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Justicia y castigo en el cine argentino

por PÓLEMOS
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Gabriela Copertari

(Ph.D., Georgetown Universit) es Associate Professor de cine y literatura latinoamericanos en Case Western Reserve University, USA. Es autora de Desintegración y justicia en el cine argentino contemporáneo (Tamesis, 2009) y co-editora, con Carolina Sitnisky, de El estado de las cosas: cine latinoamericano en el nuevo milenio (Iberamericana/Vervuert, 2015).

Este artículo forma parte de un ensayo mío más extenso, “Violencia de Estado y venganzas privadas en El secreto de sus ojos,” publicado en El estado de las cosas: cine latinoamericano en el nuevo milenio, eds. Gabriela Copertari & Carolina Sitnisky, Madrid: Iberoamericana/Vervuert, 2015, p. 23-45.

Corre el año 1974. El oficial de un juzgado del Palacio de Justicia en Buenos Aires, Argentina—Benjamín Espósito—debe hacerse cargo de investigar la violación y asesinato de una muchacha: Liliana Colotto de Morales. Un oficial de una secretaría vecina (llamado Romano) imputa falsamente a dos albañiles, uno de ellos boliviano, del crimen. Espósito interviene para liberar a los presos, denuncia a Romano y, sumario mediante, éste es trasladado. Un año más tarde, el verdadero culpable, Isidoro Gómez, es atrapado por Espósito y su colega y amigo Sandoval, y puesto en prisión; al poco tiempo es liberado por Romano, ahora empleado del poder ejecutivo, para su presumible reclutamiento en las Tres A (la Alianza Anticomunista Argentina). Una imagen de archivo en la TV, manipulada, muestra a Gómez detrás de Isabel Perón, cumpliendo funciones de custodio. Luego del asesinato de Sandoval que recibe una muerte que en realidad le estaba dirigida a Espósito, éste se exilia en Jujuy. Corre el año 1975. Espósito no habrá de volver hasta 1985. Hacia el final de la película, en 1999, Espósito, que está escribiendo una novela sobre este caso, descubre que Morales (el marido de la muchacha asesinada) ha secuestrado al asesino en 1975 y lo tiene preso en su casa, desde hace 25 años, alimentándolo, pero sin dirigirle la palabra.
            Este breve resumen da cuenta de una parte importante de la trama de El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), la que corresponde, por así decirlo, al policial jurídico/político. En lo que sigue, me propongo analizar la representación que se hace de la justicia y la institución social del castigo en el mismo. En primer lugar, lo que genera la persecución a Espósito es la reparación de una injusticia: Espósito había reparado una injusticia al liberar a los que Romano calificara como “unos negritos de mierda.” Podríamos decir que lo que Espósito repara entonces es una injusticia racial y de clase; pero se trata de un justiciero/luchador individual, no del miembro de una lucha política colectiva, como la que podría haber sido el blanco principal de las Tres A. Del mismo modo, Morales secuestra a un represor, que en tanto tal está libre, a pesar de haber sido legalmente condenado por un crimen pasional, pero él no es un militante de un grupo armado y no lo secuestra por pertenecer a la Triple A, sino por ser el asesino de su mujer, haciendo justicia por su propia mano. Su reparación de justicia también es una venganza personal como la de Romano. En este sentido, la relación que se establece aquí con la historia política es, como en el cine de Campanella en general, cercana y distante a la vez: parece que se alude a ella permanentemente para, en un segundo movimiento, desplazarla, despolitizarla, trivializarla.
            Otro tanto ocurre con la justicia, que es el fundamento y también el espacio privilegiado de la historia. Tanto la historia amorosa/melodramática como la policial/jurídica transcurren fundamentalmente en el Palacio de Justicia, también llamado Palacio de Tribunales. Espósito, como dijimos, era un prosecretario del juzgado, que en el presente de la película está retirado y decide escribir una novela sobre el caso que resumimos arriba. Vuelve entonces a Tribunales a ver a Irene Menéndez Hastings, ahora jueza, pero que fuera la secretaria del juzgado cuando ocurrió el asesinato de Liliana. A partir de ahí la película va a alternar entre flashbacks del pasado, que se supone constituyen la novela que va escribiendo Espósito, y los encuentros entre Espósito e Irene en 1999, hasta llegar al desenlace de Morales y su justicia retributiva.
            Espósito había logrado, en 1975, descubrir al asesino mirando un álbum de fotos de Liliana que el marido le enseña: un primer plano de algunas de esas fotos muestra a un muchacho, que aparecía en varias de las fotos de la juventud de Liliana en la provincia, mirándola de reojo. En esa mirada insistente hacia la víctima, Espósito descubre “el secreto de los ojos” de Gómez: su pasión por Liliana, y en consecuencia al culpable del crimen. Pero el asesino consigue escaparse, y a partir de ese momento la investigación se aparta del espacio privilegiado de la justicia (que en realidad la obstruye) y se vuelve una investigación al margen de la ley, o de una de las representaciones de la justicia. Ya que en el film se enfrentan distintas representaciones y encarnaciones de la justicia: la institucional, que desde el centro de la legalidad (desde los lugares de autoridad en Tribunales) procede injustamente (queriendo cerrar la investigación), y la que, a cargo de Espósito, Sandoval, y finalmente también Irene, se dedica a reparar esa injusticia actuando a escondidas e ilegalmente: en primer lugar, allanando (Espósito y Sandoval), sin permiso del Juez, la casa de la madre del asesino y robando las cartas que éste le había escrito a su madre; reabriendo luego Irene, a pedido de Espósito, ilegalmente la causa de Liliana Colotto que ella misma había sobreseído y cerrado antes; participando el esposo de la mujer asesinada en la investigación; y finalmente arrancándole Irene la confesión al asesino (una vez que es atrapado) en un interrogatorio ilegal sin presencia de un juez ni de un abogado defensor.
            En cuanto a la otra justicia, la institucional, ésta se contamina—históricamente estamos en el 74/75—de ilegalidad: el asesino detenido a la orden del poder judicial es liberado por orden del poder ejecutivo, y empieza a trabajar para él (primero como “espía de jóvenes guerrilleros,” luego como guardaespaldas de Isabel Perón, y represor). Y por último, como hemos mencionado ya, ante la injusticia de esta justicia, Morales, el marido de Liliana, termina secuestrando a Gómez, para encarcelarlo en su propia casa. El modelo de justicia que parece privilegiar la película, y no sólo en el tramo que sigue las convenciones del policial jurídico donde de alguna manera aparece justificado desde el punto de vista del contexto histórico y de las convenciones de género sino sobre todo en el clímax del film, es el de una justicia privada, fuera de la ley, frente a la falta de justicia estatal.
            Quiero concentrarme ahora en la secuencia en la que Benjamín descubre que Morales ha secuestrado a Gómez y lo tiene encerrado en su casa en el campo. En ella, Espósito le ha llevado su novela a Morales, quién en respuesta le advierte que debe dejar de pensar en el pasado, que debe olvidarse: “¡pasaron 25 años!,” le grita. Sin embargo, Espósito descubre que Morales tiene a Gómez encerrado en su propia casa a perpetuidad, sin hablarle, como hace explícito Gómez cuando le susurra a Espósito que se ha acercado a las rejas que lo contienen: “por favor, dígale que aunque sea me hable”. Hay un sadismo innegable en esta escena y en la forma de castigo elegida por Morales en su justicia privada, retributiva, ejercida contra Gómez. Podría argumentarse, sin embargo, que en la ausencia de justicia estatal (el reconocimiento jurídico y social de la verdad del crimen, y el hacerse cargo de la responsabilidad y sus consecuencias por parte del criminal) hay solamente una opción: la justicia por mano propia. Precisamente al hacer del año 1999 el “presente” de la narrativa de la película—un dato curioso cuyo significado no se agota en la correspondencia de este hecho en el film con la novela en la que está basada el guión, La pregunta de sus ojos (Eduardo Sacheri, 2005)—, la justicia retributiva de Morales, en el contexto de la impunidad de los agentes del terror de Estado en ese momento, adquiere un significado metafórico: la impunidad de los criminales deja a las víctimas estancadas en el pasado. Éste es el caso de Morales, el cancerbero del pasado, quien le dice a Espósito que no piense más en el pasado o tendrá “mil pasados y ningún futuro”—como él mismo. Morales no puede y no quiere olvidar: tiene el pasado metafóricamente encerrado en sí mismo, literalmente aprisionado en su casa, con el cual no establece un diálogo sino al cual simplemente alimenta para mantenerlo vivo.
            Cuando Morales le pregunta a Espósito al comienzo de la película qué sentencia le corresponde a Gómez si lo atrapan, aclara que no está de acuerdo con la pena de muerte que Espósito había pensado que podría funcionar como un tipo de retribución para él. “¿Retribución?,” pregunta Morales, “¿qué, lo van a violar y lo van a matar a golpes como hizo con ella? No, le darían una inyección y se quedaría dormido lo más pancho. Muy injusto. No, que viva muchos años, así se va a dar cuenta que todos esos años van a estar llenos de nada,” y luego, cuando tiene la oportunidad de dispararle a Gómez, no lo hace. Lo mantiene vivo y aislado en su casa. La compensación y retribución para Morales proviene de hacerle sentir al asesino lo que él mismo siente a causa del crimen de Gómez: una vida de soledad y “nada.” No lo mata porque eso pondría fin a su larga venganza. No hay que olvidar que Morales, como él mismo arguye, se ha limitado simplemente a implementar, literalmente, lo que la justicia ha decidido para Gómez: “prisión perpetua,” pero al hacerlo pone en evidencia dos cosas. La primera, el carácter sádico y retributivo de la institución del castigo. David Garland, en su estudio sociológico sobre la institución social del castigo, refiriéndose específicamente a la prisión, señala que, entre los varios objetivos que ésta tiene, como por ejemplo entre ellos el control del crimen,  «la prisión provee una manera de castigar a la gente–de sujetarlos a un tratamiento duro, causándoles dolor, haciéndoles daño–que es largamente compatible con las sensibilidades modernas y las restricciones convencionales  sobre la violencia física abierta. En una época en que el castigo corporal se ha vuelto no civilizado, y la violencia abierta inadmisible, la prisión provee una forma de violencia situacional, sutil, contra la persona, lo que permite que la retribución sea infligida de un modo que sea lo suficientemente discreto y ‘negable’ como para ser culturalmente aceptable para la mayoría de la población» (mi traducción).[1]
            El sadismo de Morales no excede la racionalidad del castigo penal sino que pone en evidencia de la manera más cruda, en su exacerbación, uno de los significados sociales de la prisión. Pero al mismo tiempo Morales le agrega al diseño de su castigo un twist—y ésta es la segunda cosa que en esta secuencia se pone en evidencia: el modus operandi para llevar a Gómez a que cumpla su “sentencia.” Morales secuestra a Gómez y lo mete en el baúl de un coche en aquellos años en que los «grupos de tareas» (formados mayoritariamente por miembros activos de las fuerzas armadas que operaban de manera encubierta como grupos «paramilitares” a cargo de los secuestros, torturas y asesinatos) de los que formaba parte Gómez hacían otro tanto. Y si bien es cierto que Gómez sí había tenido acceso a un juicio justo y a una sentencia—ésta es lo que le faltaba por cumplir—a diferencia de aquellos a quienes los grupos de tareas desaparecieron, la privatización que hace Morales de la justicia, por más que esa justicia se haya vuelto impotente ante el terrorismo de Estado, convierte el secuestro de Gómez en una reproducción a la vez que en una venganza de las prácticas de los militares.  Aunque no fuera el objetivo de Morales la venganza contra los militares, ésta se cumple por el carácter de represor del que fuera antes un asesino pasional. Esto nos deja sorpresivamente frente a una doble venganza, una de carácter privado y otra de carácter político, si bien se trata de una misma acción privada e ilegal. Frente a ella, Benjamín e Irene no dicen ni hacen nada. No se trata de que la película celebre o condone la venganza de Morales. Antes bien, el punto principal que parece desprenderse de la lección de lo ocurrido con Morales es la necesidad del olvido: el olvido de las venganzas privadas, pero también de la impunidad política que les dio origen; dejar el pasado atrás, detrás de pesadas puertas como las que cierran la oficina de Irene al final de la película en la última escena. Esto explica por qué el presente de la trama de la película transcurre en 1999 y no en el presente de realización y estreno de la película (2007-2009). En el presente de la primera década del siglo XXI, la anulación de las leyes de impunidad y la reapertura de los juicios a los militares muestran que la memoria, la relación con el pasado, no necesita consistir en una cárcel que no nos deje vivir o respirar; puede ser social, colectiva, activa. Como se pregunta Eduardo Rojas a propósito no sólo de El secreto: “¿Por qué el cine insiste en reivindicar la venganza privada a contrapelo del reclamo de víctimas y familiares? ¿Por qué inventa una historia que contradice al presente de esos reclamos?”[2]
[1] Punishment and Modern Society: A Study in Social Theory, Chicago: U of Chicago P, 1990, p. 289.
[2] “Espejos del alma,” El Amante Cine 208 (2009), p. 21.

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