Emiliano Litardo
Docente en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Estudios en Derechos Humanos y de las Mujeres por la Universidad de Chile. Maestrando. Activista legal y feminista en diversidad sociosexual. Miembro de Abogadxs por los Derechos Sexuales -Abosex- y de la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti Transexual -ALITT-. Investigador en temas de derechos humanos y derechos sexuales.
El derecho moderno y el género son formas discursivas de la historia del poder[1]. Así, son construcciones sociales situadas, atravesadas por las relaciones de fuerza, para nada neutrales y profundamente disputables en cuanto a su significación. Y son conceptos que no están desligados de la estructura colonial del poder, emergente de las políticas de dominación colonialistas, y según la cual se constituyen y condicionan las relaciones sociales.
Así, el derecho es una práctica social cargada de sentido y un dispositivo constituyente “que se traduce en discurso mediante su texto pero que también fija comportamientos, pautas, señala roles y ubica status. El derecho instituye, asigna autoridad, precisa y habilita a quien puede decir/hacer…”[2]. Por su parte, el género se traduce como un sistema de prácticas sociales, institucionales, reglas y normas cuyo efecto sustantivo se produce performativamente[3] y produce el sujeto que luego describe en términos hetero cis binario.
Ambas nociones, podemos advertir, comparten el carácter performativo de sus enunciados y este aspecto no es menor porque sostiene la dinámica jerárquica que se desarrolla en los procesos de normalización y constitución de los sujetos de derecho. En otras palabras, uno y otro son efectos de las estructuras de poder que economiza determinadas formas de subjetividades, maneras posibles y delimitadas de presentarse al mundo; es por ello que cuando se plantean discusiones alrededor de lo qué es el género o el discurso jurídico, se está discutiendo sobre lo que cuenta como sujeto en una determinada sociedad.
Las leyes de identidad de género son expresiones políticas y sociales que condensan las discusiones, los alcances y las disputas de sentido del género y del derecho; cada legislación, en la experiencia latinoamericana, nos muestra distintas maneras de articulación de esos aspectos. Cuanto mas restrictiva es la definición de género, más acotado es el margen de reconocimiento legal de la autonomía corporal para la afirmación del género propio. Cada una de esas experiencias está trazada por los conflictos locales de poder pero también por las estructuras coloniales que han determinado formas específicas de asumir un género y hacerlo derecho.
Así, son pocos los países de América Latina y el Caribe que cuentan con una ley especial de identidad de género. A su vez, entre esos países, el tratamiento legal varía según la jurisdicción de que se trate puesto que no todos admiten el derecho a la identidad de género con un abordaje despsicopatologizador e integral en materia de salud transespecífica. Así, Argentina (2012), Colombia (2015), Bolivia (2016), Uruguay (2018) y Chile (2018) tienen una legislación específica, mientras que Ecuador (2016) y el Distrito Federal de México (2018) incluyen el reconocimiento legal en sus respectivos ordenamientos civiles sobre el estado civil de las personas[4].
Por otro lado, cada una de esas legislaciones responde a un modelo de gestión legal del derecho al reconocimiento del género afirmado diferente; podemos decir que actualmente coexisten tres modelos generales: el modelo psicopatologizador, mediante el cual el reconocimiento del género afirmado está condicionado no sólo a un diagnóstico médico conforme los presupuestos clínicos acordados internacionalmente mediante el CIE-11 (OMS) y el DSM-V (APA) sino a toda una estrategia biopolítica desplegada para normalizar el orden corpo-genérico. La ley funciona como legitimadora del diagnóstico médico que señala el déficit, la insalubridad o la enfermedad que debe ser erradicada, curada o rehabilitada. El efecto de esta violencia es un tutelaje objetivante del sujeto y es una reducción de su autonomía decisional.
Luego, en el otro extremo, está el modelo des-psicopatologizador, basado en un enfoque de derechos, según el cual el derecho a la identidad de género es un derecho fundamental, contemplado en el sistema internacional de los derechos humanos, y cuyo efecto es garantizar las condiciones materiales para que las personas puedan afirmar en sus propios términos el género encarnado. Esto compromete la responsabilidad de todos los poderes públicos de un Estado de actuar con la debida diligencia.
Finalmente, el modelo intermedio que consagra el derecho a la identidad de género pero fija determinadas condiciones que reproducen el tutelaje psicopatologizante del primer modelo; vulnerando otros derechos como los reproductivos; acotando el derecho a cuestiones meramente registrales o admitiéndolo sólo para una determinada clase de personas según franjas etarias, niveles socioeconómicos, o estatus migratorio.
Reflexiones no esencialista del tratamiento de la diferencia sexogenérica son posibles en la medida en que se resignifiquen los términos de la democracia en relación con el género, el derecho y el poder. En este sentido, es útil la dimensión radical y plural de la democracia ilustrada por Mouffe toda vez que hace un llamado a reconocer la existencia de relaciones de poder, en nuestro caso, la matriz colonial, y la necesidad de transformarlas; el modelo agonístico de la autora proviene de asumir lo político como antagonismo inherente a las relaciones humanas[5].
Si el género es una cuestión de lo político el tratamiento de los esquemas legales en la política nos hará pensar de qué manera y con qué recursos combatir las hostilidades provenientes de los órdenes que intentan imponer formas subalternizadas/jerarquizadas de la diferencia de género.
Referencias
[1] Sigo la idea de Aníbal Quijano según la cual las construcciones intersubjetivas, como por ejemplo determinadas categorías de análisis, suelen presentarse a la mirada social con un carácter fuertemente ahistórico o como fenómenos naturales, antes que productos de la dominación colonial, es decir, historia del poder.
[2] Ruiz, Alicia, Aspectos ideológicos del discurso jurídico (desde una teoría crítica del derecho), en Materiales para una Teoría Crítica del Derecho, Carlos M. Cárcova, Lexis Nexis, Buenos Aires, Argentina, 2006, p.116.
[3] Sigo en esta idea las elaboraciones de Judith Butler presentadas en El género en disputa.
[4] Para una lectura detallada de dichas legislaciones, consultar en https://sistemasjudiciales.org/wp-content/uploads/2019/05/Sistemas22web.pdf
[5] Mouffe, Chantal, La paradoja democrática. El peligro del consenso en la política contemporánea, Editorial Gedisa, Barcelona 2000.