Giovanni Caprara
Daniel Romero Benguigui
Universidad de Málaga
La lengua es el elemento que define a una cultura, pues dispone el medio por el cual esta se desarrolla en los distintos ámbitos que manejan los seres humanos, permitiendo la transmisión de este conocimiento a las futuras generaciones, justificando de este modo la existencia de lo que llamamos “humanidad”. Todo medio de comunicación, independientemente de su finalidad, defiende esta idea, como puede apreciarse en los medios de comunicación, las producciones de divulgación científica, la literatura nacional, los libros de texto, etcétera. Son estas realidad que quedan relacionados a través de la idea que corona este párrafo y, por supuesto, es el tema principal del presente artículo, constituyendo el nexo común de cualquier medio de expresión: nuestra lengua.
Aunque sea un elemento definitorio clave para entender el desarrollo cultural de una nación, es cierto que se complica la tarea de concretar y entender la lengua en cuanto a que cada país desarrolla y comprende su propia lengua, esta supone un elemento restrictivo al limitar la comunicación entre países. El estatus de la lengua inglesa como idioma oficial en los foros internacionales se suma a otras medidas como el desarrollo de lenguas francas en los puertos o las lenguas vehiculares, francas e incluso los pidgin, todas adaptaciones de una o más lenguas para facilitar el común entendimiento entre hablantes de diferentes idiomas que comparten una misma localización geográfica.
Con la presencia de estas medidas puede parecer que muchas lenguas empiezan a caer en desuso, a desaparecer o perder importancia ante el incremento de hablantes que se decantan por idiomas más internacionales o a la “jerga” de diferentes variaciones lingüísticas que se maneja en su zona o puesto de trabajo. Siendo un problema actual en muchos lugares han aparecido dos mecanismos para proteger el propio idioma. El primero es la actividad de las academias de la lengua y organismos similares, como las universidades, que fomentan el uso y desarrollo de la propia lengua en la redacción de trabajos y publicaciones.
La segunda defensa del idioma es la que despierta el interés para la confección del presente escrito, pues se encuentra en la producción de la literatura nacional. En nuestra era los escritores se han convertido en verdaderos adalides de la lengua, experimentando los limites y aplicaciones de esta a lo largo de sus novelas. Abarcando todos los niveles posibles, según la época, el autor y las tendencias los escritos contemplarán una variante más ejemplar o se decantarán por la marginalidad del dialecto.
De este modo, la historia de la literatura y el desarrollo del idioma se influencian de un modo recíproco. Con el auge de la escritura y los primeros compases en la normalización del idioma los escritores empleaban la literatura como un medio por el cual poder demostrar su dominio de la lengua a medida que esta se regularizaba. A partir del siglo XVIII esta labor quedó respaldada por la aparición de las academias de la lengua. Durante este periodo las obras reflejaban una variedad ejemplar del idioma, el nivel más adecuado del empleo de esta, llegando incluso a niveles exagerados. Ejemplo de ello se encuentra en las novelas del español Juan Valera (1824-1905), donde los personajes, independientemente de su posición social o conocimientos del idioma, hacían uso de un español exquisito, complejo y refinado. En esta época se había alcanzado ya el máximo nivel de pureza lingüística.
Por supuesto, la corriente realista, el interés por las diferentes hablas que comprende una lengua constituyó el siguiente paso. Los autores empezaron a interesarse por las variedades regionales que componían la lengua, reservando la lengua normativa para la voz del narrador o momentos puntuales donde demostrar su dominio narrativo, convirtiendo el instrumento que recogía la voz nacional en un catálogo de las diferentes variaciones lingüísticas, pasando a ser prueba de la realidad actual, del plurilingüísmo.
Esta situación no representa nada nuevo, pues desde el asentamiento y desarrollo de los diferentes idiomas siempre ha habido una correspondencia entre estos dos niveles. Ferdinand de Saussure (1857-1913) lo recogió en sus estudios, diferenciando entre langue, el nivel más elevado de un idioma, su variante ejemplar que sirve de norma al resto, y la parole, derivación producida por las variedades diatópica, disatrática y diafásica, es decir, según la posición geográfica, la adscripción a un grupo social y el contexto donde se produce la conversación.
Habiendo quedado demostrada ya la importancia de la lengua y su peculiar desarrollo en la literatura, atendemos ahora a una problemática presente, relacionada con la conexión entre diferentes idiomas. El dilema que supone la traducción establece un conflicto de ideales deducible a partir de lo anteriormente expuesto, dependiendo a qué elemento de la lengua queramos defender, si su regulación (variante estándar) o su espontaneidad (variante dialectal). El traductor debe fijar sus esfuerzos en decantarse por la composición de un texto entendible en el idioma a traducir o respetar el carácter e intereses del autor plasmados en el dialecto, dificultando la lectura en pos de una mayor profundidad idiomática.
Ortega y Gasset (1883-1955), en su artículo Miseria y esplendor de la traducción (1937) sentencia esta tarea como algo imposible, hablando de que independientemente de la decisión que se tome el texto creado será distinto al original más allá del cambio de lengua, perdiendo significación al traspasar las palabras de un idioma a otro, pero también habla de la necesidad de traducir, de que la voz de una nación plasmada en una literatura no sea negada a otro pueblo.
Esto, por supuesto, solo se produce con el dialecto, el mayor agravante del problema, pues la traducción de un texto estándar, escrito por medio de la variación ejemplar, no podría ser más simple, ya que al pretender estos ser entendidos por un gran número de lectores, se prescinde de ironías, dobles sentidos, acepciones rebuscadas o expresiones nacidas de diferentes jergas. Durante muchos años se ha decantado por una traducción literal de los términos, abogando el entendimiento como principal fin de esta tarea. Las teorías de Eugene Nida (1914-2011), John Cunnison Catford (1917-2009) o Juliane House (1942), en cambio, defienden la importancia de una traducción próxima al original, respetando los intereses del escritor.
Pero dicha tarea nunca es fácil, y menos en nuestra época, siendo una era donde los autores no recogen una voz en sus obras. Es decir, ya no nos encontramos ante una determinada variedad, sea la estándar o un dialecto concreto, sino que los diferentes escritores prefieren plasmar en sus novelas la realidad plurlingüística en la que viven.
Andrea Camilleri (1925) ha demostrado ser un autor revolucionario en este aspecto, pues en sus obras el dialecto no aparece como una reivindicación histórica ni como protesta ante la normativa italiana. En su lugar aparece como una realidad social: los personajes poseen una serie de elementos (procedencia, educación, nivel cultural, forma de expresarse, etc.) que define sus diferentes hablas de un modo único, y si bien el siciliano suele servir como un rasgo común en los personajes de la saga Montalbano, esto se debe principalmente al contexto donde se desarrollan dichas tramas, siendo Vigata una ciudad que Camilleri inventó y situó en la zona siciliana.
Con esto, el escritor italiano aprovecha el amplio conocimiento sobre su tierra natal para dotar a cada personaje con un modo de expresión diferente: los habrá que prefieran respetar la norma, emplear un italiano estándar para facilitar la conversación, y los que hagan uso de un dialecto más cerrado que permitirá notas de personalidad al incluir ironías, dobles sentidos y expresiones coloquiales. A esto se le suma el matiz de la ambientación. Camilleri habla de los productos de su tierra, del clima, de sus gentes, y todo esto es gracias al dialecto, pero la existencia de este se debe al telón de fondo que constituye el fondo italiano. Sí, nos habla de Sicilia, pero también de Italia.
Atendiendo a la saga Montalbano este detalle puede apreciarse en la figura del protagonista. Salvo Montalbano, comisario, aúna varios tipos de voces en su registro, pues no habla únicamente en dialecto o en italiano estándar, sino que presenta un amplio espectro de variedades. Según el contexto podremos apreciar en él un siciliano puro cuando habla con sus amistades o desea ser irónico u ofensivo, haciendo uso del italiano reglado para el trato con sus superiores o gente con la que desea ser cortés, presentando también un italiano simple y estándar cuando debe hablar de los procesos burocráticos. Dependiendo de la situación su lengua oscilará entre el dialecto o la lengua, no atándose a una única variedad.
Esto se debe a que el propio autor no desea convertir el dialecto en una excusa o medio para reivindicar los orígenes de la lengua italiana y atacar a la norma de la lengua. Simplemente plasma la realidad que se vive en el país y en su tierra, donde cada persona emplea una variedad distinta según la situación. Existen casos, como el del personaje Catarella, que solo conocen el manejo del dialecto, y en el especial caso de este ayudante del comisario, es una variación tan cerrada y confusa que solo puede ser llamado “italiano macarrónico”.
La presencia de múltiples variedades del idioma en una misma novela permite al autor profundizar en la realidad actual italiana. Nadie usa una única variedad del italiano, y en su lugar convergen múltiples elementos lingüísticos, tanto estandarizados como dialectales, en un mismo sujeto. La figura del comisario permite recoger esta situación en la novela al basar sus aventuras en las interrelaciones sociales. Al tener que investigar los diferentes casos debe adentrarse en los diferentes estratos sociales en su búsqueda de pistas. Por esto mismo atiende a las variedades dialectales, sirviendo de “recolector” de los rasgos definitorios de estas a través de su trato con los personajes que van apareciendo en el desarrollo de la trama.
El que podríamos llamar “italiano bastardo” de estas obras permite observar, con una lectura de la obra, el rico panorama siciliano, colocándose en la boca de los diferentes personajes formas y niveles distintos de este dialecto, entremezclado con la norma italiana ejemplar. Mas este ejemplo literario nos regresa a la problemática que se planteaba al principio de esta composición, el dilema de traducir el dialecto.
Una traducción se basa en el traspase de un texto escrito en una lengua origen hacia una lengua meta pudiendo ser entendible por los hablantes de este último idioma. La complicación nace de las variaciones dialectales, pues al nacer de una gramática única (en este caso el siciliano del italiano) estos rasgos no pueden traspasarse literalmente a la lengua meta, pues pierden el carácter que justifica su existencia. Los cambios vocálicos, la concordancia entre sustantivos, artículos u adjetivos, las derivaciones de los verbos… Y otros elementos no existen (o no son típicos) en la lengua meta, por lo que la presencia de los rasgos sicilianos carecerían de sentido.
¿Qué se puede hacer entonces para solventar esta presente problemática? Regresamos a la idea inicial de una traducción de la lengua normativa, ejemplar, suprimiendo todo rasgo dialectal. El producto resultante es entendible, por lo que cumple el objetivo que se espera de una traducción, pero en nuestro tiempo este ejercicio nos parece insuficiente.
Si el autor ha realizado una ardua tarea recopilando y adaptando a la escritura los rasgos del idioma que atiende en su día a día, y relaciona cada uno a su respectivo estrato social, es injusto que el traductor no busque una correspondencia entre los dos idiomas. Aunque aún no haya ningún método regularizado para esta labor, muchas traducciones ya presentan interés en esta tarea: la aparición de expresiones en la lengua origen, notas a pie de página explicando el sentido original, sustitución de los rasgos dialectales por elementos similares en la lengua meta, y otras soluciones que, si bien no consiguen una traducción literal se acercan más al respeto deseado hacia la lengua origen y sus dialectos.
Por tanto, y a modo de conclusión, toda lengua queda comprendida por sus normas gramaticales y las diferentes variaciones lingüísticas que emplean sus hablantes, mereciendo un respeto por constituir el medio de comunicación que se emplea en el día a día. La literatura sirve de testimonio para que estas variaciones no caigan en el olvido, y permitan la pervivencia del idioma tanto por el medio oral como por el escrito. Tras todo esto las traducciones se establecen como un puente o conexión entre diferentes lenguas, centrándose más en los elementos que unen los idiomas y las culturas que en aquello que los diferencia.