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¿Qué deberíamos esperar de nuestros políticos?

por PÓLEMOS
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Nicole Oré Kovacs

Psicóloga y docente en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas y la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.


“El país se encontraba agitado como nunca, el poder confuso, la autoridad diluida, los valores en acelerado proceso de inversión, la pérdida del sentido de respeto cívico se extiende por todos los sectores de la sociedad, probablemente ni dios sabe adónde nos lleva.” (Saramago, 2020)[1]

No es necesario conocer a cabalidad el funcionamiento del sistema de gobierno para darnos cuenta de que nos encontramos en una triple crisis (política, económica y sanitaria), desde hace ya mucho tiempo. A grandes rasgos, su solución exige del trabajo conjunto y consensuado de todas las instituciones de la sociedad civil, teniendo a la cabeza al aparato gubernamental. El problema radica en que quienes representan a este aparato de gobierno han sido escogidos a través de un proceso electoral que se asemeja más a un conflicto trágico que a un proceso de renovación periódica de nuestras autoridades. Además, este conflicto demostró explícitamente la profunda escisión de nuestra sociedad producto de una amplia variedad de sesgos ideológicos. Estos, han inhibido nuestra capacidad de razonar críticamente y de cuestionar nuestros más profundos principios morales. A ello se le añade que algunos de los personajes a cargo de los puestos clave de gobierno distan de ser los más adecuados para enfrentar la crisis. Las -casi inmediatas- denuncias o investigaciones por apología al terrorismo, violencia doméstica, implicación en una presunta organización criminal, homofobia, misoginia, multas de tránsito, entre otras no menos viles, reducen la credibilidad del gabinete ministerial, de los congresistas y del Presidente de la República. Siguiendo a Saramago, escritor portugués y Premio Nobel de Literatura, podríamos decir que a nuestro deteriorado aparato político le quedan aún algunos escalones más por bajar.

Este es un grave problema. Se trata de un problema moral que ha opacado nuestra comprensión acerca del valor de la esfera pública y los bienes que en ella discurren. Pero no es un problema reciente. En el siglo IV a.C., Platón[2] criticaba el sistema democrático de la polis ateniense y señalaba, con especial énfasis, que todos los Estados de su época estaban mal gobernados. Por ello, como lo relata en su séptima carta, vio inicialmente en Dionisio, el tirano de Siracusa, una oportunidad para formar a un gobernante bajo los principios rectores de la labor filosófica. Sin embargo, y por suerte para nosotros los modernos, sus intentos de reformar al tirano no dieron frutos, de manera que de estos errores extrajo importantes lecciones políticas. De esta manera, sus consejos e interpretaciones no distan de ser pertinentes para pensar a nuestros actuales gobernantes. Por ejemplo, en 332c, describiendo a Dionisio, señala:

(…) Dionisio, que había concentrado toda Sicilia en una sola ciudad, y que por su engreimiento no se fiaba de nadie, a duras penas pudo mantenerse, porque era pobre de amigos y de personas de confianza, y no hay muestra más evidente de la virtud o maldad de un hombre que la abundancia o escasez de tales personas.

Aquí, Platón nos muestra que es posible evaluar la virtud -o vicio- de una persona revisando atentamente la composición de su círculo de confianza más próximo. En nuestros tiempos, solemos dar cuenta rápidamente de las cualidades de los allegados al gobierno, quienes, lamentablemente, suelen ocupar los puestos clave para la administración pública. Y también somos testigos de cómo estos allegados suelen alejarse, renunciando a los intereses que otrora defendían a capa y espada. Los movimientos políticos de este tipo responden a intereses particulares o de facción y le restan estabilidad al gobierno. Los vemos realizados ahora, con un presidente cuyo partido empieza a fragmentarse y cuyo círculo más próximo pareciese estar compuesto por sujetos altamente cuestionables.

Vayamos a otro punto. Recordemos la segunda vuelta electoral y el extenuante proceso de revisión de las actas frente a las acusaciones de fraude de la oposición. La batalla legal por alcanzar el sillón presidencial nos tuvo a todos con el alma en vilo, instaurando una incertidumbre política que no experimentábamos desde noviembre de 2020, y que aún se mantiene vigente. Los vencedores y vencidos aún conspiran contra la democracia. Dicho esto, Platón, en 337, subraya:

Toda persona dotada del más pequeño sentido de la rectitud por algún designio divino tiene que darse cuenta de que los males de las guerras civiles no terminarán hasta que los vencedores dejen de vengarse con batallas, exilios y matanzas y de lanzarse al castigo de sus enemigos: hasta que se controlen a sí mismos y establezcan leyes imparciales, tan favorables para ellos como para los vencidos y les obliguen a cumplir dichas leyes mediante dos sistemas de coacción: el respeto y el temor. El temor, demostrando la superioridad de su fuerza material; el respeto, presentándose como personas que dominan sus pasiones y prefieren estar al servicio de las leyes y pueden hacerlo.

Si bien no nos encontramos en una guerra civil, es más que evidente que entre los poderes del estado, entre la izquierda y la derecha, entre los ciudadanos radicalmente polarizados, reina el conflicto. Siguiendo a Heráclito[3], podríamos considerar a la guerra, conflicto o tensión imperantes en el mundo como “(…) padre de todos y rey de todos, de suerte que a unos los pone en dioses, a otros en hombres, a unos los hace esclavos, a otros libres.” El conflicto distingue, separa, establece la tensión entre los opuestos que vemos claramente reflejada en la esfera pública, sobre todo en el ámbito de lo político. Sin embargo, el problema radica en que ahora, en un contexto en el que nuestra vida peligra a causa de un enemigo invisible, la incertidumbre que genera el conflicto político exacerba nuestras preocupaciones. Sus efectos se hacen sentir en la vida cotidiana del ciudadano de a pie. Por lo tanto, el llamado de Platón a los vencedores y los vencidos a “controlarse a sí mismos y establecer leyes imparciales” corresponde a la necesidad de establecer un marco base de actuación favorable para los ciudadanos de la polis. Los vencedores, al dominar sus pasiones y disponerse al servicio de la ley, inspirarán respeto en los vencidos. Como espectadores del conflicto político de estos últimos meses, valdría la pena preguntarnos si nuestras autoridades inspiran respeto. Por supuesto que cualquiera podría exigirnos una definición de lo que entendemos por respeto o el perfil de una persona considerada ‘respetable’. Siguiendo la vía platónica podríamos ensayar como respuesta que, en lo político, una persona digna de respeto es aquella que se somete a la idea de la justicia, pues:

De otra forma no es posible que algún día cesen los males de una ciudad en la que reina la guerra civil, sino que las discordias, odios, enemistades y traiciones suelen darse en el interior de las ciudades que se encuentran en tal situación. (Platón, 2002, 337b)

Para resolver estas circunstancias y salvar al Estado, Platón propone en 337c la elección de las mejores personas para promulgar leyes justas que no den ventaja ni a los vencedores ni a los vencidos:

Por ello, los vencedores en cada caso, si realmente desean la salvación del Estado, deben elegir entre ellos mismos a los griegos de los que tengan mejores informes, ante todo hombres de edad madura, (…) y con buena reputación y que todos tengan fortuna suficiente. (…) A estas personas (…) hay que suplicarles y ordenarles, previa prestación de juramento, que promulguen leyes que no den más ventajas ni a vencedores ni a vencidos, sino que establezcan la igualdad de derechos para toda la ciudad.

Basta con darle una mirada al perfil de algunos de nuestros actuales ministros, viceministros, directores en puestos clave del gobierno y congresistas para darnos cuenta de cuán alejados estamos de la recomendación platónica. Una vez más, hemos permitido que el curso de nuestra patria dependa de las decisiones de personas con poca preparación académica e integridad moral. Son estas personas las que proponen proyectos de ley absurdos, sin un adecuado sustento jurídico, teórico o técnico, los cuales, al aprobarse, no hacen más que dañar severamente la calidad de vida de los ciudadanos. Estamos muy lejos de una democracia de ciudadanos libres e iguales ante la ley. Sobre todo, si como señala Platón en 337d:

Todo depende, efectivamente, de esto, del establecimiento de las leyes. Porque si los vencedores se muestran más sometidos a las leyes que los vencidos, todo será bienestar y felicidad y la ciudad quedará libre de males; en caso contrario, no pidáis mi colaboración ni la de nadie para colaborar con los que no atienden a los presentes consejos.

Los vencedores de hoy exponen discursos que elogian a la justicia, que buscan “acabar con la corrupción”. Sin embargo, paradójicamente, no hacen más es exacerbarla. Ahora bien, no es sólo este el régimen susceptible a ser criticado bajo estos parámetros, siguiendo la sugerencia de Platón. Nuestros 200 años como república no han dejado de demostrarnos, una y otra vez, que seguimos tropezando con la misma piedra. La abismal distancia que nos separa de la promesa republicana es resultado de nuestro desinterés por la política. Sin embargo, parece que nos hemos permitido llegar hasta tal punto de crisis que no nos queda otra opción que liberarnos de la tiranía de la muchedumbre y asumir una posición vigilante.

Esta situación pone en relieve el valor de la crítica como parte esencial del ejercicio de la ciudadanía. La crítica es esencial en periodos de crisis. De hecho, ‘crítica’ y ‘crisis’ comparten la misma raíz, ambas provienen del verbo griego krinéin[4]. En su sentido lógico, el término alude a la acción de separar conceptos, realizar distinciones. Por otra parte, desde lo jurídico significa ‘juzgar’, es decir, someter a juicio, refutar. Para que ello se realice es necesario un juez y un inculpado. Así, ambos sentidos se realizan en un escenario dialógico en el que se juzga algo para poder extraer sus supuestos y ponerlos en cuestión. El problema radica en el lugar desde el que se inicia la crítica. Cuando su punto de partida se sitúa en un sujeto que asume que su perspectiva es, no sólo la única sino también la mejor (i.e. que es ajena a la de su interlocutor), la crítica no guardará relación con la posición compartida y común de ambos interlocutores. Ello resultará en una crítica superflua, pues no se realiza en diálogo, no se ve confrontada con la posición alterna. El crítico evita así a toda costa una ampliación de la perspectiva que haga inteligibles la coherencia o incongruencia de la posición que se critica. El coste identitario que supone renunciar a una posición segura y ‘correcta’ desde la cual se interpreta el mundo es muy alto. Por ello, como señala Gamio (1997), criticar demanda asumir que en el diálogo no existen moderadores o interlocutores privilegiados, dueños de la verdad, sino tan solo participantes. En línea con ello, me pregunto si la actitud vigilante y crítica que ahora profesamos como ciudadanos no oculta una ceguera intencionada.

Frente a la pregunta ¿Qué deberíamos esperar de nuestros políticos? se plantea una cuestión aún más precisa: ¿Qué deberíamos esperar de nosotros como ciudadanos? Podríamos ejercitar la crítica, de primera mano, evaluando nuestra disposición a liberarnos de los sesgos ideológicos para ampliar nuestra perspectiva, fusionando nuestros horizontes. Tal vez así, dispuestos a ser interpelados por el otro y reconociendo que no tenemos razón, podamos recuperar el respeto cívico necesario para reconstruir nuestra República.


[1] Saramago, J. (2020). Las intermitencias de la muerte. Debolsillo

[2] Platón (2002). Diálogos VII. Dudosos, Apócrifos, Cartas (Biblioteca Clásica Gredos nº 162). Madrid: Gredos

[3] Marcovich, M. (1968). Heraclitus. Texto griego y versión castellana. Meridia: Textos Gráficos Universitarios.

[4] Gamio, G. (1997). El lugar de la crítica. Hybris, (1), 9-12

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