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El lenguaje inclusivo en su laberinto

por PÓLEMOS
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Ulises Bautista Quispe

Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se ha desempeñado como docente en el curso de Derecho Civil Patrimonial dentro del Centro de Educación Continua de la misma casa de estudios. 


Desde hace pocos años atrás ha tomado incidencia en nuestro país un nuevo lenguaje con referencia a la palabra (general) incluyente de género. Se lo usa no solo en conversaciones entre universitarios, entre docentes, personal administrativo y entre algunos funcionarios públicos, solo por nombrar algunos.

Bajo este innovador lenguaje ya no se dice <<amigos>>, sino <<amigos y amigas>>, <<amigos(as)>>, <<amigo/a>>, <<amig@s>>, <<amigoxs>>, <<amigues>>, entre otras tantas expresiones, unas con una explicación más razonable que otras. Con ello, se pretende hacer frente a un sistema de lenguaje que se referiría de manera desproporcionada al género masculino.

Con el lenguaje inclusivo con referencia a la palabra incluyente de género se pretendería una reivindicación de identidades no visibilizadas; en ese sentido, el lenguaje sería uno de los instrumentos, entre otros, para lograr la ansiada igualdad entre hombres, mujeres y la comunidad LGTB+. De esta manera, se daría batalla desde un frente ideológico al diferente tratamiento de los géneros.

Se parte de la premisa de que lo que no se nombra no se percibe, lo cual es cierto. Sin el lenguaje no podemos representar el mundo en toda su riqueza; el lenguaje limita nuestra representación. Por ejemplo, se ha manifestado que los pobladores de Siberia que disponen de casi treinta términos para nombrar la nieve perciben en esa misma cantidad cualidades (distinciones en la nieve) donde la mayoría de nosotros solo percibimos cuatro o cinco[1].

En esa línea, si hay un género que pretende el reconocimiento de su identidad, diferenciándose de los otros, probablemente el primer paso sea el reconocimiento de un término que evoque la representación de este grupo. En tanto no haya un término diferente, no hay manera que se lo distinga de los otros géneros ya existentes; por lo tanto, se corre el riesgo de que el “nuevo género” permanezca invisible.

Sin embargo, cuando existe ya un término (general) para referirse a la identidad de los géneros no se requiere nombrar cada uno de ellos para entender que se refiere a todos sin exclusión. Es decir, si yo digo <<una persona>> sin que haya otro elemento contextual que lo especifique, no se tiene por qué entender que me refiero solo al género masculino o femenino. Si alguien así lo concibe, entonces, el problema no es la palabra sino la representación que se le asigna.

De esta manera, si en clase una profesora le dice a su alumno que <<los hombres han contribuido a la ciencia desde el inicio de la humanidad>>, no se tiene por qué evocar solo a personas del género masculino; si así lo hiciera, el problema está en la información que el alumno dispone y que la docente debe cambiar. 

Que el lenguaje español prefiera en un gran número de casos usar <<una palabra de género masculino>> como un instrumento inclusivo es solo para evitar la redundancia de palabras; también lo existen en género femenino, como cuando se menciona la palabra <<humanidad>>. Ello se debe a que dentro de este idioma las palabras, gramaticalmente, adoptan o el género masculino o el femenino: no hay sustantivos neutros.

Entonces, el uso de <<una palabra masculina o femenina>> como inclusiva de otros géneros se debe a las limitaciones de nuestro idioma. Hubiera sido ideal que nuestro lenguaje adopte el género neutro, por supuesto. Sin embargo, el lenguaje no es un instrumento que se haya planificado, sino que nace de la interacción espontánea entre las personas. Por ello, no existe un lenguaje lógico y universal y tampoco podría existir.

En la historia hubo muchos intentos de construir un lenguaje lógico y universal, pero todos fracasaron. Por ejemplo, Gottfried Wilhelm Leibniz, durante la ilustración, intento un lenguaje similar al álgebra, pero no prosperó. Y aun cuando todos estuviéramos de acuerdo de usar un lenguaje lo bastante coherente, al poco tiempo se distorsionaría por el uso, debido a que las personas lo irían innovando y reasignando significados.

Se podría argumentar que las palabras inclusivas de género son en su mayoría masculinas debido a que nacen en una época en la que primaba un pensamiento patriarcal; y probablemente, no les falte razón. Sin embargo, ello no impide que las palabras adopten nuevas representaciones. Si no sucede ello, lo que hay no es un problema del lenguaje, sino de asociación de significado.

Poco importa que la palabra inclusiva sea de otro género. Por ejemplo, en la cultura musulmana, si se habla de <<una persona con derecho a voto>> en la representación mental de la mayoría de sus ciudadanos se concibe a un varón, debido a que, como regla general, solo ellos cuentan con ese derecho. Entonces, no es que el cambio de género de la palabra incluyente cambie la representación que se evoca. 

Si la representación mental que las personas asignan a la realidad no cambia, modificar las palabras no tiene mucho sentido. Eso es lo que ha sucedido con algunas palabras que han sido renombrados para incidir en la realidad. Por ejemplo, si a <<una persona negra>> se le llama <<persona de color>>, nada cambia si la población le sigue asociando los mismos prejuicios.

La búsqueda de un nuevo término incluyente para terminar con el patriarcado es bien intencionada; sin embargo, es inviable. Como se ha mencionado, en nuestra lengua no existen sustantivos neutros ni la realidad se cambia renombrando las palabras. Veamos que sucede con las propuestas existentes.

Primero, en caso de la propuesta de utilizar el género masculino y femenino al mismo tiempo (<<amigos y amigas>>, <<amigos(as)>> o <<amigo/a) se afecta la economía del lenguaje: hay una duplicidad de artículos y sujetos que convierte al texto en extenso y de una lectura tediosa. Entre quienes lo practican incluso hay dificultad de mantener la coherencia en todo el texto. Por lo demás, solo invocar al género masculino y femenino, no incluye a los otros géneros. 

 Segundo, se crean neologismos innecesarios; por ejemplo, en la Escuela de Posgrado de la Pontificia Universidad Católica del Perú se creó el término <<magistra>>, cuando bastaba anteponer un artículo femenino <<la magíster>>). En otros casos, los neologismos son impronunciables como <<amig@s>> o <<amigxs>>; quizá resulte más coherente <<amiges>>, pero su arraigo es bastante difícil.

Estas propuestas causan una confusión en la interpretación de las palabras. Por ejemplo, si en un contrato laboral se señala un beneficio << a los trabajadores>> y no se mencionada nada sobre las <<trabajadoras>> o los trabajadores de los otros géneros, ¿ante una demanda de reconocimiento de derechos, el juez debiera interpretar que no se los ha incluido? Se presentaría un problema de interpretación y comunicación.

Si se quiere ser coherente y ponderar todas las consecuencias, como algunos lo practican, sería mejor buscar sinónimos o palabras con una menor carga negativa (por ejemplo, en lugar de <<los ciudadanos>>, <<la población>>); esta opción, sin embargo, es residual debido a que no todas las palabras llegan a subsumirse en otras y no resolvería la inclusión de los otros géneros.

Más allá de la eficacia, si las personas quieren repetir los géneros e incorporar neologismos o sustantivos neutros dentro del castellano, están en todo su derecho. El leguaje es espontáneo y quizá con el tiempo logren modificar el lenguaje: no se les puede prohibir. Sin embargo, considero que se deben rechazar las políticas públicas destinadas a planificar el lenguaje y darle una agenda de género.

Por ejemplo, en nuestro país se tiene la directiva n°188-2015-MINEDU que aprueba las <<Disposiciones para el uso del Lenguaje Inclusivo en el Ministerio de Educación>> para funcionarios y servidores públicos de esta área, con la que se pretende promover la igualdad entre los géneros, pero la mayoría de sus disposiciones solo están pensadas en el género masculino y femenino.

Considero que no es correcto planificar el lenguaje desde arriba para imponer ciertos usos. Hay un riesgo de poner en agenda un debate de género donde no lo hay. Como se ha repetido a lo largo de este texto, el problema no son las palabras incluyentes en sí mismas, sino las personas que las asocian con el género. La función de la palabra con el género incluyente es comunicar de la manera más eficiente y no la de transmitir la supremacía de un género sobre otro.

Si el problema es la asociación de significado a la palabra, lo que se debe combatir son los prejuicios. Por ejemplo, combatir los prejuicios que asocian al varón con <<el sexo fuerte>> y a la mujer con el <<sexo débil>>; o al varón con ciertas labores y a las mujeres y a la comunidad LGTB+ con otras o encontrar diferencias de género donde no lo hay. Tales estereotipos deben ser suprimidos del lenguaje si no tienen una base en la que sustentarse.

Por ello, si algo se tiene que hacer es reivindicar el lenguaje inclusivo y sacarlo del laberinto en que se encuentra, ya que es mucho más que el debate de cuál debe ser el género de la palabra incluyente. Tiene mucho que aportar, sobre todo, cuando se trata de combatir los prejuicios y estereotipos asociados a los géneros. Es allí donde se encuentra el verdadero campo de batalla.

 


Referencias:

[1] Debot, B. (18 de abril de 2016). Dissertation: Notre vision du monde doit-elle quelque chose au langage? Faire de la philosophie en Guyane. Recuperado de https://philosophie.dis.ac-guyane.fr/Dissertation-Notre-vision-du-monde-doit-elle-quelque-chose-au-langage.html

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