Gonzalo Gamio
Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
Una dimensión crucial del mensaje de Jesús de Nazaret consiste en privilegiar la atención al ser humano sobre las exigencias de pureza ritual y doctrinal en materia de religión. En efecto, su reiterado conflicto con los fariseos y los maestros de la Ley gira en torno al cuidado de la dignidad y las necesidades humanas como núcleo del anuncio del Reino de Dios, en contraste con la observancia rígida de los preceptos que ha consagrado la tradición[2]. El šabbāt es para el hombre, no el hombre para el šabbāt. Con frecuencia, las discusiones que entabla Jesús con las autoridades religiosas de su tiempo entrañan un desacuerdo esencial sobre la interpretación de la Ley y de la Escritura, pero fundamentalmente revelan una reflexión sobre el lugar del valor de las personas en el terreno de la práctica.
Qué significa vivir en la fe, quién está dentro y quién está fuera del Reino de Dios: estas son cuestiones cruciales en el camino espiritual de Jesús. Se trata de un problema que alcanza los desarrollos de la teología actual, pero no deja de ser un problema práctico –eminentemente práctico-, que indaga acerca de la dirección que puede tomar o no la vida. Estas preguntas me llevan a lo relatado en Lucas 7, 1-10, uno de mis pasajes predilectos del Nuevo Testamento. Se trata de aquel episodio en el que el nazareno cura al sirviente de un centurión romano luego de una esclarecedora conversación con el militar. Voy a concentrarme en este relato para intentar defender la tesis que he bosquejado en el párrafo anterior. Debo a mi recordado amigo Vicente Santuc -filósofo jesuita francés que eligió el Perú como su hogar- algunas puntualizaciones realmente significativas sobre este pasaje bíblico.
1.- Fe y ágape. La palabra del centurión.
El relato de Lucas señala que se hallaba Jesús en Cafarnaún, luego de haberse dirigido a la gente. Un centurión romano tenía un sirviente a quien apreciaba mucho que estaba enfermo y en peligro de muerte. Este capitán era amigo de judíos notables que vivían en el lugar, de modo que les pidió a estas personas que intercedieran por él ante Jesús para que consintiese en visitarlo y salvar la vida de su sirviente. Las personas que conocían al militar señalaban a Jesús que el soldado romano amaba al pueblo de Israel y que incluso había contribuido con la construcción de una sinagoga. Era pues un hombre que, a pesar de ser un alto oficial de un ejército invasor, se había ganado el afecto de la población local gracias a sus virtudes y a su apertura a la espiritualidad judía.
“Jesús se puso en camino con ellos. No estaban ya lejos de la casa, cuando el capitán envió a unos amigos para que le dijeran: «Señor, no te molestes, pues ¿quién soy yo, para que entres bajo mi techo? Por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente donde ti. Basta que tú digas una palabra y mi sirviente se sanará” (vv.6-7).
Las palabras del militar provocaron un gran impacto en todos los presentes. Como se sabe, ellas han sido incorporadas incluso en la celebración de la Misa católica. De hecho, aquella frase asombró al propio Jesús, quien, volviéndose hacia quienes caminaban con él, comentó con admiración la fuerza espiritual subyacente a la actitud del centurión.
«Les aseguro, que ni siquiera en Israel he hallado una fe tan grande.» (v.9).
La reflexión de Jesús es extraordinaria y también es controvertida. La convicción del capitán acerca de la inminente curación de su sirviente es conmovedora, pues revela una absoluta confianza en la autoridad de Jesús para sanar los males que lesionan la vida de las personas. El maestro describe aquella actitud como un acto de genuina fe. El uso de esta expresión es sumamente interesante, si tomamos en cuenta que el militar no pertenecía a ninguna de las doce tribus de Israel, ni profesaba el judaísmo, a pesar de sus visibles simpatías hacia las familias de los vecinos notables de Cafarnaún y sus aportes al desarrollo de la localidad. Aunque no encontramos en el Evangelio de Lucas ninguna información acerca de sus creencias, podemos suponer que el centurión le rendía culto a Júpiter y a los dioses que pertenecen a su linaje, como hacían los romanos de la época; también es posible especular que pronunciaba oraciones a sus familiares fallecidos y realizaba rituales en favor de sus ancestros. Es probable que ante los ojos de los judíos más conservadores fuese considerado un pagano y un idólatra.
Y, sin embargo, a juicio de Jesús, ni siquiera en Israel hallamos una fe tan grande como la de este hombre. El maestro disocia fe y religión. La fe no se identifica aquí con la fidelidad a una doctrina metafísica o religiosa, sino a la disposición a dejar actuar el amor de Dios (ágape) en el curso de la vida. Por eso la actitud del centurión resulta tan destacable, en contraste con la obsesión de los fariseos con la pureza ritual. El militar ha descifrado acertadamente el espíritu del magisterio de Jesús: él no ha venido a convertir a la gente a un credo, sino que ha venido a anunciar la presencia del amor de Dios, su Reino y su justicia. En esa línea de reflexión, el Reino de Dios no excluye a nadie. No se reveló en primera instancia a los doctos ni a los poderosos, sino a los más pequeños (los pobres y excluidos)[3]. El Evangelio muestra en reiteradas ocasiones que el Reino es como una fiesta o una boda a la que sus invitados no asisten, porque han puesto diferentes excusas para no asistir. Entonces el anfitrión ordena abrir las puertas de su casa a los indigentes, a los mendigos y a los que padecen alguna clase de discapacidad física[4]. Todo aquel que reconozca la presencia del ágape y responda positivamente a su llamado es por derecho propio un miembro del Reino de Dios.
2.- La experiencia de fe, el esfuerzo por el Reino y la primacía de la práxis.
Fe es en hebreo emunah, la confianza en la solidez de una relación interpersonal, en este caso con Dios. Alude a fiarse de la palabra y acciones de alguien en virtud de un vínculo que ha echado raíces en una historia compartida. “El Señor es mi roca” es una expresión que echa luces sobre aquello que es digno de confianza, porque se sustenta en un compromiso que en el pasado ha superado múltiples pruebas. A aquella clase de lealtad se refiere la fe. No debe confundirse con el griego pístis, que evoca más bien una categoría epistémica que me remite al contacto intelectual con un objeto, a saber, el “mundo” o parte de él…se trata de otro tipo de experiencia, completamente ajena a la vivencia de la comunicación interhumana[5]. Como puede apreciarse, la perspectiva jesuánica hunde sus raíces en la hermenéutica judía, aunque su anuncio de la inminencia del Reino lleva a su radicalidad el trasfondo ético-espiritual de la noción de emunah.
Los fariseos y los maestros de la Ley concentran su atención en evaluar la ortodoxia de la población en materia de sus convicciones y costumbres. Jesús desafía esa instrumentalización de las antiguas tradiciones y del propio mensaje de la Escritura. Poner en primer lugar al ser humano -en particular los más débiles- implica desechar la pregunta “¿En qué crees?” y llamar la atención sobre otra más relevante en el terreno de la práxis, a saber, “¿Qué haces por tu hermano?”. Por supuesto, esta clase de cuestionamientos pusieron al Rabí y a sus seguidores en el ojo de la tormenta, puesto que las élites religiosas se sintieron interpeladas por el mensaje de amor propuesto por el nazareno. Como se sabe Jesús fue acusado de cometer blasfemia (o herejía) luego de comparecer ante el Sanedrín, y finalmente padeció una muerte de cruz, en medio de terribles tormentos y humillaciones.
La fe revela su carácter en las interacciones de la vida cotidiana. Jesús enfatiza la naturaleza estrictamente práctica de la respuesta a las demandas del amor de Dios. Incurre en una extraña incoherencia quien entiende la exigencia de incondicionalidad y sobreabundancia del amor y no lleva a cabo aquello que comprende. El árbol se conoce por sus frutos. «No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni tampoco árbol malo que dé frutos buenos» (Lucas 6, 43). Esta ineludible remisión a la práctica está conectada estrechamente con el llamado principio de encarnación. El espíritu se hace carne, es decir, asume la concreción propia de la vida. El espíritu no puede mantenerse únicamente en la esfera de la abstracción. Su encarnación constituye la “prueba” de su verdad. Si la comprensión del amor permanece únicamente en la mente, no es tal. No tiene cimiento alguno.
«Les voy a decir a quién se parece el que viene a mí y escucha mis palabras y las practica. Se parece a un hombre que construyó una casa; cavó profundamente y puso los cimientos sobre la roca. Vino una inundación y la corriente se precipitó sobre la casa, pero no pudo removerla porque estaba bien construida. Por el contrario, el que escucha, pero no pone en práctica, se parece a un hombre que construyó su casa sobre tierra, sin cimientos. La corriente se precipitó sobre ella y en seguida se desmoronó, siendo grande el desastre de aquella casa.»(Lucas 6, 47-49).
Que el amor y la piedad se encarnen en la práctica es también un asunto de justicia. Es lo que corresponde hacer con el prójimo. Aquí encontramos una de las columnas principales de la crítica de Jesús a la actitud de los fariseos y los maestros de la Ley. Ellos ponen trampas en la vida diaria de las personas que los escuchan; imponen una vara muy alta para la conducta de sus seguidores y se muestran condescendientes con su propia conducta. De hecho, Jesús pone en evidencia que dirigen su atención a meras externalidades, a la formalidad del culto y a la pureza doctrinal, soslayando lo medular de la fe, el cultivo del ágape. Por eso los llama “hipócritas” y “sepulcros blanqueados”.
Ortodoxia religiosa o práctica del ágape. Podríamos describir este conflicto existencial (y espiritual) como “el Dilema jesuánico”. Jesús de Nazaret echa luces sobre lo sustancial -la razón de ser– de la religión y, en general, de cualquier sistema de ideas, el cuidado del bien del otro. A veces esta importante cuestión es descrita por las teologías inductivas como el “esfuerzo por el Reino”; el Rabí cayó en la cuenta de que hacer valer esta verdad implicaba desafiar el poder de las élites religiosas, preocupadas por la observancia general de la “recta doctrina”, precisamente la fuente de su poder. Esa oposición llevó al nazareno a sufrir una muerte de cruz. Sin embargo, el mensaje de amor encarnado en la vida de Jesús demostró que la muerte no tiene nunca la última palabra. Su legado espiritual y su presencia en la historia han puesto de manifiesto que el Reino está en medio de nosotros.
Referencias
[2] Cfr. Grenier, J. Sobre el espíritu de la ortodoxia Caracas, monte Ávila 1969.
[3] He desarrollado este tema en Gamio, Gonzalo “Ética y profecía” en La construcción de la ciudadanía Lima, UARM-IDEHPUCP 2021 pp. 173-9.
[4] Cfr. Caputo, John D. La debilidad de Dios. Una teología del acontecimiento Buenos Aires, Prometeo 2014.
[5] Sobre este tema véase Buber, Martin Dos modos de fe Madrid, Caparrós 1996.