David Aceituno Silva
Profesor de Historia, Geografía y Ciencias Sociales, Magíster en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (Chile), Máster en Cualificación Pedagógica en Ciencias Sociales, Doctor en Investigación en Didáctica de la Historia de la Universidad de Valladolid (España) y Doctor en Historia Contemporánea y de América Latina en la Universidad de Salamanca (España).
El recordar es algo que le es propio al ser humano, incluso le es un bien preciado, quien no hace uso de su memoria para traer al presente trozos de su pasado esta muerto o esta enfermo de alguna manera. Esto es porque el primer gran uso de la memoria, el más básico, es mantenernos conectados con nuestra historia, nuestra herencia, tradición y cultura.
Es por esto, que se han escrito durante años millones de páginas y se ha gastado otro tanto de horas en plasmar en símbolos y letras los gestos heroicos –y otros no tanto- de sus ancestros. Muchas tribus tenían y tienen, a falta de escritura, la tradición de guardar a sus ancianos de todo daño, reconociendo que en ellos se encuentra el tesoro valioso del pasado. Los escribanos llegaron a asumir roles oficiales, con el fin de poner por escrito cuanto se decía en un contrato o se ejecutaba en un juicio. Los monasterios, por su parte, fueron espacios de memoria, allí se guardó y conservó gran parte de la cultura de los pueblos y sin ellos hoy sabríamos bastante poco de nuestra antigüedad occidental.
En este sentido, la memoria y su relevancia no es algo nuevo, aunque ahora nos parezca que así es. La humanidad ha convivido con la necesidad de recordar, pero también esta con ella su otra cara, el olvido. Olvidar también es humano, nuestro cerebro, como ha quedado demostrado en investigaciones sobre el aprendizaje, es capaz de guardar, clasificar y crear conexiones entre nuestros recuerdos [1], pero también de relegar e incluso eliminar acontecimientos, a veces voluntariamente y otras veces a consecuencia de traumas [2], donde el cerebro actúa instintivamente protegiéndose para su propia sobrevivencia.
Junto a estas dos caras de la moneda de la memoria, hay algo más: el silencio. La memoria y el olvido conviven e incluso son necesarias para soportar la propia vida, como nos lo muestra Borges en su famoso cuento titulado “Funes el memorioso” [3] el hombre capaz de recordarlo todo, pero que al hacerlo, transforma su vida en algo imposible, donde su memoria era más bien un “vaciadero de basuras”, incapaz de que su cerebro seleccionara o generalizara, sufriendo en los detalles. Sin embargo, cuando hay silencio, no quiere decir que no haya memoria, al contrario, esta puede existir pero hay omisión, voluntaria en algunos casos, impuesta en otro. El silencio en este caso, es una decisión difícil de reconocer y a veces hasta difícil de romper.
En la actualidad vivimos un tiempo en que estos tres conceptos suelen confundirse e incluso deformarse. Hoy más que nunca, como señala Traverso, vivimos una época en que los “mass media” exacerban la necesidad de la memoria, donde “el pasado acompaña nuestro presente y se instala en el imaginario colectivo hasta suscitar lo que ciertos comentaristas han llamado una obsesión conmemorativa poderosamente amplificada”. A su vez, que “el pasado es constantemente reelaborado según las sensibilidades éticas, culturales y políticas del presente [4].”
¿Cómo aprender a discernir en este espacio saturado de memoria [5] sin quedar atrapado en el silencio impuesto por memorias “oficiales” o en la distorsión de memorias “sueltas” irreconciliables unas con otras [6]? No es fácil sobrevivir en un campo de batalla y la memoria en muchos casos se ha transformado en espacio fértil para disputas, una especie de obsesión por hacer triunfar la versión propia del pasado. En tal caso, muchas personas han preferido abstenerse, evitar el conflicto guardando silencio, construyendo una especie de amnesia temporal, una necesidad de callar autoimpuesta por no ser capaz de asumir las atrocidades [7] o llevada como una procesión interna por miedo.
Esta amnesia que es capaz de superar el espacio privado y convertirse en una especie de bien común en algunas sociedades con traumas políticos y violencias recientes. Así lo grafica magistralmente el chileno Gonzalo Justiniano en su película de post dictadura “Amnesia” (1994). El relato psicológico es demencial, por un lado el dolor que conlleva el silencio de las atrocidades cometidas, y por otro el olvido voluntario como medio de “sanación”. La amnesia controlada, como lo propone el director, habría sido la mejor forma de administrar el dolor durante la Transición. De esta manera, implícitamente, el director hace ver que existe una realidad tortuosa que permite recordar “lo bueno” de la Dictadura, “convivir” con el asesino y seguir disfrutando del desarrollo económico del país. Todo a la vez, casi como una pesadilla constante [8].
En América Latina, existen todas estas dificultades. Por una lado, una lucha casi frenética de los gobiernos por reconstruir “la” memoria, no siempre considerando las versiones de ella que conviven en el espacio público, un aprovechamiento de parte de los medios de comunicación, por explotar hasta el morbo casos e historias dramáticas omitiendo la complejidad histórica y humana y la profunda amnesia de muchos grupos, tradicionalmente marginados o excluidos para poder sobrevivir en un campo de batalla donde la memoria oficial es unívoca y termina por hacerse estéril [9].
¿Qué puede hacer la Historia y su enseñanza para ayudar superar estas dificultades? Consideramos que bastante, pero sólo si se parte de dos premisas fundamentales. En primer lugar, entender que no toda memoria es historia, y en segundo lugar, aunque paradojal, son los temas controversiales de la Historia –aquellos que no están totalmente cerrados- un espacio para aprender de nuestro pasado.
a.- La Memoria y la Historia. Aclaraciones para una relación fructífera.
La memoria como señalamos, es algo propio del ser humano. Los recuerdos que la componen están llenos de pasiones, olvidos e incluso falsedades [10], Stern en un intento por comprender la existencia de memorias de diverso tipo en una sociedad, las ha conceptualizado llamándolas memorias sueltas o individuales y a otras más complejas como emblemáticas [11]. Pero este debate acerca de la memoria, el recuerdo y la memoria individual y colectiva, no es reciente, y mucho menos exclusivo de la historia.
Los orígenes de la aproximación a la idea de memoria colectiva podríamos remontarlos a Émile Durkheim, como el primero en proponer la categoría de conciencia colectiva, pero sin duda su concreción conceptual y sociológica se la debemos a Halwachs [12]. Éste analizó los procedimientos de memorización colectiva de la familia, los grupos religiosos y las clases sociales, determinando que existen unos «marcos sociales de la memoria» específicos de cada grupo que permiten la creación de un pasado común [13], que como señala Cuesta, pasado del cual la memoria individual no puede desligarse, de forma que en realidad toda memoria es de alguna forma memoria colectiva [14].
Pero además, la memoria colectiva no es una sino muchas, tantas como grupos sociales, religiosos o políticos, ideológicos, familiares, y, en general, contextos capaces de generar relatos o visiones del pasado de manera directa o indirectamente; lugar en el que, evidentemente, entrará también el trabajo de los historiadores. En este sentido, para algunos la memoria llegaría a ser algo muy distinto a la Historia, al punto que Nora planteó que la memoria es un absoluto y la historia no conoce sino lo relativo [15].
Sin embargo, los historiadores que se ocupan actualmente con interés del pasado cercano, donde se camina en paralelo a la memoria, han incorporado su estudio sirviéndose de la riqueza de nuevas fuentes como el testimonio oral o los lugares de memoria. La diferencia, estaría dada fundamentalmente en que los historiadores hacen un esfuerzo por ir más alla de la memoria, sea esta individual, colectiva e incluso oficial. Construir y reconstruir una memoria histórica, basada en el estudio riguroso del pasado, sirviéndose de un cuerpo metodológico y de control que convierta en saber científico sus resultados [16]. El esfuerzo del historiador no es fácil, y sin lugar a dudas nunca acabado, pero busca ser complejo, inclusivo y crítico. Para el historiador por tanto, la memoria histórica no busca ser excluyente ni oficial, sino busca que exista un dialogo entre las diversas memorias, insertándolas en procesos históricos de más larga duración, para lo cuál el pasado y su estudio es fundamental.
b.- Lo controversial: una oportunidad para el aprendizaje de la memoria histórica.
Existe un temor por enseñar lo controversial en las aulas. Cualquier indicio de un acontecimiento o proceso histórico no acabado, que no sea “verdadero” y “objetivo” es rápidamente omitido por los docentes. A su vez, que el propio profesor evita emitir cualquier opinión para no parecer sesgado o tendencioso. Así vista, la historia escolar y su enseñanza se convierte –o busca serlo- un espacio aséptico, reproduciendo lo que muchas veces sucede en las sociedades post violencia: el temor al conflicto [17].
He aquí la gran “batalla” de la didáctica de la historia en las aulas. La actitud “evitativa” que lleva a los docentes a no tratar temas contingentes o vivos [18], e incluso la falta de herramientas para hacerlo, hacen que temas como memoria histórica, derechos humanos, violencia de Estado, etc. no se estudien en clases. Esto tiene otra consecuencia aún más dramática y es que no se permite que las diversas memorias que están en juego en las sociedad y que se reproducen en los espacios escolares, tanto por formación personal como por herencia familiar, no dialoguen, se critiquen y se pongan en perspectiva histórica, todo lo cuál hace pervivir las divisiones en la sociedad.
Para superar esto, no existen recetas únicas, pero sí disposiciones humanas y profesionales que pueden llevar al docente a utilizar nuevas estrategias que integren los temas socialmente vivos. Los investigadores han señalado al respecto que los docente deben hacer un ejercicio de meta reflexión reconociendo qué actitud tiene frente a los temas controversiales, como es el caso de la memoria: ¿Es un docente que aborda los contenidos con neutralidad excluyente (especie de positivismo falso), con parcialidad excluyente (ideologización), imparcialidad neutral o imparcialidad comprometida? [19]
Para el tema que nos compete, consideramos que la actitud de imparcialidad comprometida es la que más beneficios trae, si se articula con estrategias de enseñanza acordes, como el aprendizaje basado en problemas, técnicas de historia oral, métodos indagativos, etc. ya que son los docentes, aunque suene paradojal, quienes exponiendo primero sus postulados y creencias, promueven el debate y análisis de puntos de vista distintos al de ellos, animando a los estudiantes a proponer ideas y versiones diversas del pasado y la memoria. Como señala López Facal, lo que necesitamos en las escuelas, para poder aprender de los temas controversiales y la memoria historia en específico, es que el profesor deje la comodidad de su posición neutral y asuma una actitud [20] que propongan diálogos abiertos sobre nuestra historia reciente y nuestra sociedad actual, rompiendo las barreras de visiones sesgadas y divisorias.