Luis Guilherme Marinoni
Profesor Titular de la Universidad Federal de Paraná Vicerrectorado de la Internacional Asociación de Derecho Procesal.
Traducido por Pólemos.
Se afirma que el Código Procesal Civil de 2015 cumplió con la “promesa” constitucional de una duración razonable del proceso, establecida en el art. 5º, LXXVIII de la Constitución Federal Brasileña. Es indiscutible que el legislador tiene el deber de proteger los derechos fundamentales y, por tanto, incluso el derecho fundamental a una duración razonable del proceso. Se olvidó, sin embargo, que la “duración razonable” no puede lograrse en un sistema en el que el doble juicio sobre el fondo es visto como dogma y la sentencia, por regla general, sólo tiene valor después de ser reafirmada por el tribunal, así como como ignorada, se supone que las medidas cautelares anticipatorias y probatorias presuponen lógicamente la ejecución inmediata.
Cabe recordar que el doble juicio no es una garantía constitucional y mucho menos un principio fundamental de justicia. Mucho más importante que obligar al tribunal a pretender analizar sentencias que definan casos sin complejidad alguna es el derecho de acceso a la justicia, que tiene como corolarios los derechos a la efectividad de la tutela judicial y a la duración razonable del proceso, que evidentemente no puede ser protegido siempre que sea necesario tener dos sentencias repetitivas sobre el fondo en cualquier tipo de caso civil, incluso para que la sentencia tenga algún efecto práctico.
Cabe señalar que, cuando la sentencia es siempre objeto de análisis por parte del tribunal, incluso para tener efectos, deja de ser una decisión en el sentido de afirmar el poder del Estado y se convierte en una especie de proyecto de decisión del tribunal. . De esta forma, al fin y al cabo, el juez se transforma en instructor y el tribunal es sometido a un trabajo que no le corresponde. No es por otra razón que los recursos han sido juzgados sin discusión alguna, y los jueces, como no podía ser de otra manera, se sirven de asesores para la preparación de sus votaciones.
Sin embargo, lo realmente perverso es que este estado de cosas no sólo hace que la población desconfíe de la Justicia, sino que le quita poder y dignidad al juez de primera instancia y al tribunal. El juez, para ejercer el poder, debe producir una decisión que tenga un efecto en la vida de las personas. Cuando el litigante está a la espera del pronunciamiento del juez, imagina que la sentencia no será un simulacro de solución del litigio, que esperará la decisión del tribunal. ¡Se espera que la sentencia proteja el derecho material! Se supone que el juez no debe estar presente en la audiencia para reunir pruebas y luego preparar un proyecto de decisión sin ningún valor práctico. Del mismo modo, el litigante que mira al tribunal apenas se da cuenta de que está sometido a un teatro en el que pretende juzgar, en el que las decisiones se toman antes de las sesiones, con total desprecio por el derecho de influencia. La situación es más grave cuando uno se da cuenta de que las decisiones las toman asesores sin poder de decisión.
Evidentemente, en estas situaciones no hay culpa por parte de los magistrados. Por el contrario, el poder judicial está siendo expuesto a dificultades insalvables por falta de una mejor organización de la justicia civil, lo que da pie a la idea de que, en esencia, la justicia nunca es eficaz o ineficaz, sino que siempre tiene una imagen al gusto de aquellos. quienes tienen el poder, incluido el poder social, de modificar la estructura técnica y organizativa de las formas en que se brinda la tutela judicial, lo que simplemente significa que una justicia que es ineficaz para la mayoría de la población puede ser adecuada para quienes sí pueden cambiar eso.
El Código Procesal Civil de 2015 no logró corregir la principal disfunción del Código de 1973, cuando, cabe recordar, esta fue la principal razón escogida para justificar su creación. Se recuerda que todos vieron como una contradicción grave e imperdonable, frente al instituto de medidas cautelares surgido en 1994, la falta de ejecución inmediata de la sentencia pendiente de apelación. Sucede que el legislador, presionado por algunos sectores, mantuvo la sentencia en la misma condición de ineficacia que tenía en el Código de 1973.
Cabe señalar, por otra parte, que la protección de la prueba (art. 311, CPC) presupone un sistema de protección de derechos abierto a la ejecución inmediata de la sentencia. El primero sin el segundo es una contradicción en los términos. Ahora bien, la protección de la prueba no es más que una técnica para distribuir la carga del tiempo en el proceso. El tiempo del proceso, así como la producción de la prueba, debe ser visto como una carga que, por eso mismo, no puede echarse sobre la espalda del autor como si fuera el culpable de la dilación inherente a la discusión de la causa. caso. El tiempo del proceso, para que no se vulnere la igualdad, debe distribuirse entre los litigantes conforme a las pruebas de derecho. Así, por ejemplo, no hay racionalidad en obligar al autor a esperar el tiempo de instrucción del caso cuando los hechos constitutivos del derecho están probados mediante un documento. En este caso, en que la instrucción se referirá únicamente a los hechos cuya carga de la prueba incumbe al demandado, sólo éste puede ser racionalmente