Ignacio Odriozola
Abogado por la Universidad de Buenos Aires, candidato a Máster en Ciencias de Estudios de Migración y Movilidad por la Universidad de Bristol, se desempeña como abogado en la Comisión de Migrantes de la Oficina Nacional de Defensores Públicos de Argentina
El poeta estadounidense, Bret Harte, una vez escribió “lo único seguro de la suerte es que cambiará”. Al hablar sobre el concepto -intercambiable- de ciudadanía o de nacionalidad, digamos, sobre el vínculo legal de una persona con un Estado ¿se podrá cambiar la suerte? De antemano, pareciera más acertado citar la célebre frase de Julio César “la suerte está echada”, ya que nuestra nacionalidad -si tenemos la suerte de no ser apátridas-, nos acompañará a lo largo de nuestra vida.
No obstante, podríamos decir que existe un supuesto jurídico en el cual el poeta Harte tendría razón: la naturalización; un acto voluntario por el cual una persona puede solicitar y obtener, bajo ciertas condiciones legalmente establecidas, la nacionalidad de otro Estado que desee otorgarla.
Por fuera de la adquisición aleatoria de la ciudadanía por nacimiento, sea ius soli (derecho del suelo) y/o ius sanguinis (derecho de la sangre), la naturalización podría cambiarnos la suerte. Sin embargo, mientras este instituto -en palabras de Liav Orgad- suele funcionar como “un portón, diseñado para incluir a las personas deseables y excluir a las no deseadas”, podríamos afirmar que habrá personas con más deseables -y afortunadas- que otras: aquellas con suficiente dinero para adquirir una ciudadanía por inversión.
En efecto: ciertos países del globo venden su nacionalidad a un precio de mercado. Y la marketización de la ciudadanía representa no solo un asunto polémico, por contradecir la visión tradicional del “ser nacional”, sino también un desafío jurídico para los preceptos vigentes en el derecho internacional. Propongo entonces que exploremos algunos de estos puntos, sin ánimo de realizar un análisis concluyente sino de problematizar esta temática y promover futuras discusiones.
Antes bien, debo aclarar que este artículo estará dedicado exclusivamente a la ciudadanía por inversión y no a otra alternativa, con efectos similares, pero distinta en sustancia, como la residencia por inversión.
Ciudadanía a la venta: ¿ángel o demonio?
La nacionalidad suele asociarse al concepto de pertenencia a un Estado-nación: somos parte de una comunidad política en tanto ciudadanos de ella. Como punto de partida, esta membresía implica derechos, oportunidades y obligaciones, mientras que arrastra consigo la idea de lealtad al Estado, de igualdad normativa entre las personas integrantes de dicha comunidad y, eventualmente -aunque controversial-, componentes de identidad común.
Los presupuestos clásicos de la ciudadanía chocan con aquellos de la ciudadanía por inversión ya que esta última desafía los elementos tradicionales que equiparan a la nacionalidad con la pertenencia a una comunidad política. A diferencia de lo que supone una relación de confianza y responsabilidad compartida, pareciera que la adquisición de la nacionalidad por inversión tiene un rostro comercial y especulativo. Una persona con millones de dólares en su bolsillo, sin siquiera tener que establecer un vínculo, mucho menos superar un examen de historia o de idioma nacional, podrá pertenecer.
De acuerdo con Henley & Partners, Business Insider y Passport Index, podría concluirse que al menos catorce países tienen su ciudadanía a la venta: Austria, Antigua y Barbuda, Bulgaria, Chipre, Camboya, Dominica, Grenada, Malta, Moldova, Montenegro, Santa Lucía, San Cristóbal y Nieves, Vanuatu y Turquía. Según dichas fuentes, la razón por la cual estos Estados presentan su nacionalidad como una commodity es netamente económica, y el dinero suele destinarse tanto a las propias arcas del Estado -un medio para reducir la presión tributaria sobre los residentes o financiación de bonos bursátiles-, como a proyectos inmobiliarios, bancos o incluso el fomento de industrias específicas.
Dado que una cuestión de extensión me impedirá abordar o contrastar las propuestas de estos catorce países les propongo, a modo de ejemplo, centrarnos en el caso de Malta y su Programa de Inversores Individuales (PII) para acceder a la ciudadanía por inversión.
Malta, detrás de Austria y Chipre, es el país con la nacionalidad a la venta más onerosa y exigente a nivel global. El pequeño Estado insular del Mar Mediterráneo, en 2013 enmendó su Ley de Ciudadanía para lanzar el mencionado PII y allanar el camino hacia la adquisición de la ciudadanía. Según la Ley No. 47/2014, la persona inversora tendrá que realizar una donación al gobierno maltes de €650.000, invertir un total de €150.000 en stock o en bonos malteses y arrendar o comprar una propiedad, por €16.000 o €350.000 según corresponda. Luego, deberá superar los criterios de elegibilidad previstos en el artículo 5, entre ellos la carencia de antecedentes penales y, por último, deberá demostrar que, en abstracto, residió por un año en el país -no debe residir efectivamente, sino de manera nominal-.
¿Parecen montos o exigencias inaccesibles? La vigencia de estos programas de naturalización, el creciente número de Estados que se suman a ellos, incluso en versiones alternativas, como la mencionada residencia por inversión, y sobre todo las estadísticas, reflejan lo contrario. Según el 5to Informe Anual de la Oficina Reguladora del PII maltés, publicado en noviembre de 2018, desde el lanzamiento del programa se recaudaron más de mil millones de Euros. Por su parte, la firma Global Citizen Solutions asegura que “al menos 1000 inversores obtienen anualmente la ciudadanía de Malta a través de este programa”.
¿Qué hay detrás del presunto éxito de estas iniciativas? Rainer Bauböck entiende que la ciudadanía se ha convertido, principalmente, en un recurso de movilidad. Este es un punto medular para comprender el boom de estos programas. Los debates vinculados a la nacionalidad hoy día no pueden perder de vista la evolución de los procesos de integración regional (Unión Europea, MERCOSUR, Consejo de Cooperación del Golfo, etc.) ya que estos garantizan mayoritariamente la libre circulación de personas y la residencia entre ciudadanos de Estados miembros, asegurando una cuasi igualdad entre nacionales y no nacionales que se encuentran en un mismo Estado. Así, la regionalización de la movilidad humana, contra-intuitivamente, actúa como un “multiplicador” de oportunidades y representa una de las principales razones por las cuales la ciudadanía por inversión ha ganado notoriedad.
Por caso, el inversor que adquiera la ciudadanía de Malta, como un “Caballo de Troya”, podrá ingresar y/o residir en cualquiera de los 27 Estados de la Unión Europea (UE), los tres del Área Económica Europea y Suiza, así como en el Reino Unido mientras dure al menos el periodo transitorio. Incluso podrán ejercer este derecho las personas integrantes de su grupo familiar, de acuerdo con la Directiva 2004/38/CE (con excepción de Suiza). Todo ello, aun cuando la nacionalidad originaria del inversor no se lo permitiese y sin contar otros 156 países, Estados Unidos incluido, a los cuales el inversor tendrá acceso sin visa o con visa al arribo.
Este mismo aspecto es aquél que, junto con otros que desarrollaré posteriormente, provoca las principales críticas a la ciudadanía por inversión. Si bien los Estados soberanos, desde la Paz de Westphalia (1648) en adelante, no abandonaron el monopolio de definir quién y bajo qué criterio puede acceder a esta membresía, lo cierto es que esta lógica de mercado para regular la pertenencia a una comunidad política encontró (y encuentra) detractores.
Entre las principales críticas se resalta que estas iniciativas carecen de rendición de cuentas y, consecuentemente, atentan contra la reputación estatal dada la ausencia de transparencia que exige toda sociedad democrática. Además, tanto la UE como los Estados Unidos han reportado practicas dudosas en torno a estos programas que involucran casos de corrupción, lavado de dinero y evasión de impuestos. Por su parte, en el informe Investor Citizenship and Residence Schemes in the European Union, la Comisión Europea indicó que esta clase de procesos de naturalización podría dañar la confianza mutua entre los Estados miembros y debilitar la percepción de la ciudadanía europea como así también sus valores fundacionales. Esto, también revela una genuina preocupación por la regionalización de la ciudadanía [¿el acceso a la nacionalidad dejó de ser un asunto únicamente nacional?]. Por último, otro aspecto discutible y que será abordado en el siguiente punto, es que estos programas están dirigidos únicamente a “Individuos de Alto Patrimonio Neto”, primordialmente nacionales de economías emergentes, países políticamente inestables o con restricciones generales de movilidad [nótese la página web del Gobierno de Dominica que promueve su programa sólo puede traducirse al idioma ruso o chino].
Veamos, a continuación, algunas de las crispaciones entre la ciudadanía por inversión y el derecho internacional, examinando puntos a favor y en contra.
Derecho a la nacionalidad: igualdad y no discriminación
Las políticas de naturalización suelen reflejar los estándares legales y los valores que a nivel estatal se exigen para pertenecer. La lógica subyacente sería la siguiente: “nosotros” consideramos que “usted” debe alcanzar estos requisitos para ser de los “nuestros” porque así nos “representamos”.
Desde un punto de vista jurídico, y con relación al proceso de naturalización, como mencioné anteriormente cada Estado tiene la potestad de determinar quiénes son o serán sus nacionales. Como tal, esta facultad queda reservada -principalmente- al dominio estatal. Sin embargo, esta discreción encuentra uno de sus límites en el derecho internacional de los derechos humanos y es, a partir de estas limitaciones, que la naturalización a través de la ciudadanía por inversión revela una palpable contradicción en los Estados que la promueven.
Como primer punto, debemos saber que existe un derecho humano a la nacionalidad como así también a cambiarla, previsto en el artículo 15 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) (1948) e inserto en los instrumentos regionales en la materia.
En tanto derecho humano, la nacionalidad -como la protección de todo derecho- se apoya en la piedra angular del principio de igualdad y no discriminación. Previsto en los artículos 1 y 2 de la DUDH, este principio es considerado una norma ius cogens y alcanza, desde ya, a “toda persona”.
No obstante, el concepto de ciudadanía desde su origen entró en tensión con este último principio. Es que, naturalmente, la nacionalidad tiende a desigualar y a discriminar. La dicotomía entre quienes pertenecen a la comunidad política (nacionales) y quienes no (migrantes o “no nacionales” ), repercute de modo directo en el acceso a y en la protección de derechos y oportunidades. La creación de esta “segunda categoría de ciudadanos”, que puede profundizarse en los trabajos de Arendt o Benhabib, puede resumirse en aquello que Pérez de la Fuente denomina “la paradoja de la universalidad”: todas las personas en igualdad y sin discriminación tienen los mismos derechos, pero las políticas relativas a las personas migrantes no se adecúan o reconocen este principio.
En el contexto de los programas de naturalización, este principio se ve tensionado aún más por la introducción de la ciudadanía por inversión. La desigualdad y la discriminación radicaran en el acceso al derecho a naturalizarse (y por ende, al derecho a la nacionalidad).
Basta con contrastar el proceso de naturalización que tendrá que atravesar una persona sin dinero, con aquella que tenga los millones para abonar la suma exigida. Para ello, sigamos con el ejemplo de Malta. Según la Ley No. 30 de Ciudadanía Maltesa (art. 10), si una persona deseara naturalizarse maltes, tendrá que probar haber residido, previo a presentar su aplicación, un total de 5 años en la isla. Además, deberá demostrar un conocimiento adecuado del idioma inglés o maltés, comprobar su buena conducta y que es un ciudadano “adecuado” para Malta. Todo esto, será examinado por el Primer Ministro quien, según la ley, tiene la última palabra.
Evidentemente, la ciudadanía por inversión exacerba las desigualdades preexistentes, en vez de alivianarlas, revelando que aún en las presuntas “segundas categorías de ciudadanos” también hay diferencias: el dinero será movilidad e igualdad para unos e inmovilidad y desigualdad para otros. En palabras de Ochoa Espejo, “tanto los inmigrantes ricos como los pobres pagan de una u otra forma su nueva membresía, pero los ricos pueden obtener su ciudadanía rápidamente. Los ricos del mundo tienen un grado de movilidad que refleja la velocidad del capital”.
Por otra parte, mencioné que las políticas de naturalización involucran valores y, sobre este punto, Bridget Anderson entiende que el proceso de naturalización refleja los principios fundacionales respecto de cómo esa comunidad se imagina a sí misma. Entonces, si las políticas de naturalización reflejan la representación que cada Estado-nación tiene de sí mismo, la venta de la membresía supone un mensaje contundente para la propia ciudadanía. Es que no sólo recuerda que el Estado discrimina al garantizar el acceso al derecho a naturalizarse entre los “no nacionales”. Peor aún, corre el velo y deja al descubierto la contradicción de la narrativa estatal sobre la cual se asienta el concepto de pertenencia a la comunidad política. Bajo una lógica orwelliana [“Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”] el mismo Estado -sigamos pensando en Malta y sus principios liberales- que entre sus valores pregona la igualdad entre sus integrantes, asegura un trato más favorable a quienes tienen mayor poder adquisitivo. Y tal como propone Bauböck: “sería naif pensar que un club que comienza a vender su membresía a un precio que únicamente podrían pagar los ultra-ricos continuará tratando a sus miembros más pobres de la misma manera”.
De otro lado, también hay quienes discrepan con las críticas a la ciudadanía por inversión. Dimitry Kochenov, una de las voces más elocuentes en la materia, en su artículo Citizenship for Real, disiente sobre la “discriminación” que se le adjudica a la ciudadanía por inversión. A su entender, muchos ciudadanos de jure, son apátridas de facto, en el sentido de que no reciben protección ni garantías básicas de su país de origen. De esta forma, considera que la imagen idealizada que se tenía de la ciudadanía en el pasado, tan sólo busca perpetuar un status quo en el que muchos Estados fracasan diariamente. Por lo tanto, considera que “la ciudadanía real comienza con la extensión real de los derechos y con dar voz a aquellos que ya están formalmente incluidos [en la comunidad política]: mujeres, minorías, pobres, etc”. Más aún, agrega que endurecer las reglas para acceder a la nacionalidad, pierde de vista los diferentes propósitos por los cuales ésta se suele conferir: deporte, ciencia, dinero o familia. En todo caso, Kochenov entiende que dependerá de un proceso democrático determinar bajo qué criterios se otorga la ciudadanía; y concluye, que no hay un punto ético para argumentar en contra de la ciudadanía por inversión cuando las vías para adquirirla también pueden ser capacidades físicas, intelectuales o el propio amor por otra persona. En otras palabras, para Kochenov, los Estados deben garantizar el derecho a la nacionalidad y, en tanto prerrogativa estatal, deben ellos determinar cómo extender esa membresía: por qué el dinero no podría ser un medio para garantizarlo.
¿Vínculo genuino efectivo?
En 1955, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) dictó sentencia en el fallo Nottebohm (Liechtenstein vs. Guatemala). En una de las escasas -y criticadas- decisiones en que abordó el concepto de nacionalidad, la CIJ destacó que ésta es “un vínculo legal que tiene su base en el hecho social del enraizamiento, una conexión genuina de existencia, intereses y sentimientos, junto con la existencia de deberes y derechos recíprocos”.
Resumidamente, ese pasaje representa el principio internacional de “vinculo genuino efectivo”. La CIJ nos dice que, aun cuando los Estados tienen la potestad de establecer condiciones para otorgar la ciudadanía, debe existir suficiente conexión entre la persona y el Estado para que esa nacionalidad pueda internacionalmente ser reconocida. Elementos como la descendencia, el arraigo, la temporalidad de la residencia o las relaciones construidas, entre otros, nutren de contenido y forma al concepto de ciudadanía y permiten su consideración a nivel internacional.
Ahora bien, ¿puede el dinero garantizar una conexión genuina? ¿cuáles son los efectos de carecer de un vínculo genuino? Esto, entiendo, presenta tres disparadores disimiles en el derecho internacional, en el derecho de integración y en el ámbito del derecho interno, en ese orden.
Primero, podría suponerse que al obviar este “vínculo genuino efectivo” que exige la nacionalidad, se tensionaría el ejercicio de la protección diplomática: el acto mediante el cual un Estado protege vis-a-vis los derechos de su ciudadano frente a los abusos o violaciones cometidos por otro Estado en detrimento del derecho internacional. En el fallo mencionado, la CIJ impidió a Liechtenstein ejercer este acto, en nombre de Friederich Nottebohm, originariamente ciudadano alemán, frente a Guatemala. La CIJ consideró que “la naturalización fue solicitada […] como un medio para lograr la sustitución de su cualidad de nacional de un Estado beligerante por la de nacional de un Estado neutral, con el único objeto de colocarse así bajo la protección de Liechtenstein […] Guatemala no está obligada a reconocer una nacionalidad así adquirida.” (C.I.J., Recueil 1955, ps. 4 ss)
Sin embargo, supongamos que una persona de nacionalidad china adquiere la ciudadanía de Malta y se muda automáticamente a Francia. En este supuesto, el país galo -o cualquier otro Estado miembro de la UE- no podrá alegar la ausencia de ese “vínculo genuino efectivo” para desconocer la ciudadanía maltesa. En el derecho comunitario europeo, desde el fallo Micheletti y otros (1992) dictado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, se bloqueó el concepto de “vinculo genuino efectivo”, entendiendo que éste no puede ser utilizado como un pretexto para impedir el ejercicio de los derechos garantizados bajo el paraguas de la UE. De acuerdo con el artículo 20 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, ante la concurrencia de nacionalidades (aunque la segunda sea adquirida por inversión, aunque no exista relación alguna con el país que la otorgó), primará siempre la ciudadanía del Estado europeo y ningún otro miembro de la UE podrá desconocerla.
Por último, el “vínculo genuino efectivo”, se asociará al principio de igualdad y no discriminación, para profundizar en el derecho interno las distinciones entre “ciudadanos de segunda categoría”. Por caso, un migrante que vivió durante años de manera regular en un país, formó en él una familia, contribuyó impositivamente con el esfuerzo de su trabajo y forjó vínculos con la comunidad, correrá el riesgo perpetuo, si no adquiere esa nacionalidad, de ser expulsado sin más a su país de origen. Su “vínculo genuino efectivo”, evidente en comparación con el ciudadano por inversión, no será suficiente para blindarlo ante esa situación, mientras que aquél que sólo realizó una transferencia bancaria será inmune a este riesgo.
Conclusión
En estas breves líneas intenté resaltar algunas de las discusiones jurídicas -y no tanto- que giran en torno a la venta de la nacionalidad. Todo ello, como dije, sin ánimo de aportar visiones concluyentes sino introducir ciertas pistas y alentar al debate.
Aun así, algunas afirmaciones comunes pueden extraerse. Las políticas sobre nacionalidad, principalmente reservadas al dominio estatal, se encuentran en constante tensión con las limitaciones impuestas por el derecho internacional. La ciudadanía a la venta exacerba aún más las crispaciones entre ambos ordenamientos jurídicos, a la par en que los entremezcla con debates ético-filosóficos, relaciones interestatales o incluso políticas públicas, por mencionar algunos.
Por otra parte, la marketización de la ciudadanía sirve como disparador para revisitar el concepto de nacionalidad y de comunidad política, inscritos en un mundo globalizado donde prima la lógica de mercado y donde surgen muchas otras ciudadanías tan discutibles como aquella a la venta. Invita, asimismo, a repensar la vinculación entre el Estado-nación y sus miembros, mientras que alienta la participación de la ciudadanía en las políticas “de elección” de sus nuevos (¿acaudalados?¿deportistas excelsos?¿familiares?) integrantes: quiénes deben pertenecer y porqué.
Y me pregunto qué hubiera respondido Bret Harte al siguiente interrogante, ¿es el dinero aquél que deba cambiarnos la suerte?