Vicente Bellver Capella
Doctor en Derecho por la Universitat de València (España). Profesor Titular del Departamento de Filosofía del Derecho, Moral y Política de la Universitat de València. Director del Máster en Derecho y Bioética de la misma universidad. Autor de los libros ¿Clonar? Ética y Derecho ante la clonación humana (2000) y Ecología: de las razones a los derechos (1994). Magistrado Suplente de la Audiencia Provincial de Valencia (España)
Quizá, los mayores desafíos existenciales que hoy afronta la humanidad sean el transhumanismo y la justicia en materia de orientación e identidad sexual. Ambos pueden suponer un salto cualitativo en el progreso de la humanidad, pero plantean, al mismo tiempo, tales amenazas que podrían acabar con ella. El transhumanismo manifiesta un anhelo de progreso sustentado sobre las posibilidades aparentemente ilimitadas de las tecnologías convergentes: bio-, nano-, info- y neuro-. La segunda es una demanda inaplazable de justicia alentada por nuevas concepciones antropológicas. El primero alcanza directamente a toda la humanidad; la segunda afecta a una minoría, pero con efectos importantes en toda la vida social. Ambos son objeto de intensas e inevitables controversias porque, al tiempo que abren una oportunidad histórica de avance social, ponen a la humanidad en riesgo de liquidación. Para lograr que ambos retos se conviertan en triunfos, es imprescindible identificar la exigencia de justicia que cada uno de ellos entraña y, al mismo tiempo, desactivar la amenaza de ideologización a la que están expuestos.
Como veremos enseguida, el principal peligro que acecha a ambas empresas es dejarse abrazar por el espíritu de abstracción, que, al reducir a la persona a simple número, la somete y la disuelve en lugar de liberarla y realizarla. Cuando todo se puede transformar en una clave numérica, la materia es reemplazada por la abstracción. Si aceptamos que la realidad tiene una irreductible dimensión material y que el ser humano es, ante todo, un cuerpo quebradizo, deberemos reconocer que la completa colonización numérica es la mayor agresión que quepa concebir. Esa colonización se lleva a cabo por medio de los desarrollos tecnológicos que, reduciendo la realidad a simple material de trabajo, resultan cada vez más eficientes. El problema del tiempo actual no es el materialismo, sino la desmaterialización del ser humano.
Al entenderse como un ser inmaterial, con un poder tecnológico potencialmente ilimitado sobre la naturaleza y su propio cuerpo, el ser humano se ve capaz de convertir todos sus deseos en realidad. Pero este señuelo se revela de inmediato en pesadilla porque si reduce la realidad a número, la convierte en exclusivamente instrumental e incapaz de revelar significado alguno. La irrestricta capacidad de deseo, satisfecha mediante el omnímodo poder de la técnica, nos enfrenta al más absoluto vacío. La única manera de sobrevivir a ese vacío es no pararse a pensar, mantenerse permanentemente distraído.
Los efectos inmediatos de vivir negando la realidad son letales tanto para el individuo como para la naturaleza. El ser humano transita entre la depresión a la que le aboca la autoexplotación y la alienación infligida por la heteroexplotación. A su vez, la naturaleza queda arrasada por la hybris humana. Este es el contexto desde el cual interpretar tanto el proyecto transhumanista, y de la sombra posthumanista que le acecha, así como la demanda de justicia transgénero, y de la filosofía “queer” que la sustenta y la amenaza simultáneamente).
El reto del transhumanismo
El transhumanismo nos habla de un futuro inminente en el que se difuminan las fronteras entre el ser humano y los dispositivos tecnológicos hasta el punto de resultar difícil delinear los confines de lo específicamente humano. Su vertiente más atractiva nos muestra personas con todo tipo de prótesis que suplen carencias e incluso potencian capacidades. También, nos habla de una poderosa inteligencia artificial con capacidad de decisión autónoma, puesta al servicio de nuestro bienestar. Pero, a nadie se le escapa su lado oscuro: vidas humanas configuradas al gusto de terceros; quimeras formadas por elementos animales, tecnológicos y propiamente humanos; inteligencias artificiales revelándose contra los humanos; y todo lo que queramos imaginar.
Ante la aceleración y trascendencia que está teniendo esta revolución, parecería sensato embridarla: no dejar que nos atropelle; participar en el diseño de las innovaciones tecnológicas, que no son neutrales, sino que están valorativamente cargadas; y orientarla, en primer lugar, a atender las necesidades más básicas y apremiantes de todos los seres humanos. Como quizá estos objetivos resulten ideales inalcanzables, puesto que los desarrollos tecnológicos se conciben principalmente para atender demandas solventes más que las necesidades de los menos favorecidos, al menos cabe fijar un límite infranqueable para que evitar que Fausto caiga en manos de Mefistófeles: no aceptar la filosofía posthumanista. Según ella, el ser humano es un algoritmo biológico bastante deficiente y la tecnología actual nos permite hacer, de él, algo distinto y mucho mejor de lo que ha sido hasta ahora. Los posthumanistas prometen una vida inmortal, sin dolor alguno y con unas capacidades cognitivas exponenciales. No queda nada del sujeto mortal, frágil e interdependiente que, hasta ahora, ha sido el ser humano. Ese nuevo ser que ha superado todas las penurias y limitaciones con las que el humano había tenido que lidiar a lo largo de su historia, ¿es un ideal o un horror? ¿El posthumanismo supone una ganancia o simplemente la autoliquidación de la humanidad? ¿Estamos hablando de posthumanismo o, más bien, de inhumanismo, como dice Jesús Ballesteros?
El posthumanismo, como el transhumanismo, se sustenta sobre convergencia tecnológica resultante de los avances e interrelación entre la nanotecnología, la biotecnología, las tecnologías de la información y la comunicación, y las tecnologías cognitivas (NBIC). Ante las enormes posibilidades de dominio sobre la realidad que brindan, el ser humano ha quedado deslumbrado y convencido de que las tecnologías convergentes nos ponen el paraíso a la vuelta de la esquina. No piensa que las posibilidades de progreso son tantas como los riesgos de que el genio escape de la botella y que, para evitarlo, el entusiasmo ha de ser proporcional a la prudencia.
El transhumanismo se metamorfosea en la ideología posthumana cuando las tecnologías convergentes se dejan secuestrar por el espíritu de abstracción, que reduce la realidad en su conjunto y al ser humano en particular a elementos cuantificables. El proceso de matematización del mundo, que comparece en el momento presente a través del capitalismo de las tecnologías financieras y del “Gran Hermano” de las tecnologías digitales, convierte al ser humano y a la naturaleza en dinero y datos, puras abstracciones, eficiencia de la nada. Todo queda sujeto a la lógica de la explotación: si algo pretende no tener un precio es, simplemente, porque no vale nada. Antes, las personas nos definíamos por nuestra intimidad. Ahora, solo somos nuestros datos personales. Internet los conoce y archiva. Los hemos puesto gratis a su disposición para obtener, a cambio y gratuitamente, productos y servicios que mejoran nuestras vidas. Y si alguno se resiste a entregarlos, las smart cities y el internet de las cosas se encargarán de forzar su entrega y subirlos a la “nube”. 500.000 cámaras nos vigilan en Londres y la mayoría de sus transeúntes no piensan que están más vigilados, sino solo más seguros. GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple, y Microsoft) se encarga de extraer los datos y explorarlos económicamente, poniéndolos a disposición de quien esté dispuesto a pagar por ellos; poco importa que se adquieran para proyectos inocuos o inicuos.
Si la Modernidad redujo la naturaleza a mecanismo, la postmodernidad ha reducido el conjunto de la realidad a número, a entidad abstracta que solo existe en la mente del individuo. La prometida emancipación humana se revela, finalmente, como emancipación frente a lo humano.
El futuro transhumano es inexorable: el maridaje entre el ser humano y la tecnología será cada vez más íntimo e invasivo. Hasta el momento, solo alcanzamos a ver sus ventajas sin reparar en que estamos caminando junto al abismo. Si ese acelerado desarrollo tecnológico se sigue sustentando sobre el espíritu de la abstracción, sobre la completa matematización de lo real, llegaremos a “un mundo feliz”. Pero, deberemos abandonar toda esperanza de alcanzar un mundo en que merezca la pena vivir. Por el contrario, si el desarrollo tecnológico se concibe y diseña como herramienta al servicio de las necesidades más básicas de los grupos más vulnerables, el futuro puede ser prometedor. Nuestra meta no es ser más de lo que somos; es no dejar a nadie atrás.
Las demandas de justicia transgénero
A lo largo de la historia, siempre encontramos personas que no se han sentido identificadas con su sexo. Las que han tratado de que su cuerpo, apariencia y nombre coincidieran con el sexo con el que se identificaban (y no con el que manifestaba el Registro Civil) han sido frecuentemente perseguidas o discriminadas, como mínimo, estigmatizadas. En las últimas décadas, sin embargo, se ha producido un progreso histórico difícil de cuestionar, al reconocerse que esas personas no debían sufrir violencia o discriminación alguna. Lo mismo les ha sucedido a las personas con una orientación sexual distinta de la heterosexual mayoritaria. De la persecución penal, se ha pasado al respeto a las decisiones individuales. Es cierto que queda mucho por hacer: todavía hay países en los que las relaciones homosexuales libres entre mayores de edad siguen castigadas con la cárcel o son objeto de un implacable estigma social. Y más asfixiante, aún, suele ser la situación de las personas transgénero.
Vivimos, pues, una coyuntura sociocultural apasionante, por lo que se refiere a la configuración pública de la identidad y la orientación sexual. Que ambas dejen de ser objeto de reproche penal o social constituye un avance trascendental en la historia de la humanidad. Pero, también comparece el riesgo de que la lucha contra esta discriminación dé pie a una nueva forma de dogmatismo que se pueda manifestar en la escuela, la asistencia sanitaria, los medios de comunicación, los propios hogares y la configuración de la vida social en su conjunto.
Para conseguir que estos avances sociales se consoliden como una auténtica conquista de la libertad y no se acaben convirtiendo en imposición ideológica, se precisan, a mi juicio, cuatro tipos de acciones: garantizar una igualdad real entre todas las personas, sea cual sea su identidad y orientación sexual; reparar, en la medida de lo posible, las injusticias cometidas con las víctimas; promover un entorno social plural e inclusivo que no cercene las libertades de conciencia, pensamiento y expresión; y reconocer el derecho superior de los padres a la educación moral de sus hijos.
Especial atención debe darse a los menores de edad que no se identifican con el sexo asignado al nacer. El interés superior del menor exige evitar tanto su discriminación como la adopción de medidas que tengan efectos irreversibles sobre su salud o sobre el futuro desarrollo de su personalidad. Ante la diversidad de posiciones sobre el modo de atender adecuadamente a estos menores, no debería optarse por la imposición de un modelo único, precisamente, porque la mejor garantía de su interés radica en considerar todas las opciones de abordaje en función de las necesidades del menor y de su contexto social, y elegir la más adecuada al caso. Procede, por ello, un diálogo sosegado que, reconociendo la dificultad en la que se encuentran muchos de estos niños y atendiendo a las evidencias científicas y clínicas, así como a las experiencias más exitosas de acompañamiento, permita alcanzar consensos amplios sobre el modo de proceder.
Reparar injusticias en materia de orientación e identidad sexual resulta imprescindible, pero la justicia aquí no tiene por qué identificarse con la filosofía “queer”, aunque ésta haya contribuido a su consecución. Esta corriente sostiene que la condición sexuada del ser humano no es binaria, formada por un sexo masculino y otro femenino, sino un espectro, en el que existe una variedad casi ilimitada de expresiones de la identidad sexual. Igualmente, sostiene que, en materia de orientación sexual, no solo se debe acabar con la discriminación de las personas homosexuales; también defiende que todas las formas de vida sexual sean vistas como igualmente valiosas e intercambiables. Por eso, a quien sostenga públicamente que un modelo de vida heterosexual es moralmente superior a los demás o que la identidad sexual debe estar asociada con carácter general al sexo genético, no solo se le dirá que está equivocado y que está ofendiendo con sus manifestaciones a todas las personas que no ajustan su vida a esa propuesta, sino que está tratando de recortar derechos inviolables y de imponer a todos una moral propia, que no solo es errónea sino peligrosa para el propio sujeto que la defiende. En consecuencia, la filosofía “queer” exige que el Estado recrimine a cualquiera que sostenga que la moralidad de la vida sexual no está exclusivamente vinculada a la decisión libre del individuo.
En continuidad con el espíritu de abstracción, que disuelve lo humano en el número, la teoría “queer” propone que todos los seres humanos nos reconozcamos naturalmente como “trans”: seres que rehúyen, en mayor o menor medida, identificarse con su sexo genético y fisiológico, que escapan a una realidad corporal concreta que venga dada. La identidad de género es una construcción psico-social, en la que debe primar la libre autodeterminación del individuo. El cuerpo es solo materia prima y, en consecuencia, objeto de experimentación, transformación y comercio.
Desde esta posición, el hecho de que la mayoría de personas en la actualidad se entiendan, a sí mismas, como “cisgénero”, identificadas con el sexo que se les asignó al nacer, no es consecuencia de una decisión libre. Tiene que ver con la imposición cultural que ha sufrido la humanidad hasta el presente. Puesto que tanto el “género” como el “sexo” son conceptos performativos, es decir, realidades que se configuran a través del comportamiento y el discurso, es imprescindible liberar a las personas del yugo cultural que les impone unas particulares identidades y conductas, y lograr así que definan su cuerpo de acuerdo con su libertad.
A la pregunta “¿Quién soy yo en cuanto a mi identidad y mi orientación sexuales?”, la teoría “queer” responde: lo que dicte mi deseo. Para que realmente sea así, resulta prioritario superar la ideología “tradicional” sobre la identidad sexual, para la cual el sexo viene definido por la naturaleza. El problema es que la alternativa “queer” no es menos “ideológica” que la que denuncia. Considerar que la identidad de género es una cuestión de elección, que ha quedado reprimida hasta el tiempo presente, no solo contradice lo que ha sido la experiencia constante de la humanidad a lo largo de su historia —en la que lo excepcional ha sido la incomodidad del individuo con su identidad sexual—; es también un intento de imponer a todos los ciudadanos una visión única sobre la identidad sexual, que no respeta la libertad de pensamiento ni el legítimo derecho de los padres a la educación moral de sus hijos.
¿Existe un consenso científico, político y social incuestionable acerca de que la identidad de género es algo completamente subjetivo, independiente del sexo biológico? ¿Debemos asumir que la emancipación de la humanidad necesariamente pasa por romper el vínculo entre identidad sexual y biología? ¿Pensamos que los padres deben educar a sus hijos en este principio teniéndolo por indiscutible, y que así debe ser enseñado también en la escuela? ¿Debería borrarse, en la vida social, cualquier signo que vincule sexo y biología con carácter prescriptivo? ¿Deberíamos eliminar la asignación oficial de una identidad sexual desde el nacimiento y esperar a que cada individuo vaya manifestando la suya a lo largo de su vida? ¿Atribuir un nombre en función del sexo asignado al nacer deberá tenerse como una agresión quizá irreparable en el futuro desarrollo de la persona? Por ser cuestiones cruciales, que afectan existencialmente al futuro de la humanidad, merecen un debate plural, en el que prime la confrontación de argumentos sobre la descalificación de quienes los esgrimen.
Las leyes autonómicas de transgénero aprobadas en España en los últimos años reflejan, a la perfección, el avance y el riesgo que se vive en mi país y en muchos otros del mundo. Por un lado, estas leyes adoptan medidas para que, por fin, las personas homosexuales y transgénero puedan tener una vida como la de cualquier otra. Pero, por otro lado, podrían estar convirtiendo una propuesta filosófica en una religión de Estado que exige rigurosa observancia de pensamiento, palabra y obra. En ese caso, quien se aparte de ella incurrirá en herejía, pecado y delito. Sería para lamentar que una trascendental conquista social trajera consigo tales efectos colaterales. La experiencia histórica nos dice que las primeras suelen ir acompañadas de los segundos. A ver si, en esta ocasión, somos capaces de evitarlo.