poder. En la tradición política occidental contamos con dos concepciones de poder. La primera tiene a Maquiavelo como su principal protagonista. Para este autor el poder es básicamente la “capacidad de hacer”[4]. Los actores políticos son seres capaces de producir estados cosas o situaciones a voluntad y sin la interferencia de otros. Ese concepto de poder conduce a una idea de política que suele definirse como el arte (es decir, la “técnica”) de conseguir y preservar el poder (entendido por lo general en términos de gobierno) con un mínimo de restricciones.
Esta concepción moderna de poder suele incurrir en cierto fetichismo, en la medida en que tiende a cosificar esta capacidad de hacer y producir escenarios sociales. Se le pretende “medir” en tanto es posible “acumular”, “dividir” o “perder” poder. Se trata de una realidad casi “tangible” que puede ser estudiada desde los criterios de una ciencia cuasi mecánica de la conducta. En la perspectiva de la llamada Realpolitik, el poder concebido de esta manera constituye la “realidad última” de lo político. Tanto para la derecha conservadora como para la izquierda radical, salvo ese poder, todo es ilusión.
La segunda concepción es considerablemente más antigua, en tanto nos remite al ethos de los griegos y de los romanos. Hannah Arendt es su portavoz contemporáneo. El poder es fundamentalmente una potencia cívica: es “la capacidad de actuar en concierto”[5]. El poder es algo que acontece cuando las personas se reúnen para deliberar juntos y elegir emprender un curso de acción común. Cuando discutimos en público con miras a arribar a consensos, a entender nuestros desacuerdos, a diseñar las reglas de la vida común o a tomar decisiones entre nosotros, estamos ejerciendo poder. El poder surge en medio del espacio público en el que los ciudadanos se comunican entre sí a través del uso de argumentos en un marco de igualdad y de pluralidad. El cuidado del poder cívico es inseparable de la acción política; de hecho, aquel poder constituye su bien intrínseco.
En términos de la ética cívica no existe poder sin espacios plurales compartidos. En la medida en que la agencia política se reduce a una “élite” de autoridades -desdibujándose así la condición misma de ciudadano-, la visión clásica del poder se degrada hasta convertirse en la segunda, vale decir, en la visión moderna. El poder se transforma así en objeto de posesión, en una suerte de “recurso” que puede concentrarse en pocas manos. Puede entonces “incrementarse” o “fracturarse”; por lo tanto, ya es posible describir sus fluctuaciones desde el lenguaje de lo que es cuantitativamente mayor o menor. En el caso del poder cívico, por el contrario, éste solamente puede “perderse” si se estrechan o se suprimen los espacios de deliberación pública, los escenarios comunes en los que el poder se hace manifiesto y se cultiva en medio de ciudadanos que actúan juntos.
Solo cuando el concepto de poder se ha cosificado y metamorfoseado en un “recurso” susceptible de ser medido es que fórmulas sobre la concentración de poder como la expresada por Lord John Ancton, el célebre liberal católico, se tienen por verdaderas. “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente” es una expresión verdadera exclusivamente en el esquema de la concepción moderna, proyectada desde el vocabulario de la relación sujeto-cosa. En contraste, la perspectiva clásica –desarrollada especialmente por Esquilo y por Aristóteles- el poder emerge en la acción compartida; no es estrictamente “tuyo” ni “mío”; el poder se despliega en el ejercicio de la palabra y de la práxis de un nosotros en el espacio público.
Sin embargo, a pesar de la fascinación que ejerce sobre nosotros el pensamiento antiguo sobre lo público, el mundo político que habitamos no responde a las características de la Atenas clásica. Si queremos recuperar para el presente ciertos elementos esenciales del poder cívico, tenemos que examinar con rigor los rasgos distintivos de la institucionalidad política en la modernidad tardía. Nuestros espacios públicos ya no son más parte del ágora. Nuestra esfera pública -producto de la modernidad- constituye un conjunto de escenarios diferenciados cuya naturaleza política debemos discutir, ya que se trata de ámbitos para la participación de los ciudadanos. Dos lugares específicos configuran la esfera pública: el sistema político y las instituciones de la sociedad civil.
El sistema político está constituido por el Estado – el sistema de normas e instituciones que regulan y organizan la vida social-, así como por los partidos políticos. El ciudadano interviene aquí ejerciendo su derecho a elegir y a ser elegido. Este es el terreno de la representación política. A través del sufragio el ciudadano expresa su voluntad o ejerce la función pública en nombre de sus electores. Los partidos son organizaciones formadas alrededor de una doctrina o visión de la sociedad (una “ideología”) cuyo ideario buscan cristalizar desde la acción gubernamental o la labor legislativa. Los partidos designan a sus candidatos como potenciales conductores del Estado. Como ha sido demostrado a lo largo de dos décadas de investigación politológica, en el Perú no contamos con auténticos partidos políticos, sino con episódicas alianzas electorales o con franquicias con una presencia fugaz en la arena pública. Hace tiempo que tales organizaciones no producen discusión doctrinal en sus fueros: nuestra escena política es un árido desierto de ideas.
La sociedad civil constituye un conjunto de instituciones que median entre la sociedad y el sistema político, un entramado de asociaciones que se revelan como foros de discusión cívica sobre asuntos de interés común y lugares de formación de opinión pública. Los ciudadanos independientes deliberan juntos con el propósito de incorporar temas en la agenda política y se movilizan para desplegar formas de control democrático y vigilancia comunitaria. Universidades, colegios profesionales, organizaciones no gubernamentales, iglesias y sindicatos, entre otras instituciones, pertenecen a la sociedad civil. Este es el terreno de la participación ciudadana directa. Así como una democracia liberal bien estructurada y saludable requiere de partidos políticos sólidos, también necesita de una sociedad civil fuerte.
Los ciudadanos tenemos la responsabilidad de robustecer nuestras instituciones sociales y políticas. Nuestras instituciones se han visto seriamente vulneradas por repetidos regímenes autoritarios y por políticos inescrupulosos que han hecho de la corrupción y del populismo prácticas habituales al interior de nuestro frágil sistema político. En solo una semana del mes de noviembre tuvimos tres presidentes de la República. Esa precariedad institucional nos dejó en una grave situación política en plena pandemia, circunstancia que propició que instituciones internacionales de evaluación financiera calificaran nuestro sistema económico como “inseguro” para la inversión privada y para la obtención de créditos. Los reiterados esfuerzos de los peruanos de a pie por combatir el riesgo de contagio y el desempleo fueron simplemente anulados por una “clase política” que no dudó ni un instante en sumergirnos en una nueva crisis a cambio de obtener réditos políticos o ventajas económicas para sus agrupaciones. Esta actitud no ha cambiado en absoluto. Este difícil predicamento solo podrá revertirse si los ciudadanos nos decidimos a actuar como agentes políticos en la esfera pública.
3.- La participación política ¿Es un derecho o un deber?
Vivimos días de una gran preocupación. La mayoría de las bancadas en el Congreso de la República estuvieron comprometidas con la cuestionada vacancia de Martín Vizcarra, y no parecen haber aprendido la lección que impartió la Generación del Bicentenario. Estas bancadas parecen dispuestas a sumir nuevamente al país en una situación de vacío de poder e inestabilidad política. Algunos de estos grupos políticos golpistas están involucrados en investigaciones judiciales que podrían sindicarlos como organizaciones delictivas. Urge una renovación de la “clase política”, hoy en franca descomposición. Los jóvenes que se movilizaron el pasado noviembre se preguntan si es momento de tomar las calles una vez más.
Salir a las calles a expresar pacíficamente un punto de vista –por ejemplo, protestar contra una aventura autoritaria como la que dirigió Manuel Merino- constituye una manifestación genuina de acción política. No obstante, no es suficiente como proyecto ciudadano. Me explico. Lo que ha logrado la Generación del Bicentenario es sin duda admirable: los jóvenes consiguieron que Merino y sus colegas abandonen los lugares que ocuparon en el Poder Ejecutivo luego de vacar aceleradamente a Vizcarra. Los jóvenes echaron a los usurpadores. Quienes saludamos esta hazaña democrática abrigamos la esperanza de que estas movilizaciones se traduzcan en una participación sostenida en la esfera pública, ya sea desde la sociedad civil o desde el sistema político.
La vigencia del sistema de derechos y la observancia de los procedimientos democráticos se sostienen en la disposición de los ciudadanos a intervenir en la vida pública con el fin de tomar decisiones en común, para discutir programas de acción y generar formas de vigilancia política. Sin ese ethos, los principios, reglas e instituciones que estructuran el Estado constitucional de derecho perderían una de sus fuentes básicas de legitimidad espiritual, para decirlo en términos hegelianos. Que los ciudadanos salgan a las calles a defender el orden democrático pone de manifiesto un compromiso riguroso con su sistema normativo e institucional. En tiempos de crisis este vínculo social y político tiene una singular significación.
La participación política constituye un rasgo crucial de la práctica de la ciudadanía. No obstante, es preciso sostener que, en principio, la intervención en la vida pública es expresión de un derecho, no de una obligación. Con toda la relevancia que entraña la vita activa para la buena salud de las democracias liberales –como he argumentado aquí- no podemos negar el hecho de que las personas tienen el derecho de abstenerse de actuar en la esfera pública, e incluso están en libertad de comportarse como individuos políticamente indiferentes[6]. Pueden valorar el trabajo como la actividad más importante de sus vidas en tanto vehículos de libertad y de plenitud y ubicarse en los márgenes de la vida política. Los seguidores del republicanismo en su versión clásica pueden sentirse decepcionados frente a la deserción de las personas de la esfera pública, pero esta actitud políticamente fría hace explícita una opción posible para los agentes que debemos respetar.
La apatía política constituye una alternativa para la vida del individuo. Lo admito de mala gana. Se trata de una actitud que puede ser asumida libremente, que está protegida obviamente por el sistema de derechos, y es correcto que así sea. Sin embargo, creo que para esclarecer el valor de la participación política tenemos que ir más allá del ámbito de “lo correcto” para situarnos en el tema de lo que es potencialmente bueno y mejor para llevar una vida razonable. Me refiero a la cuestión de la vida buena que, como se sabe, trasciende el ámbito de las obligaciones legales. Voy a desarrollar brevemente dos argumentos (estrechamente vinculados entre sí) con la finalidad de examinar las peculiaridades de la participación política como un derecho. Quiero mostrar que una democracia liberal necesita que un sector importante de ciudadanos esté políticamente comprometido.
Mi primer argumento retoma el juicio de Platón que cité al inicio de este ensayo, así como la alusión al círculo vicioso que enfrenta el ciudadano hoy. Tienes derecho a decidir no comprometerte con la acción política, pero tu decisión entraña riesgos que es preciso ponderar con rigor. El mayor de estos peligros es que los peores individuos sean quienes tomen decisiones por ti e incluso ejerzan el gobierno en tu lugar. Si se cierran los espacios de poder cívico la consecuencia de ello consiste en que los márgenes de la libertad de los ciudadanos se estrechan, propiciando la emergencia de políticas autoritarias que silenciosamente limitarán tus derechos. Tocqueville advirtió hace mucho tiempo que, si restringimos nuestra acción política al exclusivo acto de votar, nos comportamos como meros espectadores del teatro de la política. Nuestros representantes darán forma a las leyes y a las políticas públicas que tendrán impacto en la vida de todos, sin el concurso de nuestro discernimiento[7]. Actuamos como súbditos, no como ciudadanos.
Mi segundo argumento tiene que ver con la no autosuficiencia del sistema de derechos. Si los ciudadanos no salen a defender las bases del Estado constitucional de derecho éste puede colapsar ante alguna aventura autoritaria bien organizada. La acción política fundada en lealtad a una cultura política democrática resulta esencial para sostener el orden constitucional. Aquí voy a proyectar el razonamiento que desarrolla Tzvetan Todorov sobre el “derecho a la memoria” hacia el derecho a la participación política. Se trata básicamente de un derecho, pero en situaciones específicas –situaciones de conflicto- constituye un deber. Cuando los principios y las instituciones de la democracia liberal corren serio peligro, la indiferencia política es un lujo que no nos podemos permitir. Tenemos derecho a apreciar con mayor intensidad otras actividades (el trabajo, la creación artística, la vida religiosa, entre otras) por sobre el cultivo de la política, pero en circunstancias críticas en las que las libertades y la justicia están en riesgo, la sociedad necesitará de la acción de sus ciudadanos. Y habrá que estar a la altura de dicha prueba.
La participación cívica constituye uno de esos bienes que siendo materia de derechos pueden convertirse – de acuerdo con las exigencias de una situación compleja- en un deber. Hablamos del ejercicio público de una libertad cuya razón de ser consiste en sostener las bases del sistema institucional que hace posible la vigencia de las demás libertades individuales. De hecho, la acción política encarna una figura de la libertad única en su género: nos remite a la experiencia de la construcción de un mundo común a partir del proceso de deliberación y práxis. Se trata de una libertad que produce y preserva una forma de vida comunitaria, una poderosa héxis que se actualiza cada vez que nos dirigimos a otros agentes en el espacio común y decimos nosotros.
[1] He discutido esta contradicción existencial desde los años noventa; creo que este tema atraviesa buena parte de lo que he escrito desde entonces. Véase Gamio, Gonzalo «Explorando la democracia. Filosofía, liberalismo y ciudadanía» publicado en Santuc, Vicente, Gamio, Gonzalo y Chamberlain, Francisco Democracia, sociedad civil y solidaridad Lima, CEP 1999 pp. 145-162.
[2] Rep. 347b.
[3] En el Perú quien ha investigado con mayor profundidad este punto de vista es el profesor Alessandro Caviglia, quien enfoca estos ideales en clave kantiana.
[4] Véase en particular los capítulos VI-IX de El príncipe.
[5] Cfr. Arendt, Hannah La condición humana Madrid, Seix Barral 1976 cap. V.
[6] Shklar, Judith N. “Justicia y ciudadanía” en: Affichard, Joelle y Jean-Baptiste de Foucauld Pluralismo y equidad. La justicia en las democracias Buenos Aires, Nueva Visión 1997 pp. 77-90.
[7] Véase sobre este punto Tocqueville, Alexis de, La democracia en América, Madrid, Guadarrama 1969 p.259 y ss.