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Maltrato infantil: consecuencias y tratamiento

por PÓLEMOS
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Dra. Ana Caro

Doctora en Psicología Clínica por la universidad de Chestnut Hill College, Estados Unidos y profesora de la Maestría en Psicología Clínica de la Salud de la PUCP

 

El maltrato infantil es un grave problema social con raíces psicológicas y culturales y con repercusiones negativas en el desarrollo de la persona. Es un problema social,  pues sus consecuencias negativas no sólo afectan al individuo a corto y a largo plazo, sino que también puede contribuir a la creación de un ciclo de violencia familiar transmisible de generación en generación. Por un lado, el trabajo preventivo es esencial, y por otro, es importante comprender las raíces y consecuencias de este problema e intervenir lo antes posible a fin de minimizar sus efectos en el desarrollo del niño.

Recientes avances en la tecnología y en las investigaciones nos han permitido comprender de una manera más completa los mecanismos del estrés y sus efectos en el cuerpo, en la mente, y en el desarrollo de la persona. La psiquiatra norteamericana Lenora Terr (1991) describió las experiencias traumáticas agudas de los niños (Tipo I), y las distinguió de aquellas experiencias crónicas (Tipo II) de maltrato infantil y las respuestas de los niños a los elevados niveles de estrés producidos por estas experiencias. Las primeras son experiencias de un solo evento que a menudo son de corta duración, son severas y pueden estar acompañadas de daño físico y de pérdidas para la persona.

En estos casos, los niños pueden mostrar síntomas de estrés post traumático pero típicamente estos disminuyen y desaparecen en un mes o menos tiempo. Por otro lado, muchos niños pueden exhibir reacciones más severas y entonces deben ser evaluados y derivados para recibir tratamiento. Algunos niños se muestran asintomáticos pero pueden demostrar síntomas tiempo después del evento traumático. También pueden haber eventos traumáticos agudos que provocan cambios de vida significativos y que por esta razón implican un seguimiento del niño y de su entorno para apoyar su adaptación y recuperación.

Terr describió la exposición al trauma crónico como aquel en el cual el niño estuvo expuesto a eventos de maltrato o abuso repetidos y/o anticipados (Terr, 1991). Dentro de esta categoría (Tipo II) se encuentran el abandono, el maltrato constante, la exposición a la violencia constante, las múltiples pérdidas y la pobreza. Las estadísticas han mostrado que en la mayoría de los casos, los niños sufren maltrato causado por aquellos en quienes confían, como son sus padres, cuidadores o maestros. Esto tiene serias repercusiones, ya que el ser maltratado por su cuidador, padre o madre, tiene efectos negativos específicamente en «el desarrollo del cerebro que ocurre en el contexto de una relación con otro sí mismo, con otro cerebro» (Schore, 1996, p.60)

¿Qué ocurre en el cerebro como resultado de maltrato crónico? 

De la misma manera en que las experiencias positivas que incluyen afecto y respuesta consistente de cuidado hacia los niños son indispensables para el desarrollo del cerebro, así también las experiencias tóxicas como el ser testigo de violencia y víctima de maltrato afectan negativamente su desarrollo. Por ejemplo, en contextos en los cuales los niños encuentran constante caos, violencia y abandono, sus cerebros aprenden a estar hiperalertas o no se desarrollan adecuadamente. Esto significa que en muchos casos estos niños sobredesarrollan su habilidad para sobrevivir, pero al mismo tiempo su habilidad para responder hacia la confianza y el cuidado de otros se ve comprometida (Stien,& Kendall, 2004).

Algunos de los cambios que se han observado incluyen un tamaño reducido en el hipocampo, órgano que cumple un rol central en el aprendizaje y la memoria. También se ha encontrado que niños y adolescentes que han sufrido maltrato crónico tienen un corpus callosum más pequeño. Esta estructura cerebral es responsable por la comunicación entre los hemisferios cerebrales, y otros procesos relacionados con la regulación de las emociones y otras habilidades cognoscitivas. El cerebellum, que coordina la conducta motora y función ejecutiva también tiene menos volumen en niños maltratados, y en la corteza frontal se ha encontrado que la parte orbitofrontal también es más pequeña; esta última es elemental en la regulación social y de las emociones.

Por último la amígdala, aunque no directamente afectada estructuralmente, es mucho más activa en niños que han sufrido maltrato y abandono, lo que explica conductas hiperalertas aún cuando el peligro no está presente. También se ha encontrado que personas con historias de abuso infantil pueden tener niveles muy bajos o muy altos de cortisol, lo que en ambos casos se ha asociado con daño celular al hipocampo y con la debilitación del sistema inmunológico.

¿Cómo se traduce todo esto en conductas? Niños y adolescentes que han sufrido maltrato y/o abandono pueden oscilar entre conductas extremas de hiperactividad y adormecimiento. Normalmente, la capacidad de autocalmarse y coregularse se desarrolla a través de la interacción con un cuidador o cuidadora que está en sintonía con las necesidades del niño o niña. Cuando esto no ocurre, estos niños y adolescentes traumatizados por el abuso crónico no desarrollan un apego seguro y por lo tanto desarrollan otros medios atípicos de autoregulación. Por ejemplo, algunos aprenden a manejar la ansiedad haciéndose daño (como darse de golpes, cortarse), o provocando situaciones en las que su sistema nervioso alcanza un punto crítico, en el que finalmente se pueden detonar los mecanismos que lo calman, a través de la descarga de cortisona y otros opiodes endógenos, que lo calman pero a veces también pueden provocar una respuesta disociada o hipnótica.

Otros niños, sobre todo los más pequeños, manifiestan su ansiedad, rabia y miedos en el juego, conductas agresivas, problemas con el sueño, y otros problemas somáticos. Otras manifestaciones del impacto del maltrato infantil se dan a nivel cognoscitivo. Niños y adolescentes con historias de maltrato pueden manifestar retrasos en el desarrollo motor-sensorial, lo que puede contribuir a problemas en el aprendizaje. No es inusual que estos niños se presentan con problemas de atención, se irritan fácilmente, o se les describe como distraídos, y desobedientes. Es importante recalcar que en estudios longitudinales se ha encontrado que el impacto del maltrato infantil en el desarrollo cognoscitivo no es uniforme, y que parece estar relacionado con el número de factores de riesgo que están presentes en la vida del niño (violencia familiar, enfermedad mental de la madre, ausencia del padre, uso de drogas del cuidador, pobreza), y cuando estos factores están enraizados en la familia, esto aumenta el riesgo de problemas cognoscitivos y emocionales de manera significante (Rutter, 1993). 

El autoconcepto y el desarrollo de la identidad se ven también afectadas, ya que el niño se ve a sí mismo como malo, inaceptable, y esto es reforzado por las respuestas y evaluaciones de los adultos que lo rodean. Finalmente, niños y adolescentes que sobreviven al maltrato infantil generalmente tienen dificultad en sus relaciones sociales. Por un lado, desean la cercanía y la conexión con otros, pero por otro desear satisfacer esta necesidad puede crearles mucho temor porque, de acuerdo con su experiencia, cercanía significa dolor. Esto es lo que en muchos casos crea patrones de interacción en los que estos niños y adolescentes actúan de manera sumisa y pueden continuar en relaciones de abuso más adelante en sus vidas. Y, aunque la mayoría de los niños que sobreviven al maltrato no se tornan en violentos individuos, trágicamente algunos si lo han hecho, y estudios sobre las historias de vida de criminales violentos así lo han mostrado (Lewis, 1998).

Miguel y su familia llegaron a mi consultorio cuando la escuela le recomendó terapia porque era conflictivo con otros niños, salía corriendo del salón de clase y cuando lo interrogaban sobre estas conductas se quedaba callado y ensimismado. Miguel tenía 12 años, había sido testigo de violencia hacia su madre por un hombre con el que vivió desde que los 4 años, hasta que tuvo 8. Sus padres se habían separado años después. La pareja se reconcilió y la familia se reconstituyó cuando Miguel tenía 9 años. Él reportaba una buena relación con sus padres y hermano mayor, pero tenía peleas en la escuela, y había sido hospitalizado una vez por intento de suicidio a los 10 años y desde entonces era medicado por un psiquiatra con antidepresivos y estimulantes.

En las sesiones de terapia Miguel se mostraba callado y obediente, y en las sesiones de familia se mostraban interacciones afectuosas y apropiadas con sus padres, aunque era notorio que era más cercano a su madre. Gradualmente, Miguel empezó a hablarme de la escuela y a conectar sus episodios de escape con «gritos en el salón» y «chicos que insultaban a su madre» que lo transportaban a escenas de violencia en su hogar. Miguel, reportaba que eso lo hacía «temblar.» Trabajamos en ayudarlo a identificar estos detonadores, y a utilizar herramientas que lo ayudaron a calmarse, autoregularse y a platicar de todo esto en sesiones y con su madre. Ella, que sentía mucha culpa por haber expuesto a Miguel a la violencia, también participó en sesiones individuales y con él, en la que los dos reprocesaron los recuerdos traumáticos y ella pudo así apoyar su hijo en el tratamiento. 

También hubo sesiones con los padres y con toda la familia para apoyar los cambios positivos en Miguel, para evaluar y ajustar estrategias de crianza, y fortalecer la relación entre el niño y su padre. Con el permiso de Miguel y su madre, fui a su colegio y me reuní con el psicólogo y su profesor y elaboramos estrategias que incluían las herramientas que Miguel aprendía a utilizar en las sesiones, con el fin de apoyarlo en su tratamiento. Miguel dejó de salir corriendo de clase y gradualmente su psiquiatra redujo los antidepresivos y dejó de prescribir estimulantes.

Mi trabajo con Miguel, y con muchos otros niños y adolescentes que fueron testigos de violencia o fueron ellos mismos víctimas y sobrevivientes de la misma, me enseñaron que el trabajo clínico con ellos debe siempre incluir, en la medida de lo posible, el trabajo con la familia, y con otros sistemas en la vida del niño tales como la escuela, el sistema legal, y médico. Primero, es necesario que psicoterapeutas sean capacitados para trabajar con estos casos que suelen ser especialmente complejos y multiproblemáticos. Segundo, una vez que el niño o adolescente se ve vinculado con otros sistemas, es muy posible que reenactúe sus temores y patrones de conducta desarrollados para manejar las consecuencias del maltrato y/o abandono que sufrió. Por lo tanto, la colaboración entre el psicólogo y otros profesionales que trabajan con el niño y la familia puede facilitar una mayor comprensión de sus reacciones y necesidades.

En casos en los que el cuidador es detenido, es importante evaluar cómo se siente el niño y comprender que en muchos casos los niños pueden tener sentimientos encontrados sobre la persona que los maltrató. Generalmente, el tratamiento terapéutico del trauma crónico implica un abordaje integrador de varios modelos terapéuticos con intervenciones a largo plazo, verbales y no verbales, (arte, música, movimiento) el desarrollo de nuevos patrones de comunicación, expresión y regulación de las emociones, nuevos patrones de interacción y una nueva manera de verse a sí mismo, lo cual se puede lograr con el apoyo familiar y profesional para el niño y su entorno.

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