Dra. Andrea Canales Gutiérrez
Profesora asistente del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de O’Higgins
Dra. María Pilar Navarro Schiappacasse
Profesora asistente del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de O’Higgins
Una afirmación central en economía es que los mercados competitivos asignan bien los recursos. Lo cual implica que, al precio de equilibrio, todos los consumidores que tienen una disposición a pagar mayor que el precio, compran, y todos los productores que pueden ofrecer el bien o servicio a dicho precio, venden. Esto asume que todas las acciones realizadas en el mercado impactan solo a los miembros de este, es decir, a los consumidores y oferentes del producto. Sin embargo, a veces el mercado falla, y las transacciones del mercado terminan afectando a algún tercero que no participa del mercado. Lo anterior, se denomina en economía una externalidad. El problema de las externalidades es que, dado que el afectado no participa en el mercado, tanto compradores como productores no consideran, en sus interacciones, las consecuencias que enfrenta quien sufre la externalidad.
Este es el caso de la contaminación, que se denomina una externalidad negativa, que afecta principalmente a las comunidades que viven cerca de las fuentes de contaminación, pero que no necesariamente son consumidores del bien que se produce. La comunidad desea menos contaminación, lo que puede significar una menor producción del mercado. En este sentido, ante externalidades negativas, los mercados competitivos producen más de lo que la sociedad espera.
En estos casos, una intervención del regulador (Estado) puede lograr que el mercado internalice los costos que le genera a la sociedad la emisión de contaminantes, y puede utilizar diferentes mecanismos para ello, siendo una opción establecer tributos ambientales.
La protección del medio ambiente es una temática que adquiere cada día mayor importancia y una adecuada regulación estatal se torna imprescindible. Si bien tradicionalmente el tributo tiene un objetivo recaudatorio, pues permite allegar recursos al erario público para financiar la actividad estatal, lo cierto es que junto a esa finalidad pueden existir otras de carácter extrafiscal entre las cuales está, precisamente, contribuir al cuidado medioambiental. En este escenario el Derecho tributario puede actuar de dos maneras: estableciendo tributos que graven conductas contaminantes, o bien, incluyendo beneficios tributarios que motiven a los contribuyentes a la realización de ciertas conductas que se consideran ambientalmente favorables.
Sin duda el problema medioambiental es dinámico, por tanto, la legislación tributaria cambia constantemente, adaptándose a los nuevos requerimientos. Con todo, debe señalarse que la tributación ambiental solo ha comenzado a desarrollarse en Chile en los últimos años. Si bien con anterioridad al año 2014 existían algunos beneficios tributarios que podían reconducirse hacia la protección del medio ambiente, no se contemplaban tributos que en su estructura propendieran hacia la protección ambiental. El panorama cambia con la dictación de la Ley N° 20.780 que introduce en el sistema tributario chileno dos impuestos que responden a la lógica “quien contamina paga”. Uno grava las emisiones de NOx emanadas de vehículos (fuentes móviles) nuevos, livianos o medianos, contemplado en el artículo 3° de la Ley N° 20.780 y otro las emisiones de fuentes fijas de Material Particulado (MP), Óxido de Nitrógeno (NOX), Dióxido de Azufre (SO2) y Dióxido de Carbono (CO2), contenido en el artículo 8° de la misma ley.
Los impuestos ambientales o verdes, como también se les llama, buscan internalizar el costo de la contaminación como externalidad negativa. En el caso de las externalidades, el mercado no asigna eficientemente la producción y los mercados competitivos producen más de lo que es eficiente para la sociedad. En este sentido, el impuesto nos permite recuperar en parte la eficiencia, además de disminuir el daño al medioambiente que produce la actividad económica.
Es importante destacar, que en estos casos, la contaminación es un subproducto del mercado, el que podría eliminarse completamente si se prohíbe el funcionamiento del ese mercado, pero esto puede no ser es óptimo, por ejemplo, si el bien que produce contaminación es necesario para la sociedad. En tal escenario la incorporación en el ordenamiento jurídico de un tributo con finalidad ambiental prohíbe la realización de ciertas conductas gravadas, pero desincentiva su ocurrencia, ya que se grava la verificación de ciertas conductas contaminantes.
Si se centra la mirada en el impuesto a las emisiones de fuentes fijas se constata que con su establecimiento se pretendió un doble efecto en materia ambiental, actuando sobre dos externalidades negativas: por una parte, se buscó limitar el daño a la salud producido por las emisiones de MP, NOX y SO2; y, por otra, el daño global que provoca el cambio climático, causado por las emisiones de CO2.
Dicho tributo comenzó a regir el 1° de enero de 2017, gravando las emisiones de los contaminantes indicados producidos por turbinas o calderas que individualmente consideradas o en su conjunto sumen una potencia térmica igual o superior a 50 megavatios térmicos, tomando en cuenta el límite superior del valor energético del combustible. En consecuencia, para que se verificara el hecho imponible tan importante como las emisiones, era el tipo de fuentes fijas que generaban las emisiones gravadas.
Ha sido el Decreto Supremo N° 18, del Ministerio del Medio Ambiente, de 2016, el que ha definido lo que debe entenderse por establecimiento, señalando que corresponde al conjunto de estructuras e instalaciones donde se localizan una o más calderas o turbinas –que cumplan con las exigencias antes indicadas–, que están próximas entre sí y que por razones técnicas están bajo un control operacional único o coordinado. Por tanto, el hecho gravado toma en consideración las emisiones producidas turbinas o calderas en conjunto que calcen con el concepto de “establecimiento”.
El contribuyente es aquella persona natural o jurídica que sea titular de los establecimientos cuyas fuentes emisoras generen las emisiones gravadas. Pero este concepto puede generar algún problema, pues anteriormente se dejaba establecido que el sujeto pasivo era quien hiciera uso de las fuentes de emisiones de los establecimientos afectos, a cualquier título. Para que el cambio tenga algún sentido, debe explicarse por el hecho de que el legislador haya querido variar la forma de identificar el sujeto obligado al pago del impuesto y no es claro lo que buscó. Quizás, y esta es solo una interpretación, grave al dueño del establecimiento, independientemente de que haya cedido a un tercero su uso y goce. Ello generaría una certeza jurídica a la hora de identificar la persona gravada, pero no necesariamente soportaría el tributo quien está contaminando.
De todos modos, a partir del 1° de enero de 2023 cambia el hecho gravado, pues se deja de tomar en consideración la específica fuente fija y su capacidad térmica potencial, toda vez que desde esa fecha será relevante que el establecimiento genere un determinado nivel de contaminación, ya que el énfasis se pone ahora en las toneladas de contaminantes emitidos. Para que surja la obligación tributaria es necesario que los establecimientos gravados emitan 100 o más toneladas anuales de MP o 25.000 o más toneladas anuales de CO2.
Donde no ha habido variación es en la fórmula de cálculo del impuesto. Cada tonelada de CO2 emitida se grava con 5 dólares. En el caso de los restantes contaminantes el impuesto será equivalente a 0,1 por tonelada emitida o porción que corresponda multiplicado por el costo social de la contaminación –MP: 0,9; SO2: 0,01 y NOx: 0,025– multiplicado por la población de la comuna respectiva. Si el establecimiento se encuentra en una zona declarada como latente o saturada por concentración de MP, NOx o SO2 en el aire, se aplicará un factor adicional, denominado coeficiente de calidad del aire, de 1,1 o 1,2, respectivamente. Como se puede apreciar, esta forma de cálculo del impuesto en los casos diversos al CO2 desincentiva la instalación de fuentes de emisiones fijas en zonas pobladas, así como en zonas declaradas latentes o saturadas.
También a partir del año 2023, concretamente desde el 24 de febrero, será posible compensar el todo o parte de sus emisiones gravadas. Esta previsión normativa ha subsanado las críticas que en su momento se plantearon, y ha profundizado su carácter verde. La ley exige que se implementen proyectos de reducción de emisiones del mismo contaminante, debiendo la reducción ser adicional, medible, verificable y permanente. Hasta el 26 de julio de 2021 se realizó la consulta ciudadana del proyecto reglamento del Ministerio del Medio Ambiente que regulará esta materia.
Restan todavía algunos aspectos por subsanar y que han sido resaltados por la OCDE y por la doctrina chilena: que al gravar el CO2 se utiliza una tasa que es relativamente baja, (5USD/ton) en comparación con Suecia (130 USD/ton) o Finlandia (64 – 48 USD/ton)[1]. Este impuesto es pagado casi íntegramente por la industria energética. Como la contaminación es una externalidad negativa, se produce más de lo que sería deseable para la sociedad, de manera que el impuesto necesariamente debe verse reflejado en el precio, para poder corregir la cantidad producida. Sin embargo, al no ser el caso, la cantidad que se vende es la misma que antes. De ahí la importancia de incluir este impuesto en el costo marginal de la energía, cosa que la legislación chilena de manera expresa señala que no ocurre. Esto implica que tenga un nulo impacto en la generación de energía contaminante. Expresamente se buscó que este tributo no afectara el precio de la luz, pero sin considerar que un impuesto de este tipo debía desincentivar la producción de energías contaminantes.
Pese a todo, debe señalarse el problema de las emisiones de CO2 es un problema internacional. Así otra potencial solución es permitir la compensación internacional, a través de un mercado de bonos de carbono (CER). El problema de esta alternativa es que ante bajos precios de los bonos, las empresas podrían preferirlos en el extranjero, y no pagar impuestos, lo que puede dañar la recaudación fiscal local, contaminando en Chile, pero compensando en el extranjero. De todos modos, no parece ser esta la solución que adoptó la modificación al artículo 8° de la Ley N° 20.780.
Si bien se trata de un impuesto que presenta problemas, es innegable que representa el primer paso en la dirección correcta: la protección del medio ambiente a través del establecimiento de un tributo verde.
Referencias
[1] Banco Mundial, 2015