Ileana Eloisa Rojas Romero
Abogada por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Máster en Políticas Públicas y Sociales por la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona, España).
El Perú es un país multicultural, con colectivos muy diversos. Esta diversidad radica en muchos aspectos, tales como el origen étnico, idioma, costumbres, concepciones sobre el desarrollo, perspectivas sobre la justicia y, en general, aquellos aspectos relacionados con la cosmovisión y formas de vida. En el caso de grupos en situación de vulnerabilidad, como los pueblos indígenas, esta diversidad se encuentra constantemente amenazada por el Derecho “formal” y, con ello, su identidad cultural y libre determinación. Así, por ejemplo, sus sistemas de justicia son constantemente cuestionados y su funcionamiento se encuentra muchas veces vetado por no alinearse con el sistema de justicia “oficial”.
Sin embargo, es difícil, a estas alturas, pretender cuestionar la existencia de múltiples sistemas de justicia en el Perú, además de la “justicia ordinaria” o estatal – del Poder Judicial -. Y no se hace alusión a los mecanismos alternativos de resolución de conflictos o solución de controversias, como el arbitraje, la conciliación, la negociación o la mediación. Se hace referencia, más bien, a las formas de administración de justicia por parte de los pueblos indígenas y, en general, de colectivos que legítimamente comparten una cultura distinta a la hegemónica o dominante. A esas formas de justicia culturalmente diversas se les conoce como “justicia comunal” – que no hay que confundir con justicia de paz -, la cual se verá más adelante.
Esta multiplicidad de sistemas de justicia podría sugerir la existencia de un posible conflicto entre los mismos si no se tienen claras las competencias material, territorial, personal y temporal en torno a los casos que conoce cada sistema. Esto sucede, sobre todo, en contextos en los que uno de esos sistemas se proclama como dominante, como es el caso de la justicia ordinaria peruana, a pesar de que la justicia comunal se halla reconocida constitucionalmente, aunque de manera condicionada, como se advertirá líneas más abajo. Esta constante tensión es provocada por la incertidumbre que genera, aún, la inexistencia de mecanismos de coordinación entre ambas justicias que no sólo logren delimitar competencias, sino además establecer formas de colaboración entre ellas. No obstante, llegar a este punto requerirá del cumplimiento de determinadas condiciones, puesto que la implementación de estos mecanismos de coordinación – que, al fin y al cabo, es manifestación del diálogo intercultural requerido por la normativa vinculante para el Estado peruano – no tendría sentido sin la configuración previa de una relación que se acerque lo más posible a la horizontalidad.
Empero, a pesar de los avances en la academia y en la jurisprudencia en la materia, parece que aún no se activa del todo la voluntad política para lograr efectivamente el diseño e implementación de estos mecanismos de coordinación y armonización intercultural de la justicia. De hecho, la aprobación de una ley de coordinación intercultural de la justicia se encuentra pendiente desde hace veintiséis años, es decir, desde que se aprobó la Constitución Política vigente, la cual justamente dispone esta aprobación. Esto último quizá sea reflejo de que aún, en el ordenamiento jurídico peruano y en la práctica judicial, se sigue conservando el ideal de un sistema de justicia único y unitario, propio del napoleónico monismo jurídico. Se desconoce lo que la doctrina viene reconociendo desde el siglo XIX [1], es decir, la coexistencia – antagónica o armoniosa) de múltiples sistemas jurídicos, fenómeno que se conoce como pluralismo jurídico y que se produce en todas las sociedades, sin excepción. En Perú, esto se encuentra recogido constitucionalmente, pero aún no se reconoce que los sistemas de justicia distintos al estatal tengan el mismo estatus o al menos puedan interactuar en igualdad de condiciones.
Cuando se trata de casos de violencia de género, la incertidumbre en las competencias jurisdiccionales no hace sino empeorar la situación y dejar en desprotección total a las víctimas de las zonas de influencia de la justicia comunal. De este modo, no sólo son víctimas de este tipo de violencia, sino además de la falta de acceso a la justicia y de una estatalidad que las despoja de la posibilidad de acudir a la justicia comunal, pero que también las desprotege con un sistema de justicia (justicia ordinaria). Un sistema que usualmente no las favorecerá, no sólo por las barreras de acceso a las que se enfrentan, sino además por decisiones judiciales basadas en la estigmatización, y en los estereotipos étnicos y de género que aún abundan en los tribunales de justicia peruanos. De ahí que terminar con la incertidumbre no sólo sea una necesidad, sino aún una interrogante sin resolver de manera definitiva.
II. Las dos justicias y el tratamiento de los casos de violencia de género
En términos amplios, se entiende a la violencia de género o violencia basada en género a aquella violencia, física, psicológica, sexual o económica-patrimonial, que se ejerce sobre una persona o un conjunto de ellas en razón de su género. De hecho, esta es la definición que comparte el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables cuando se refiere a este tipo de violencia como una “amplia gama de situaciones que van desde la violencia conyugal y otras formas de violencia que se dan en la intimidad del espacio familiar, hasta llegar hasta la violencia homofóbica y su efecto más perverso, el denominado “crimen de odio” contra personas lesbianas, gays, bisexuales, trans o de ser el caso, intersex” (MIMP, 2016, pág. 11). Esta violencia puede darse tanto en el ámbito público como privado, sea perpetrada por cualquier persona, o perpetrada y/o tolerada por el mismo Estado.
En el ámbito nacional, la “Ley para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres y los integrantes del grupo familiar” (Ley N° 30364) sostiene más bien una definición de la violencia de género orientada más a la protección de las mujeres, definición basada plenamente en la “Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer” (Convención de Belem do Pará, 1994). De acuerdo con el “Plan Nacional Contra la Violencia de Género 2016-2021”, algunas de las modalidades más comunes de violencia de género en el Perú son la violencia de pareja, feminicidio, violación sexual, trata para explotación sexual, acoso sexual, violencia obstétrica, esterilizaciones forzadas, violencia por orientación sexual, etc. Cabe precisar que la violencia contra las mujeres y la violencia de género no son sinónimos, sino que la primera está incluida en la segunda. Además, debe resaltarse que, en adelante, la presente investigación se enfocará en la violencia contra las mujeres y que el ensayo de propuesta irá en ese sentido.
Siendo así, conviene advertir previamente que la violencia de género no es sufrida de la misma manera por todas las mujeres. Así, por ejemplo, la violencia obstétrica no es sufrida de la misma manera por una mujer mestiza que atendida en la maternidad de la capital que por una mujer indígena atendida en el establecimiento de salud más cercano a su comunidad. Es decir, las barreras que atraviesan las mujeres indígenas cuando pretenden acceder a los servicios estatales –geográficas, económicas, culturales, lingüísticas, etc.–, no son las mismas que las que atraviesan el resto de las mujeres peruanas. En el acceso a la justicia ordinaria sucede lo mismo: el trato recibido por las mujeres de las comunidades indígenas, así como de los caseríos y de lugares de extrema pobreza, las aleja de querer utilizar dicha justicia y prefieran la justicia comunal, por ser más pertinente en términos culturales (Defensoría del Pueblo, 2015, pág. 104).
Asimismo, la justicia ordinaria y la justicia comunal tienen distinta valoración y tratamiento de la violencia de género, sea para prevenir o para enfrentarla cuando se produce. Al respecto, si bien las concepciones de violencia de género y de equidad de género surgen del derecho “oficial”, una interpretación intercultural de las mismas sugiere un trato cada vez más igualitario por parte de la justicia comunal, producto de la demanda de las mismas mujeres indígenas en la práctica (Franco & González, 2009, pág. 176), lo cual reflejan cambios culturales al interior de las comunidades en los que funciona la justicia comunal.
Se tiene el prejuicio de que la justicia comunal siempre perpetuará el machismo (Brandt, 2017) y que avalar el multiculturalismo es perjudicial para las mujeres (Okin, 1999, pág. 12). Esto último proviene de una visión etnocéntrica, hegemónica y alocrónica de las sociedades indígenas (Fabián, 1983), que concibe que estas sociedades no evolucionan, sino que se mantienen estáticas en el tiempo, como piezas de museo. Pero –sin pretender idealizarla– esta justicia cada vez muestra un mayor respeto a los derechos de las mujeres indígenas y, muestra de ello, es que cada vez hay más participación política de las mismas en sus comunidades (Brandt, 2013, pág. 333).
Aun así, ello no desplaza el hecho de que existan sistemas de justicia comunal que se hayan mostrado indiferentes a la violencia de género, lo cual tampoco quiere decir que la justicia ordinaria ofrezca una mayor protección frente a la misma o que no sucedan vulneraciones en este ámbito (Yrigoyen, 2007). Si hablamos de percepciones, cuando nos preguntamos por cuál justicia atendería mejor a las mujeres de las comunidades, un 90% de las autoridades comunales afirma que es la justicia comunal (Brandt, 2013). Del mismo modo, cuando se trata de la percepción que las mismas mujeres indígenas tienen de la actuación de la justicia comunal frente a la violencia de género. Ellas, que representan el 49% del total de personas usuarias, consideran que “la justicia comunal es un importante canal para la solución de los conflictos de las mujeres indígenas” y que “esa justicia es un espacio más legítimo que el de la justicia estatal [u ordinaria] para la solución de sus conflictos” (Villanueva, 2010, pág. 66).
Más específicamente, en la gran mayoría de las comunidades andinas, existe una “una prohibición ética hacia la violencia, sin condenar de manera específica la violencia hacia la mujer” (Franco & González, 2009). No obstante, la mayoría de casos de violencia contra las mujeres terminan en una promesa de buena conducta por parte de la persona agresora (2009) y, en casos más graves, como violación sexual u homicidio, ciertas veces la justicia comunal acude a la justicia ordinaria a fin de que esta última emita un pronunciamiento antes de expulsar a la persona agresora de la comunidad.
Aun así, son las mismas mujeres –sobre todo las nuevas generaciones– las que demandan un mayor reconocimiento y garantía de sus derechos, a fin de llevar una vida más segura, libre de violencia, con mayor participación política y la posibilidad de decidir sobre los asuntos de sus comunidades, lo cual no es incompatible con los valores y principios de su propia cultura. Esto es cada vez más aceptado por los varones de las comunidades en los que actúa la justicia comunal (Franco & González,2009).
En cambio, en las comunidades amazónicas, los reclamos más frecuentes por parte de las mujeres son “falta de reconocimiento de los hijos, abandono de las mujeres y sus hijos a los que no se les provee de alimentos, el adulterio, el maltrato físico, psicológico y la violencia sexual” (Paredes, 2005). A diferencia de las comunidades andinas, en las amazónicas las mujeres tienen una mayor sensación de impunidad no sólo de la justicia ordinaria, sino además de la comunal, ya que no encuentran respuesta en una ni en otra (2005), consecuencia de la falta de coordinación y articulación entre ambas justicias.
Esto se debe a que algunos reglamentos internos establecen sanciones favorables a las personas que incurren, por ejemplo, en violación sexual: se les encierra en un calabozo por hasta 72 horas, además de multas o arreglos económicos con la familia de la víctima, a menos que esta última no se sienta satisfecha con esta solución, entonces el caso es llevado a la policía (2005). Sin embargo, desde fines de los años 90, las mismas mujeres indígenas amazónicas han creado programas, federaciones, organizaciones y asociaciones para la defensa de sus derechos, lo cual es mal visto por los líderes hombres, quienes las acusan de “conflictivas” por haber creado este “paralelismo”.
III. Hacia una coordinación intercultural de la justicia para acabar con la incertidumbre de las competencias en violencia de género: el papel de las rondas campesinas femeninas frente a la violencia de género
En la región de Cajamarca, ubicada en la sierra norte del Perú, se encuentra una gran cantidad de rondas campesinas, las cuales pertenecen a comunidades campesinas o son autónomas. De hecho, esta región es la cuna de las rondas campesinas en el Perú, porque la primera ronda campesina nació en una de sus provincias (Chota), en diciembre de 1976. El nivel de influencia de estas rondas en la región es bastante grande, aunque las acciones de muchas de estas organizaciones han sido criminalizadas por la justicia ordinaria, como se ha podido apreciar en el punto 3.2.3. Anteriormente, se señaló que la justicia comunal –bajo la forma de rondas campesinas lideradas y compuestas por hombres– se encarga de atender incluso casos de violencia de género, sea dentro o fuera del entorno familiar. Además, se sostuvo que en los andes peruanos existe la percepción de que la justicia comunal atiende mejor este tipo de casos que la justicia ordinaria, no sólo por una cuestión de eficiencia y rapidez, sino también por actuar con mayor pertinencia cultural.
Sin embargo, esta no es la misma percepción que comparten las rondas campesinas femeninas. Estas rondas [2] nacieron en el Perú a partir de la segunda mitad de la década de 1980, es decir, casi diez años después que las primeras rondas campesinas compuestas básicamente por hombres (Lang, 2009). Su existencia se debe a la situación de discriminación contra las mujeres que no sólo impera en la justicia ordinaria, sino también en la comunal. Además, son expresión de una participación cada vez mayor de la mujer en los órganos y espacios de decisión de sus mismas comunidades. Frente a ello, toman parte de acciones de autodefensa y control, básicamente para la defensa de las mujeres campesinas frente a los episodios de violencia de género de las que puedan ser víctimas, tanto de parte de los propios comuneros como de los casos que la justicia ordinaria no pudo resolver. Desde su existencia, han tenido que lidiar no sólo con la justicia ordinaria, que no las toma en cuenta para recibir su colaboración o realizar acciones de coordinación; sino además con la justicia comunal, cuyas autoridades muchas veces no comparten la idea de las mujeres como tomadoras de decisiones y de que las mismas pretendan contravenir el orden establecido.
Con el tiempo, las relaciones entre las rondas campesinas femeninas y las rondas campesinas compuestas por hombres han mejorado, pero aún deben lidiar con el machismo imperante en las segundas. De manera paralela, tienen que lidiar también con la justicia ordinaria, que ha mostrado condescendencia y rechazo de la competencia de estas rondas para resolver casos, mucho más que la que suelen mostrar con las rondas campesinas no femeninas. No obstante, son las rondas femeninas las que han demostrado tener una mejor disposición y tratamiento de los casos de violencia de género, con una “filosofía reeducadora” (Lang, 2009). De hecho, su real pretensión no es seguir actuando aisladas, sino en coordinación con las rondas masculinas y también con la justicia ordinaria (Lang). Como se verá en el siguiente punto, si bien aún no existe un marco legal para la coordinación intercultural de la justicia, las autoridades del Poder Judicial han venido realizado una serie de encuentros con la justicia comunal, aunque aislados y con el objetivo de participar en sus congresos y a capacitar a las rondas masculinas [3], antes que efectuar labores de coordinación y fortalecimiento de la justicia comunal, aunque existan casos excepcionales[4]. Sin embargo, si el contacto con las rondas masculinas es mínimo, con las rondas femeninas es aún peor y se han efectuado con propósitos protocolares y para que las mujeres campesinas encuentren una respuesta en la justicia ordinaria, sin tener en cuenta su propia justicia. Esto puede deberse a que aun en la justicia ordinaria se encuentran muy arraigados no sólo la discriminación por origen étnico, sino además los estereotipos de género.
IV. Entonces, ¿a qué justicia le tocaría ver los casos de violencia de género?
Como es necesario terminar con esta incertidumbre jurídica, resulta fundamental en primer lugar no sólo que se discutan los dictámenes correspondientes en el congreso de la república, sino además que el proyecto de ley final que surja de este espacio tenga que ser sometido a consulta previa a los pueblos indígenas del Perú –a través de sus organizaciones representativas–, puesto que se trata de una medida de nivel nacional. Se trata de que el diálogo intercultural (de la interculturalidad crítica, que debe darse entre iguales), no sólo se encuentre en el desarrollo de la coordinación intercultural de la justicia, sino que sea además una condición previa para su aprobación.
Esto se encuentra respaldado por el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre los derechos de los pueblos indígenas y tribales de países independientes, que, al ser un tratado de derechos humanos vigente en nuestro país desde febrero de 1995, obliga al Estado peruano a llevar a cabo la consulta previa que correspondería para la aprobación de esta medida legislativa. Al respecto, debe superarse el argumento de que no será posible por falta de regulación de dicho procedimiento en la legislación congresal, puesto que la falta de regulación en el derecho interno no es excusa para el incumplimiento de un tratado internacional del que Perú es Estado parte, de acuerdo con la Convención de Viena sobre los Derechos de los Tratados.
En segundo lugar, es necesario recordar que no existe mejor justicia que la que garantiza que las mujeres estén libres de violencia. ¿Cuál es esa justicia? ¿La ordinaria o la comunal? Eso va a depender del tipo de caso del que se trate, aunque se han demostrado serias falencias en ambos tipos de justicia para el tratamiento de este tipo de casos. De ahí que, más importante que resolver la pregunta sobre la competencia sobre los casos de violencia de género, y de pretender construir fronteras o límites, resulte más relevante plantearse la pregunta de cómo se resuelve en caso exista conflicto de competencias sobre este tipo de casos o cuando deban colaborar entre ambas justicias, de acuerdo a las demandas de las mujeres indígenas y a los derechos que estas poseen como tales. Habría que preguntarse si en el caso concreto se trata de la afectación de bienes jurídicos colectivos o comunales, o si más bien se tratan de derechos individuales los afectados, o ambos. Además, “dos elementos son relevantes para determinar la competencia: las características del sujeto y el lugar donde ocurrieron los hechos” [5].
En tercer lugar, es crucial para ello tener cierta predictibilidad sobre la existencia de precedentes y autoridades resolutivas de la justicia comunal. Para esto, resulta necesaria la creación de una suerte de registro de carácter declarativo, no constitutivo. Además, resulta necesario fijarnos en la complejidad de los casos, si se requiere una mayor o menos carga probatoria, frente a lo cual tendrían que ponerse de acuerdo la justicia ordinaria y comunal para determinar cuál ve los casos o si pueden efectuar colaboración mutua (a través de convenios de cooperación). De no ponerse de acuerdo, pueden crearse tribunales mixtos, compuestos por ambas justicias, para resolver en los casos de conflictos de competencias, a fin de determinar qué justicia resultaría más idónea. Además, debería promoverse en la justicia comunal cierto nivel de certeza en los casos para los que se consideran competentes.
Sin embargo, el problema está cuando una mujer indígena quiere someter su caso a la justicia ordinaria, pero la justicia comunal quiere tomar el caso. En este caso, ¿la mujer indígena está en libertad de elegir? Ese es un problema que podría resolverse con un marco jurídico de la coordinación. Además, considerar que de por sí nosotros no podemos elegir qué justicia verá nuestro caso, simplemente nos sometemos a la justicia del lugar donde nos encontremos, no hay margen de elección de justicia. Pero esto debe quedar claro en la propuesta. Asimismo, se ha demostrado que el papel de las rondas femeninas es fundamental para enfrentar y prevenir los casos de violencia de género en las mujeres indígenas, de ahí que dentro de los mecanismos interculturales pueda determinarse que, cuando la justicia ordinaria derive casos a la justicia comunal, lo haga directamente a estas rondas femeninas.
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[1] El pluralismo jurídico nace con la Escuela Histórica del Derecho, la cual concebía al Derecho como fenómeno social, contrario a la “doctrina estatalista del Derecho” (BOBBIO, 1999, pág. 8 y 9).
[2] Algunas de ellas son la “Federación de Rondas Campesinas Femeninas de Cajamarca – FEROCAJ”, la “Federación de Rondas Campesinas Femeninas del Norte del Perú – FEROCAFENOP” y la “Central Única de Rondas Campesinas de Mujeres”, de la provincia de Hualgayoc – Bambamarca
[3] Fuente: https://rpp.pe/peru/lambayeque/presidente-del-poder-judicial-participo-en-congreso-de-rondas-campesinas-noticia-1055267
[4] Fuente: https://www.pj.gob.pe/wps/wcm/connect/62dfa100442e5ec0a496fe01a4a5d4c4/BOLET%C3%8DN+N%C2%B0+08-2018+RONDAS+CAMPESINAS+NUEVA+BAMBAMARCA.pdf?MOD=AJPERES&CACHEID=62dfa100442e5ec0a496fe01a4a5d4c4
[5] Punto 3.3.1 de la Sentencia No. T-523/97, de la Corte Constitucional de Colombia. Obtenido de: http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1997/T-523-97.htm Recuperado el 20 de septiembre de 2019.