Susana Mosquera Monelos
Doctora en Derecho con mención de doctorado europeo con especialidad en Derecho Eclesiástico por la Universidad de la Coruña. Licenciada con grado en Derecho Comparado por la Universidad de la Coruña. Realizó estudios de postgrado en Derecho de la Unión Europea por la Universidad de la Coruña.
Este trabajo surge de la necesidad de despejar la duda sobre si, existe un conflicto entre los derechos a la libertad religiosa y a la libertad de expresión. A sabiendas de que por razones de espacio, muchos aspectos de esta cuestión no serán mencionados, se asume la intención de exponer en términos generales este tema.
Considerando como punto de partida la esencial dignidad de la persona humana que la hace titular natural de una serie de atributos que el sistema jurídico describe y protege como derechos esenciales, habrá que colocar en un punto central de esos valores al derecho de libertad religiosa. Para algunos autores, se trata de la primera de las libertades puesto que enlaza con la identidad del ser humano en su más íntima condición, su capacidad para establecer una relación de comunicación con un ser superior.
La libertad religiosa logró hacerse un espacio jurídico gracias a la aparición del Estado moderno, y hasta podría decirse que cuestión religiosa y cuestión política fueron de la mano en ese convulso siglo XVI europeo en el que las naciones surgen entre otras razones para defender su autonomía jurídica, política, económica y también religiosa y cultural. No fue un camino sencillo lograr el reconocimiento de la libertad religiosa como derecho, pues la tendencia natural era la protección para los que compartían un mismo credo, dejando en el mejor de los casos la simple tolerancia -y a veces la guerra y persecución- para las minorías religiosas de distinta fe.
El proceso de separación entre la moral y el derecho, que permita la construcción de un sistema de gobierno que no tenga en cuenta el credo de las personas sino su condición de ciudadanos, se logra después de luchas revolucionarias en las que los planteamientos liberales hacen espacio para los derechos de la persona. Modelo de Estado que se sostiene sobre el reparto equitativo de poderes controlados entre sí con un catálogo de derechos y libertades, y efectivas garantías para su protección. Dentro de esas garantías, una de las más transcendentales es la libertad de pensamiento que fluye a través de la libertad de expresión y ayuda a la construcción de un sistema político que quiera calificarse de democrático.
Elemento esencial para esa participación política que mantiene al sistema, es el pluralismo ideológico que se alimenta de la difusión de ideas y valores a través de la prensa libre. De ahí, la importancia de defender la libertad de expresión se refleja tanto en su dimensión individual como social a través de la protección especial de los medios de comunicación. Por eso, toda restricción a la libertad de información debe estar prevista por ley y se prohíbe la censura previa. No obstante, como todo derecho esencial, la libertad de expresión también conoce límites. Los derechos y reputación de terceros, la seguridad nacional, el orden y la moral públicos son los factores que permiten al operador jurídico establecer la limitación a este derecho y ayudan así a delimitarlo en aquellos casos en los que un indebido uso de la libertad de información obligue a la judicialización que pondere el ejercicio de derechos en el caso concreto.
Aquí se plantea entonces la pregunta concreta, ¿en esa tensión puede la libertad de expresión entrar en conflicto con la libertad religiosa? Para poder responderla, debemos considerar primero un concepto de libertad religiosa como derecho fundamental. Y, si nos fijamos en la redacción que este derecho tiene en los principales tratados de derechos humanos, nos damos con la sorpresa de que -al igual que sucede en el texto de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos- la fórmula de los tratados habla de “libertad de pensamiento, conciencia y religión”. Es decir, que en la misma triada encontramos a la libertad de pensamiento con la libertad de culto en lo que parece ser un derecho nucleado en capas que corresponden con las distintas formas de exteriorización y concreción que ese derecho puede alcanzar. De ese modo la libertad de pensamiento estaría en la capa más interna, esa que se garantiza con la inmunidad de coacción que la persona debe tener de su esfera más íntima. La siguiente capa estaría formada por la libertad de conciencia, en la que se proyectan los valores y principios que ayudan a la construcción de esa persona. Con la libertad de conciencia entramos en el plano de externalización del derecho, que será completo cuando el titular de esa libertad construya su identidad religiosa –en un sentido teísta, agnóstico o ateo- y lo plasme en la forma de libertad de culto y credo libremente elegido.
Esta forma de entender el derecho de libertad religiosa formado en capas permite explicar que la libertad de pensamiento es en realidad elemento esencial para construir la libertad religiosa; es decir, que, también en materia religiosa, es necesario el pluralismo y la diversidad para que la persona titular del derecho haya podido formar libremente su identidad religiosa, cambiarla de ser el caso y decidir practicar o no un culto. Es decir, que en su dimensión individual, la libertad de expresión y la libertad religiosa no deberían entrar en conflicto y, si eso sucediera, las reglas de ponderación permitirían determinar quién ejerce de forma legítima su derecho. Esta manera de entender la relación entre libertad de pensamiento, conciencia y culto, no impide, por supuesto, que la libertad de pensamiento se ejerza también en otros planos distintos al religioso y sirva entonces como punto de partida para las libertades de reunión, manifestación o asociación, entre otras. En la Convención Americana sobre Derechos Humanos y también en el texto constitucional peruano, la libertad de pensamiento está colocada en un artículo autónomo junto a libertad de expresión; mientras que la libertad de conciencia y religión se agrupan juntas en otro apartado, justamente para expresar la importancia que tiene la libertad de expresión en la construcción del modelo democrático, sin que eso signifique separar la libertad de pensamiento del núcleo interno de la libertad religiosa.
Pero así como la libertad de expresión tiene una dimensión individual y otra dimensión social, también la libertad religiosa tiene una titularidad individual y una titularidad colectiva. Y esta segunda no es la simple sumatoria de los derechos de los fieles, sino que la confesión de forma autónoma disfruta de derechos diferente a los de sus miembros. Esa dimensión colectiva de la libertad religiosa enlaza con la cuestión del peso que las confesiones religiosas tienen dentro de un determinado sistema jurídico-político. Esto sucede puesto que, a pesar de haber logrado incluir un derecho de libertad religiosa en la mayoría de los textos constitucionales, no todos los países han logrado un nivel similar de secularización. Por este motivo, no todos ponen el mismo empeño en la defensa de la libertad religiosa ni tienen el mismo modelo de relaciones entre el poder político y el poder religioso. Encontramos así modelos que guardan todavía restos de un pasado confesional en el que una confesión era la que identificaba al estado, junto a otros que evolucionan hacia la cooperación plural con las distintas sensibilidades religiosas que se encuentran en la sociedad y conviven con algunos sistemas que son indiferentes hacia el fenómeno religioso o lo persiguen.
La cuestión sobre el modelo de relaciones Iglesia-Estado no es baladí, ya que los ejemplos que encontramos para graficar la tensión que a veces se produce entre la libertad de expresión y la libertad religiosa están enfocados en la protección de una controvertida dimensión colectiva de ese derecho de libertad religiosa como es la de los “sentimientos religiosos” que solo puede entenderse en relación a la percepción que de tales sentimientos religiosos se tiene en una concreta sociedad. El caso de las viñetas de Mahoma, la distribución de la película “La última tentación de Cristo”, el caso Otto-Preminger vs. Austria tienen siempre un patrón similar: la libertad de expresión en su dimensión artística, -muchas veces cercana a la mofa o al escarnio-, se encuentra frenada en su ejercicio por el límite del honor del que sería titular la entidad religiosa. Es decir, que se busca amparar en la libertad religiosa la lesión que aparentemente se está causando al honor de la confesión que sufre el ataque, y la respuesta solo puede darse si se toma en consideración el papel que dicha confesión tiene –o ha tenido- en la construcción histórico-política de ese país. Factor que se traduce jurídicamente en el contenido religioso que da forma a la moral social como límite al ejercicio de los derechos fundamentales. De ahí que surja incluso de forma natural la necesidad de tomar en cuenta el criterio propio de ese modelo jurídico en relación a la construcción de los límites al derecho a la libertad de expresión, el margen de apreciación nacional como lo llama el Tribunal Europeo de Derechos Humanos tiene aquí su zona de trabajo más evidente.
Llegados a este punto de cierre, corresponde incorporar alguna nota crítica o de comentario para señalar, en primer lugar, que cada vez resulta más difícil en una sociedad globalizada como la actual, mantener la presencia de figuras jurídicas que protegen la singularidad de un modo unilateral de entender el hecho religioso. La necesidad de impulsar sistemas de convivencia plural y multicultural evoluciona hacia la protección de la libertad religiosa a título individual y colectivo, por eso ya no se entiende la necesidad de mantener sistemas de protección y exclusividad hacia una determinada confesión. En esa línea, resulta necesario conservar las leyes antidifamación que protegen la titularidad individual del derecho al honor frente a un uso extralimitado de la libertad de información, pero extender esa protección hacia el honor de una confesión religiosa, o de un eventual sentimiento religioso de titularidad colectiva o social, no parece tan evidente. Otro tanto cabe decir de las normas que castigan la blasfemia, figura que tenía sentido en un modelo jurídico que se construía desde la identidad confesional del estado y que tomaba a la moral religiosa como elemento de categoría relevante para la delimitación del sistema, pero que en un modelo de convivencia religiosa plural pierde sentido.
Impulsar esa convivencia cultural resulta importante, y para lograrlo habrá que mejorar las herramientas de acomodación y armonización que permitan en gran medida reducir las tensiones que inevitablemente se producen entre los ciudadanos, especialmente cuando entramos en el terreno tan personal y subjetivo como el de la libertad de pensamiento, opinión en perspectiva teológica. La importancia de conocer la manifestación religiosa de un grupo -para anticipar en qué medida su comportamiento debe considerarse amparado en el legítimo ejercicio del derecho de libertad religiosa- y de ese modo evitar conflictos en aquellos entornos de convivencia social más intensamente expuestos, como pueden ser el laboral o el educativo entre otros, ayudará a reducir la judicialización de estos casos y permitiría construir una sociedad más respetuosa con las distintas religiones. Esto ayudaría a dar contenido objetivo a la protección de la libertad religiosa como derecho fundamental, independientemente del peso histórico o sociológico que un grupo religioso tenga o haya tenido en esa sociedad.