Gonzalo Gamio Gehri
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como investigaciones acerca de temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
1.-Pluralismo ético y derechos humanos. Reflexiones sobre el caso de Salman Rushdie[1].
Es terrible que un escritor resulte gravemente herido a causa de sus ideas. En 1989, una fatwa condenatoria había sido emitida contra el escritor británico de origen indio Salman Rushdie. El edicto del Ayatolá exigía la ejecución del novelista, considerado blasfemo y apóstata; algunos pasajes de su obra Los versos satánicos fueron sindicados como agraviantes contra la religión musulmana. Incluso se puso precio a su cabeza. Por muchos años Rushdie tuvo que vivir protegido e incluso oculto por temor a ser asesinado. El último viernes fue víctima de un atentado que estuvo a punto de provocarle la muerte. Un joven extremista hirió gravemente a Rushdie antes de que el narrador pronunciara una conferencia en la ciudad de Nueva York.
El ataque contra Rushdie ha puesto nuevamente sobre el tapete la cuestión del ejercicio de la libertad de pensamiento como un derecho humano que es preciso defender sin restricciones. En las democracias liberales, los ciudadanos pueden construir, expresar e intercambiar ideas sin sufrir perjuicio por ello. Una persona puede abandonar un sistema de creencias particular –sea este religioso o de carácter secular- para abrazar otra forma de pensar y de vivir, sin que esa decisión la exponga a la violencia o incluso a una muerte prematura. Como asevera John Rawls, en una democracia liberal las autoridades religiosas pueden expulsar a los herejes de una comunidad de fe, pero no pueden condenarlos a la hoguera como en los tiempos de la inquisición[2]. La idea de que las personas son titulares de derechos universales inalienables constituye el fundamento firme de una sociedad libre y justa.
Está claro que ciertas ideas pueden ser percibidas como ofensivas para una determinada comunidad de creyentes. Las personas que se consideran agraviadas pueden examinar y someter a crítica tales ideas en diversos espacios, incluyendo las universidades, los templos y otros foros ciudadanos. Incluso pueden someter a los tribunales el escrutinio de aquellas expresiones que interpretan como una falta de respeto, si es que existe una justificación legal para proceder de esa manera. Existen canales establecidos por los sistemas de justicia de las democracias para denunciar cualquier clase de ofensa. Lo que resulta absolutamente repudiable es promover el asesinato del autor de los presuntos agravios en nombre de una doctrina que no admite discusión ni revisión crítica. La cultura de los derechos humanos consagra la libertad de pensamiento como uno de sus bienes fundamentales, de modo que esa libertad no pueda verse limitada por las exigencias de una ortodoxia ideológica.
Los intelectuales cuestionan distintas configuraciones del poder. Su trabajo consiste en examinar críticamente los discursos y las prácticas que pretenden convertirse en “sentidos comunes” en un grupo social. Los ideólogos y las autoridades religiosas de comunidades cerradas anhelan que sus convicciones sean asumidas como “certezas” por quienes los sigan. Los pensadores y los escritores persiguen provocar el movimiento inverso. Tratan de socavar los dogmas y plantear preguntas importantes. Sus contribuciones se proponen producir una metánoia, a saber, una transformación en el modo de pensar y de sentir. Aquellos” sentidos comunes” pierden sus cimientos, abriéndose las puertas a nuevas ideas y valores. Los partidarios de la orthé dóxa ven con preocupación esta clase de conmoción espiritual. Si la crítica es formulada con ironía e irreverencia, la reacción de los defensores de las tradiciones puede ser aún más visceral y violenta.
Algunos analistas consideran que el problema de los crímenes de odio reside en el discurso mismo de las religiones. Están en un error. Las confesiones no son intrínsecamente violentas. El islam es una religión que predica el amor y la misericordia como principios centrales en el desarrollo de las relaciones humanas. En los reinos de Al-Andalus, en la España medieval, se practicaba la tolerancia religiosa; de hecho, en el mundo musulmán surgieron las primeras universidades y se discutieron los cimientos del pensamiento griego. El problema es el integrismo, una actitud existencial respecto de las creencias propias y ajenas fundada en el dogmatismo y en el desprecio de quienes piensan y viven de otra manera. Para el integrismo la tolerancia y la democracia son raquíticos modos de ser. La condenable disposición a recurrir a la violencia como un método para asegurar la “pureza” doctrinal no es privilegio de un único credo. Todo sistema de creencias corre el riesgo de caer en manos de los fanáticos. Esto ha sucedido con diferentes versiones del cristianismo y también con numerosas ideologías políticas irreligiosas. Los campos de concentración nazis y el Gulag soviético constituyen la prueba de que existe el integrismo secular.
La cultura de los derechos humanos está comprometida con el pluralismo, la actitud consistente en el reconocimiento de que existen múltiples formas de concebir y vivir una vida humana plena y sensata. Como advierte Isaiah Berlin, “la diversidad es la esencia de la raza humana y no una circunstancia pasajera”[3]. Estas formas de pensar pueden –y deben- ser examinadas y discutidas en los espacios públicos en un marco de simetría y de apertura al intercambio de razones. Se trata de reivindicar el derecho de cada ciudadano a pensar libremente y a comunicar sus ideas –cualesquiera que estas sean- sin que estas prácticas sean reprimidas por quienes suponen que solo existe una única forma de llevar una vida con sentido. El respeto por la diversidad no es negociable; constituye un principio ético irrenunciable. Debemos aspirar a forjar un mundo en el que las personas que piensan distinto sean interlocutores válidos en el proceso de la conversación interhumana y no enemigos que destruir.
2.- Una batalla ética y espiritual por el cultivo del pluralismo. Integrismo e identidades comunitarias.
La apertura hacia la diversidad requiere del ejercicio de una actitud falibilista, para utilizar una expresión cara al pragmatismo que el recordado Richard J. Bernstein ha recogido en su obra. Por “falibilismo” se entiende aquella disposición que plantea que en el debate los agentes debemos estar prestos a defender los propios argumentos en la medida en que contemos con buenas razones que mostrar y examinar en espacios compartidos, pero debemos tener la lucidez y el coraje para cambiar de puntos de vista si las razones se agotan en el proceso[4]. El falibilismo se evidencia como una virtud conversacional que educa el juicio y el carácter en la fragua del pluralismo.
El cultivo del falibilismo constituye un hábito democrático saludable, una manifestación notable del ejercicio de la libertad. No obstante, colisiona con una visión integrista, que considera –como se ha señalado supra– que ciertas concepciones del mundo y la vida son absolutas e incorregibles, de modo que los agentes que formulan cuestionamientos y cambios en sus doctrinas se convierten en enemigos de sus comunidades originarias, al punto que -según este retorcido punto de vista-, denigran su propia identidad. Solo así puede entenderse que acusen a Rushdie, quien hace mucho tiempo se distanció de cualquier creencia religiosa, de ser un blasfemo. Solo podría cometer blasfemia quien se reconoce creyente y vulnera de palabra u obra las normas que estructuran su credo y rigen en su comunidad espiritual. A juicio del integrismo, las personas que escogen la senda de la apostasía y de la heterodoxia desafían la matriz más honda de su ipseidad y se convierten en traidores.
Esta actitud cerrada ante el discernimiento y la libertad se funda en una concepción errónea de la identidad. Siguiendo aquí el vívido retrato elaborado por Amartya K. Sen, el integrismo presupone que la identidad es monolítica y rígida, y que está a priori definida en términos de la exclusiva pertenencia cultural y de la militancia religiosa; a su juicio, estas dos filiaciones ofrecen un inescrutable trasfondo doctrinal que rige sobre todos los asuntos de la vida, tanto en la vida privada como en la esfera pública. Del mismo modo, esta visión del mundo impone a sus suscriptores un conjunto de propósitos prácticos, que se manifiestan como una suerte de “misión existencial” que se revela como no revisable ni susceptible de corrección. Si por alguna razón los creyentes se desvían o eluden esa misión, inexorablemente denigran aquella imagen y se revelan como sujetos indignos frente a sus camaradas y autoridades. Sen describe el ideario integrista como “la ilusión del destino”, un punto de vista que socava poderosamente la capacidad de discernimiento de los individuos[5].
Sen argumenta que una forma acertada de combatir el integrismo consiste en saber reconocer que nuestras identidades cuentan con una diversidad de fuentes, ellas no son unitarias ni admiten a priori la supremacía de una de sus facetas. No solo la cultura y la religión constituyen factores identitarios relevantes; imponerlos por la fuerza vulnera nuestra condición de agentes y mutila nuestras elecciones[6]. La residencia, la pertenencia comunitaria, el sexo, el género, las vocaciones personales, el oficio, las ideas filosóficas, las convicciones políticas, etc., son también elementos cruciales de nuestro sentido del yo. La jerarquía y el valor de cada una de estas facetas en la composición de la narrativa de vida dependen del proceso de discernimiento que cada cual pueda desplegar ante sí mismo y ante otros. Se trata de un acto de libertad que a la vez pondera las situaciones que afrontamos en el curso de nuestra existencia. El escritor franco-libanés Amin Maalouf ha desarrollado con agudeza esta compleja dialéctica entre reflexión y circunstancias conflictivas.
“No todas estas pertenencias tienen, claro está, la misma importancia, o al menos no la tienen simultáneamente.
Pero ninguna de ellas carece por completo de valor. Son los elementos constitutivos de la personalidad, casi
diríamos que los “genes del alma”, siempre que precisemos que en su mayoría no son innatos.
Aunque cada uno de esos elementos está presente en gran número de individuos, nunca se da la misma
combinación en dos personas distintas, y es justamente ahí donde reside la riqueza de cada uno, su valor
personal, lo que hace que cada ser humano sea singular y potencialmente insustituible”[7].
De modo que, en el fenómeno de la construcción de la identidad, cada uno tiene la última palabra respecto de la significación de diferentes factores ético-narrativos. Ningún líder o autoridad –sea religiosa, política o de otro origen- puede saltarse la potestad exclusiva de cada persona de tomar decisiones sobre su proyecto de vida. El logro de esa clase de acción libre, que suele caracterizarse como “razón práctica” o “agencia”, ciertamente constituye una conquista de las comunidades políticas libres, pero no es en absoluto un rasgo exclusivo de occidente. En efecto, Sen, Maalouf y otros han evocado el ejemplo de Akbar, Saladino y otros personajes históricos que han promovido la libertad de pensamiento en otras zonas del mundo. El autorreflexión no es privilegio de una forma de vida en particular.
No cabe duda que estos argumentos se formulan y se ponen a prueba en el horizonte de una discusión sobre la idea de pluralismo. En la revisión filosófica de esta categoría, tenemos ante los ojos, en primer lugar, la propuesta de John Rawls acerca de un “pluralismo razonable” como una condición básica de las sociedades liberales. Esta propuesta política alude a la tesis según la cual una sociedad moderna y compleja está habitada de facto por una diversidad de “doctrinas comprensivas” –relatos morales, religiosos o cosmovisionales- que compiten por nuestra adhesión. Las comunidades que las enarbolan son conscientes que deben aceptar que habrán de coexistir (y eventualmente colaborar) con organizaciones que ostenten otros credos en un marco de respeto. Las doctrinas comprensivas reconocen sus propios límites en nuestro régimen político y se someten al imperio de la ley[8]. En una democracia liberal no existe una visión religiosa o cultural que el Estado abrace como “oficial”. Cada ciudadano elige qué doctrina suscribe de acuerdo a sus propias razones y convicciones. Los temas vinculados a la fe y a la visión del mundo no se discuten en el Estado, sino al interior de la sociedad civil.
La segunda interpretación del pluralismo proviene de una reflexión sobre la deliberación práctica. Ella hunde sus raíces en la poesía dramática y en la filosofía práctica griega, y ha reaparecido en los tiempos modernos a través de la pluma de G.W.F. Hegel, John Dewey, Isaiah Berlin, Bernard Williams y David Wiggins. La persona que discierne lúcidamente acerca de sus potenciales propósitos y decisiones constata que los bienes que persigue lograr pueden colisionar entre sí en ciertas situaciones. Lo mismo sucede con los males que se han de encarar en diferentes escenarios de la vida. Con frecuencia habrá que renunciar a opciones que se consideran valiosas y dignas de ser elegidas. En contraste, en otras ocasiones el agente tendrá que resignarse a ponderar el mal menor, de modo que elegirá un curso de acción considerado negativo, doloroso o desafortunado. El conflicto –incluso el “conflicto trágico”- forma parte de una manera realista de considerar el juicio práctico, la elección y especialmente la práxis.
De acuerdo con lo señalado líneas arriba, el pluralismo se concibe como una forma dialógica de afrontar la diversidad en tres niveles. A) En primer lugar, la consideración reflexiva de la multiplicidad de facetas de la identidad. B) En segundo lugar, la deliberación en torno a la diversidad de valores rivales que las personas y las instituciones han de enfrentar en situaciones de conflicto. C) En tercer lugar, el régimen de respeto a las distintas doctrinas comprensivas que debe observar una sociedad liberal. Estos niveles dan cuenta de los modos de manejar las diferencias en el seno de la cultura contemporánea.
3.- El trasfondo ético y formativo del tratamiento de la diversidad.
El cuidado del pluralismo implica el ejercicio de la actitud falibilista frente a las creencias y los valores propios y ajenos. Esta es a mi juicio la gran contribución del pragmatismo a la ética y a la política. Louis Menand, el gran historiador del pragmatismo estadounidense, señalaba que lo que los autores de esta escuela filosófica compartían “no era un conjunto de ideas, sino una sola: una idea sobre las ideas. Todos ellos creían que las ideas no están “ahí”, esperando que se las descubra, sino que son herramientas –como los tenedores y los cuchillos y los microchips- que la gente crea para hacer frente al mundo en que se encuentra”[9].
En contraste con la tradición metafísica que le precedió, los filósofos pragmatistas pensaban que las ideas constituyen respuestas a problemas prácticos suscitados en episodios y situaciones específicas de la historia. El propósito de las ideas es que seamos capaces de lidiar eficazmente con las cosas y orientarnos con perspicacia en el mundo de la experiencia. Las ideas son construcciones sociales en permanente conexión con el entorno, y no una exclusiva invención de individuos aislados.
La aseveración de que las ideas son de naturaleza social no es nueva; los pragmatistas recogieron esa tesis de la obra de Hegel, más precisamente, de su concepción del “espíritu” (Geist), categoría central que le otorga una estructura y un sentido a su sistema. En la Fenomenología del espíritu, el joven Hegel sostuvo que las diferentes concepciones de lo real que las personas esgrimen para comprender sus relaciones con los otros y con el entorno –tanto natural como social- “en vez de ser solamente figuras de la conciencia, son figuras de un mundo”[10]. Ellas son expresión de comunidades vivas, de grupos de agentes que actúan desde colectivos e instituciones sociales, y que discuten en público aquello que aprecian y consideran importante.
Con “figuras de un mundo” (Weltgestalten), Hegel se refiere a las descripciones, imágenes críticas e interpretaciones acerca del entramado de ideas, instituciones, normas y prácticas sociales que pretenden cristalizar una determinada visión de las cosas. Tales visiones se formulan, examinan y ponen a prueba en el complejo movimiento dialéctico que vertebra la Fenomenología. Las contradicciones y lagunas que se revelan en cada figura constituyen el germen de una nueva comprensión del mundo y el anuncio de un nuevo sistema de ideas, prácticas e instituciones. El filósofo construye la narrativa del tránsito de una figura a la siguiente sin abandonar la perspectiva de quien afronta la experiencia, vale decir, el punto de vista de un agente que habita un mundo que es preciso describir y cuestionar, pero en el que también hay que saber situarse. Salvando las distancias respecto de la “ontología de necesidad” que subyace a la dialéctica de Hegel, es posible leer la Fenomenología del espíritu en una clave contemporánea, como un consumado ejercicio de falibilismo.
La idea de la “figura de un mundo” en el contexto de la propuesta pluralista nos lleva a pensar el cultivo del falibilismo en un registro institucional. El falibilismo es una actitud ético-política, así como una práctica social. Como actitud y como práctica, este debe formarse a través de la educación del juicio y del carácter. Requiere, en ese sentido, de la presencia de centros educativos celosos por el cultivo de la apertura a la diversidad y el trabajo con los argumentos. La universidad es, qué duda cabe, un lugar para la clase de tolerancia, respeto y aprecio por el lógos que entraña la actitud falibilista. No obstante, resulta necesario formar tales excelencias desde la infancia y la adolescencia. Una sociedad democrática requiere de una escuela pluralista y liberal.
Una escuela observante del pluralismo debe ponerle una especial atención al quehacer específico de las humanidades y las artes al lado de las ciencias empírico-deductivas. Ella tiene que ser un foro libre para la formación de la empatía y el intercambio de razones. En las aulas tiene que discutirse desde sus raíces nuestra habitual tendencia a fundar nuestra identidad en oposiciones. Siempre somos “nosotros” frente a “ellos”: “nativos” frente a “extranjeros”; “varones” frente a “mujeres”; “heterosexuales” frente a “personas LGTBIQ”; “criollos” frente a “mestizos”; “creyentes” frente a “infieles”, etcétera. Esta lectura contradistintiva de la identidad se convierte en caldo de cultivo de la discriminación, la violencia, así como los privilegios de unos pocos. Estos modos de discriminación conspiran contra las bases mismas de la ciudadanía. La educación escolar debe orientarse a erosionar esta clase de prejuicios y estigmas.
Solo con una escuela dedicada a formar en la apertura a la diversidad podremos impedir que nuestras sociedades engendren personajes violentos y fanáticos como el agresor de Rushdie. Si convertimos los salones de clase en espacios de un diálogo simétrico podremos sentar las bases de una sociedad que aprecie la multiplicidad de puntos de vista y esté dispuesta a conversar acerca de las cuestiones importantes de la vida común. Las religiones, las visiones del mundo y las ideologías entrañan ideas, así como bosquejan interpretaciones acerca de la corrección de las prácticas sociales. Podemos –y debemos- discutir estas ideas, así como formular preguntas a quienes las esgrimen en público. Debatir abiertamente en una situación de respeto y escucha constituye una forma de honrar nuestra capacidad de trazarnos metas y propósitos vitales que sean razonables y sensatos.
La aspiración de hacer de nuestras aulas recintos para la práctica del pluralismo y la conversación ciudadana constituye un objetivo al que no debemos renunciar. El problema reside en que -para aludir a nuestra propia situación nacional-, la escuela peruana es aún un escenario autoritario. Lamentablemente todavía la voz del maestro se impone como inapelable en un espacio que debería ser horizontal y revelarse sensible al poder que proviene de la evidencia y el argumento. Tristemente, los valores supremos en la escuela siguen siendo el “orden” y la “disciplina”, no la búsqueda del saber, el diálogo o la tolerancia. El debate racional no constituye una héxis, es decir, un hábito que confiera de sentido a la investigación y a la deliberación de las personas. Aprenderemos a respetar las creencias y el estilo de vida de otros agentes solo si cultivamos el respeto desde nuestros primeros años.
Referencias:
[1] Esta sección inicial apareció –en una versión preliminar- en el Boletín de Idehpucp en agosto de 2022. Sin embargo, de antemano estaba pensada para formar parte de esta reflexión más amplia. Puede consultarse en: https://idehpucp.pucp.edu.pe/opinion_1/pluralismo-y-derechos-humanos-reflexiones-sobre-el-caso-rushdie/ .
[2] Rawls, John La justicia como equidad. Una reformulación Barcelona, Paidós 2012 p. 34.
[3] Berlin, Isaiah “Libertad” en: Sobre la libertad Madrid, Alianza 2008 p. 324.
[4] Bernstein, Richard J. El abuso del mal Buenos Aires, Katz 2006.
[5] Sen, Amartya Identidad y violencia Buenos Aires, Katz 2007 p. 15.
[6] Ibid., p. 41.
[7] Maalouf, Amin Identidades asesinas Madrid, Alianza 1999 p. 19.
[8] Rawls, John Liberalismo político México, FCE 1993.
[9] Menand, Louis El club de los metafísicos Barcelona, Ariel 2016 p. 12.
[10] Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu México, FCE 1986 p. 261.