Tadeo Palacios Valverde *
Abogado y escritor, becario de pasantías y talleres literarios del Ministerio de Cultura y AECID.
A los dieciséis, el mundo puede terminarse en una noche. Como aquella que pasé llorando después de mi primera clase en una facultad de derecho. Más tarde descubriría que no había sido el primero en hacerlo y que, muy seguramente, tampoco sería el último en seguir una carrera con la que inicialmente no me iba a sentir a gusto, movido por las razones usuales por las que alguien se ve orillado a recorrer un sendero ajeno al de su vocación: las expectativas de los padres, la familia y sus presiones, la idea de que la profesión es heredada y transmisible, el temor a un futuro laboral estéril, la sombra del desempleo…
Roberto Bolaño se encargaría de mostrarme que aquello era un asunto cotidiano cuando, en su novela Los detectives salvajes, me presentó a un muchacho apocado al que le sobraba la ternura. Su nombre: Juan García Madero. Y como él, yo también había terminado cediendo ante una profesión que tuve que aprender a sobrellevar, con el tiempo, como propia:
“Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso le dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche”[1]
Entonces solo tenía una opción, la única que veía como probable si quería sobrevivir a mi permanencia en el claustro que me había admitido. Debía aferrarme a lo que sentía era mi vocación y entregarme a lo único en lo que, suponía, era bueno: escribir y leer. O, dicho de otro modo, leer para escribir.
«Soy huérfano, seré abogado». No es gratuita esa línea en el diario de García Madero y, por extensión, había que entender a la orfandad no solo como la ausencia de padres, sino a la de posibilidades. Después de todo, en mi natal Piura no tenía muchas opciones profesionales para escoger. Hace ocho años en mi entonces claustro, la Universidad Nacional de Piura, no existían facultades de humanidades o siquiera de literatura o de artes propiamente dichas. Si acaso había carreras ligadas a las ciencias de la comunicación y a la pedagogía (últimos resquicios de humanidad en la ciudad), pero eso era todo.
De modo que, de buenas a primeras, sin mayor vuelta que dar, había pasado a engrosar las filas de esa para nada breve lista de aspirantes a escritores que, por una circunstancia u otra, hicieron una parada obligatoria en un aula de leyes.
Durante los seis años que duró aquello, me propuse a persistir en el oficio narrativo; el cual, creo, es casi siempre una búsqueda impulsada por la insatisfacción. Escribir nos realiza y nos permite comprender aquello que nos rodea, pero que en ocasiones nos es vedado: el individuo dentro de su espacio, la comunidad en el individuo, sus inquietudes, las dificultades que le acicatean día y noche, las desafecciones y los afectos, las pulsiones y desencantos, los excesos y miserias, la consagración y el arrepentimiento, el dolor, la redención y las múltiples caras de una felicidad corta y a veces inalcanzable. La literatura es una manera de vivir cientos, miles de existencias. Un viaje que, en suma, nos acerca a contemplar de cerca (y acaso comprender) eso que se ha denominado la condición humana.
Lo primero que uno aprende es que nunca bastan solo los sentidos o la sensibilidad natural o el talento o el manejo del ritmo, el estilo, la técnica literaria o los parámetros mínimos de la ortografía, gramática y sintaxis. Aunque todos son importantes elementos para el oficio, el escritor no puede depender exclusivamente de alguno o, peor, renunciar a la necesidad de acumular experiencias para consagrarse únicamente a la lectura ermitaña o a la práctica monacal de la escritura. Alguna vez, escucharía decir a Oswaldo Reynoso que había que vivir. Y no solo eso: había que desear vivir furiosamente. Con compromiso. Equivocándose cuantas veces hiciera falta. Sacándole provecho a lo que se nos pone delante. Y aprender de todo y cuanto cruce ese camino personal y desmesurado por la sobrevivencia en lo que sea que nos toque hacer. Para eso había que asumir el lugar que uno ocupa, no con resignación, sino como un medio de fortalecer la intuición del que está decidido a poner su futuro en las palabras.
Con el paso de los años, uno empieza a reparar en ciertas cosas que antes le habrían parecido el inicio de una tragedia. Ahora que me titulé de abogado y que por las mañanas estoy sujeto a un quehacer de oficina. Ahora que pude mudarme a Lima para ejercer, lejos de mi hogar y de la casa de estudios que me acogió; visto de lejos, no me atrevería a lamentar lo que el derecho, como a muchos otros aspirantes a escritores, me pudo enseñar.
¿Qué es lo que deja el ejercicio y estudio de una disciplina jurídica a alguien que está resuelto a abandonarse a sus impulsos narrativos?
En 1993, en una de las últimas entrevistas que concediera a los medios, Julio Ramón Ribeyro, nuestro cuentista mayor, apunta una posible respuesta desde su experiencia como bachiller de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú e hijo mayor de una familia en la que la elección de su profesión estaba comprometida a honrar la memoria del padre y el abuelo, también abogados:
«Como disciplina, la considero útil e interesante, porque me enseña a razonar, a discurrir y a argumentar; pero no me gustaba el pleito, el juicio. Además, si querías ser honesto llevabas las de perder (…)»[2]
Además de constatar la crítica feroz a un sistema y ejercicio judicial cuyos defectos bien pueden ser los de esta época, se puede apreciar esa perspectiva poco afecta a la confrontación que, incluso, puede rastrearse en algunas de las anotaciones que Julio realizó en sus primeros diarios. Sin embargo, es preciso notar ese cariz que otorga el paso del tiempo y que causa el efecto del que toma distancia para apreciar el paisaje completo. Hay una diferencia traducida en experiencia y aprendizaje que distancia al Ribeyro de 1993 y al Ribeyro estudiante que escribía en su diario 1950: «Ser abogado, ¿para qué? No tengo dotes de jurista, soy falto de iniciativa, no sé discutir y sufro de una ausencia absoluta de ‘verbe’.»[3]
Es posible detenerse en una reflexión similar del narrador trujillano Eduardo Gonzales Viaña al reproducir uno de los consejos que le había dado su padre cuando este advirtió que su destino se encaminaba lejos de sus estudios de derecho en la Universidad Nacional de Trujillo:
“(Mi padre) Alzó un ejemplar del Código Civil y lo abrió por una página cualquiera.
-Como verás, no hay un solo adjetivo en este libro. Tampoco hay una palabra que sobre o falte. Tal vez debas tomarlo como ejemplo porque el arte de escribir no es el de usar muchas palabras si no el de saber usarlas y decir lo que se quiere decir”.[4]
De esto podemos colegir que el manejo fluido del lenguaje; el uso adecuado de figuras y fórmulas gramaticales; el cuidado de las normas básicas de morfosintaxis, de estilo y redacción; el familiarizarse con recursos destinados al dominio de la expresión argumentativa y la polémica, todas son evidencias que delatan el nexo que une a la ciencia jurídica con la escritura como creación y ejercicio literario.
Para estos autores, tanto como para otros del talante de Vargas Llosa o Bryce, el derecho no solo debía percibirse como una herramienta alimenticia (que en muchos sentidos lo es), o limitarse a ser un conjunto estéril de técnicas de litigación o, en el peor de los casos, un amasijo inerte de imperativos, prohibiciones y artículos sancionatorios, sino que había que reivindicarlo como el vehículo de reflexión que idealmente debía ser. ¿Cómo sino habría de utilizarse lo aprendido en la disciplina para construir una narrativa verosímil y coherente?
La experiencia acumulada al trasuntar los caminos del derecho (por ejemplo, los que entrañan la formulación de una teoría del caso o la discusión de un principio o las implicancias de una norma) contribuye a hacer que lo narrado, más que conformar un reflejo acartonado de la realidad, componga una muestra de un mundo probable, posible y, por ende, existente más allá de los linderos de la ficción. Y esto es así porque tanto abogados como narradores, en el momento menos pensado de sus carreras, se han enfrentado, una y otra vez a interrogantes como las que siguen: ¿Cómo a través del lenguaje se logra que los demás reparen en esto que les cuento? ¿De qué forma el desarrollo de los hechos llevarán al lector/interlocutor hacía donde quiero llevarlo? ¿Acaso lo que he expuesto bastará para convencer alguien? ¿Qué interés tiene para el otro la historia y los argumentos que voy a narrarle?
Hay quienes, como el brasileño Rubén Fonseca, maestro del relato sucio, negro y urbano, ex policía y hombre de leyes, recaban experiencias de su labor profesional para concebir marcas de realidad que hacen, en su caso, que lo escrito sea un testimonio ficticio (que no irreal) de la violencia fluminense. En esa lista bien podríamos incluir al secretario Franz Kafka y el surrealismo denunciante de su novela El proceso, un alegato en contra del abuso de la judicatura y la irracionalidad de muchos de sus atropellos. O al magistrado Enrique López Albújar, quien no dudó en recomponer la valoración del hombre y mujer andinos, marginados, desfavorecidos por el yugo colonial y republicano de un Estado que, cuando no era abusivo, sucumbía al paternalismo infantilizante para con ellos. El neoindigenismo de López se nutrió del contacto que la función jurisdiccional del autor le permitió mantener con quienes pasarían a inspirar a sus propios personajes. ¿Podríamos decir que lejos de la dimensión profesional de López Albújar, el neoindigenismo hubiera existido tal cual se dio?
Creo que volver el rostro hacia las humanidades y las artes literarias son un contrapeso a la frigidez técnica de las corrientes que, durante las tres últimas décadas, campearon en la aplicación de las ciencias jurídicas, instigándolas a su parcelación definitiva en busca de practicidad y a una cada vez más específica especialización.
Es este mismo afán de particularización lo que, en sus casos más extremos, provocaba una desconexión no solo con otras especialidades del derecho, sino que hacia del abogado un “bárbaro tecnificado”: un agente ajeno a la sensibilidad de las humanidades y el arte; pero concentrado en una especie de función operaria, casi maquinal, de su oficio. Esta última imagen dista mucho de la reputación que antaño había hecho del derecho un arte, a decir de juristas como Ulpiano, o cuando menos un conjunto de disciplinas con vocación de universalidad en el campo del intelecto.
Y creo también que esto que he escrito, aun cuando no lo hubiera valorado a los dieciséis años, podría servirme (a mí y a otros en la misma situación) como una especie de mapa personal: uno que recuerde la urgencia de que la literatura y el arte están ahí para decir lo indecible, recrear lo imposible y que están hechas para recuperar al ser extraviado en el afán de tecnificación dura, cuya imposición radical tanto ha descoyuntado a las ciencias jurídicas.
Visto en blanco y negro, el camino atravesado no fue terrible, ni mucho menos. Mi formación, en lugar de indisponerme para la creación literaria, permitió que me acercara a esta, pues, a cada tanto, uno toma conciencia de que, en ambos oficios, el de escritor y abogado, solo se tiene a la palabra como mecanismo de supervivencia, de recreación de lo vivido, de reflexión y trascendencia. Y, aun cuando se haya olvidado, tanto a la literatura como al derecho lo inundan los ideales y principios: de un lado el fin estético que inmortaliza, de otro la justicia que restituye.
Ahora que estoy a puertas de iniciar la maestría en literatura hispanoamericana, me alegra reconocer que fue la carrera que por mucho tiempo no quise la que me brinda esa posibilidad. Aunque, si algo debo agradecerle al derecho y su ejercicio, sería el haberme acercado a otros que, como yo o García Madero o Julio Ramón, se encontraban en ese dilema aparente, y comprender que no estaba solo en esto. Nunca lo estuve.
* Piura, 1994.
[1] Bolaño, Roberto (2017). Los Detectives Salvajes. Barcelona: De Bolsillo. Penguin Random House. P. 13
[2] Ausejo, Lorena. «Protagonistas: Julio Ramón Ribeyro» (1993). En Coaguila, Jorge (editor). Julio Ramón Ribeyro: las respuestas del mudo
[3] La tentación del Fracaso (2019). Edición Conmemorativa 90° aniversario. Lima: Planeta. p. 5.
[4] González Viaña, E. (2019, 29 mayo). Los consejos de papá. Artículo de opinión recuperado el 11 de febrero, 2020, de https://exitosanoticias.pe/v1/opinion-eduardo-gonzalez-viana-los-consejos-de-papa/