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El Debate en Torno a la Laicidad del Estado Liberal: Consideraciones Filosóficas

por Gonzalo Gamio Gehri
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Gonzalo Gamio Gehri

Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya


Una democracia plena requiere – entre otras (muchas) cosas – un Estado laico, respetuoso del pluralismo religioso y de visiones del mundo, en el marco del respeto de la libertad y la igualdad de cada uno de sus ciudadanos. La existencia de un Estado laico – un Estado estrictamente aconfesional – constituye una condición necesaria (no suficiente) para la construcción de una sociedad democrática y liberal. El tema de la laicidad debe ser asumido con toda rigurosidad conceptual y honestidad intelectual. Es una lástima que en plena campaña electoral este asunto se discuta con poco o ningún cuidado por nuestros políticos. El problema es que los columnistas de opinión que se han referido a este tema tampoco lo enfrentan en términos conceptuales, y prefieren abordarlo ideológicamente, identificando la defensa de un Estado aconfesional con una  política de “hostilidad hacia el cristianismo”. La mejor forma de clarificar este problema y examinar sus consecuencias prácticas pasa por devolverlo al terreno de los argumentos.

Permítanme recapitular la idea central que está en juego en esta discusión, a partir de algunas reflexiones anteriores que he desarrollado sobre este problema[1]. Un Estado es laico si cumple con tres condiciones. 1) Si no existe una religión oficial; 2) si se protege la libertad religiosa y la libertad de conciencia de los ciudadanos; 3) si existe genuina  independencia entre el Estado y las iglesias. El Estado democrático no se pronuncia sobre asuntos religiosos y de visión del mundo, de modo que el diseño de las normas y las políticas públicas no proviene de consideraciones de doctrina religiosa. El Estado democrático liberal se cimenta en principios de justicia y valores públicos, edificados sobre la base de un consenso entrecruzado en condiciones de “pluralismo razonable” (Rawls). Tales principios y valores no abarcan el sentido de la totalidad de la vida o la estructura del cosmos; se refieren únicamente a los cimientos de la razón pública y a las bases normativas e institucionales de la convivencia en una sociedad diversa. Otorgar algún privilegio a una perspectiva religiosa puntual o a una iglesia específica implicaría violar uno de los principios básicos de una democracia liberal, que el Estado trate de igual forma a cada uno de los ciudadanos. La democracia liberal no desestima con ello el importante rol de las religiones y visiones del mundo en la vida de las personas, sólo considera que el vínculo religioso y de cosmovisión es un asunto ajeno al ámbito de acción específico del Estado; corresponde a los espacios deliberativos de la sociedad civil el tratamiento y discusión de los temas espirituales y de sentido de la vida; no se trata, tampoco, de asuntos meramente privados.

La relación entre el Estado democrático y las iglesias, no es, pues, de hostilidad, sino de colaboración inter-institucional allí donde no se compromete la neutralidad doctrinal  del propio Estado. La sugerencia de que la preocupación por la constitución de un auténtico Estado laico supone la promoción de alguna clase de enfrentamiento ideológico con los creyentes proviene de la evidente caricaturización de la idea de la laicidad. A menudo se contrasta la “laicidad” – perspectiva que acabamos de describir – y el “laicismo” (la actitud hostil frente a lo religioso), sin detenerse demasiado en desarrollar conceptualmente este contraste, pues – en la pluma de numerosos críticos – los defensores de la neutralidad liberal en materia de religión y cosmovisión son etiquetados como “laicistas”, generadores de una suerte de “des-espiritualización” de la sociedad. Los partidarios del pluralismo liberal son comparados tendenciosamente con los funcionarios comunistas que se propusieron prohibir la práctica de las creencias religiosas en las primeras décadas del siglo XX.

Una columnista de un portal tradicionalista, Karina Flores Yataco, plantea las siguientes preguntas en torno a las potenciales acciones de un Estado laico. En ellas puede reconocerse un propósito polémico antes que explicativo, pero a la vez ellas ponen de manifiesto con claridad el nivel de crispación y conflictividad que caracterizan este debate en la hora presente en el país:

“Entonces si el Estado es laico, por qué no quitan todos los símbolos religiosos, o retiran las fechas religiosas del calendario nacional, por qué permiten procesiones en el país, porqué tiene que haber presencia de la Iglesia en la sociedad”[2].

El carácter retórico de las inquietudes que consignan las declaraciones citadas es evidente. Un tratamiento académico riguroso del tema exigiría hacer precisiones importantes en torno al cultivo de la neutralidad que se espera de un Estado laico y el ejercicio de la libertad religiosa que éste debe proteger y consolidar. Esta clase de simplificaciones precisamente impide el tipo de esclarecimiento intelectual que el problema de la laicidad requiere. Resulta imperativo examinar casos de naturaleza distinta. Ciertamente resultaría absurdo para una democracia liberal prohibir la realización de una procesión religiosa en las calles, pero sí tendría sentido sostener que en la escuela pública no debería impartirse un curso de religión de corte catequético en el que se difunda sólo un credo particular, pues el espacio estatal debe ser plural y aconfesional; sí tendría sentido, en cambio, el desarrollo de un curso más amplio y dialógico sobre el contenido de las “grandes religiones” y su lugar en el horizonte de las culturas humanas.

Otros críticos desarrollan sus puntos de vista desde una perspectiva más abiertamente conservadora, que acaso revela la presencia de una cierta nostalgia por el Estado confesional. En una tradición intelectual que se remite a V. A. Belaúnde, Martín Santiváñez  – Decano de la Facultad de Derecho de una universidad de la capital – sostiene que la discusión local sobre el Estado laico enfrentaría a la Iglesia con sus enemigos en el plano cultural y político, los suscriptores de una “alianza liberal-progresista (…) que busca dividir hasta la enemistad al Estado y la Iglesia”[3]. Esta actitud lesionaría gravemente la cohesión de la sociedad, dado que – afirma el columnista de El montonero – “ninguna sociedad se explica sin el hecho religioso”. 

Esa última frase requiere de una argumentación que la sostenga, puesto que, formulada escueta y aisladamente, se revela solamente como una aseveración dogmática más. En un mundo social e intelectual plural, una tesis como esa debe ser discutida con esmero. No resulta claro que la sociedad esté estructurada desde el hecho religioso, o que deba regirse desde criterios de origen teológico; de hecho, la explicación de la sociedad y de su organización política descansa sobre fuentes seculares, al menos desde el siglo XVII hasta el día de hoy. Dicha tesis tradicionalista no sólo resulta controvertida para académicos y ciudadanos que no comparten racionalmente esas premisas teológicas, sino que incluso puede ser cuestionada desde los derroteros espirituales que están a la base del propio Concilio Vaticano II, que plantea de modo explícito la “autonomía de lo temporal”, en términos sociales y políticos.

Santiváñez arguye que “la religión es un componente fundamental de toda sociedad, por lo tanto, el Estado no puede vivir de espaldas a la religión”. Esta es una afirmación algo más matizada que la anterior. No obstante, ella reproduce veladamente la idea de que la neutralidad estatal en materia de religión y cosmovisión supondría el desconocimiento (o la indiferencia) frente a la relevancia de las religiones y las visiones del mundo en la vida de los individuos. En el fondo esta tesis es víctima de una confusión: ella presupone erróneamente que la consolidación de la neutralidad estatal implicaría necesariamente la generación de alguna clase de deterioro de la práctica religiosa en la sociedad, o que se bloquearía cualquier tipo de cooperación inter-institucional entre las iglesias y la instancia pública. Ello, por supuesto, no es cierto. Las iglesias forman parte de la sociedad civil – junto a las universidades, los colegios profesionales, los sindicatos y otras organizaciones sociales -, y desde ella participan activamente en el debate colectivo sobre el bien común, el florecimiento humano, el trato equitativo y otros temas que conciernen a la comunidad entera, temas que interesan por igual a las instituciones sociales y a las organizaciones políticas, y que pueden ser incorporados en la agenda pública. Su voz es importante en un espacio simétrico de interlocución que convoca a diversas voces involucradas con la reflexión sobre temas de interés común que puedan ser relevantes para la consecución del bien público[4].  

Pero la perspectiva conservadora no renuncia a una pretensión política más totalizadora, que recuerda algunos de los objetivos políticos del antiguo Estado confesional. A su juicio, la Iglesia católica, como promotora de la verdad, transmite un mensaje que debe ser escuchado, recogido y ejecutado por el Estado sin mayor dilación, dada la grave situación que afrontaría la sociedad. “La crisis moral que atraviesa el Perú”, señala Santiváñez, “se debe al olvido del idioma estatal, a la postergación del lenguaje político por parte de los cristianos (…). Solo el cristianismo es capaz de iluminar las realidades temporales de la política y precisamente por eso, la Iglesia tiene el deber de pronunciarse sobre el descarrilamiento de los políticos y la creciente inoperancia del Estado”. El autor decreta – sin la mediación de justificación alguna – el protagonismo de una única visión de la existencia en el proceso social y político de solución de los problemas de nuestra sociedad y ‘el logro de su destino’. La contundencia de estas aseveraciones – que parecen no admitir revisión ni discusión -, así como el tono apocalíptico del fraseo revelan que se trata de una interpretación de la política completamente incompatible con la condición de “pluralismo razonable” que constituye la base de una sociedad democrática y liberal.  

“La Iglesia tiene que defender TODA LA VERDAD y existe, ¡claro que sí!, una verdad política, una verdad jurídica y como madre y maestra, la Iglesia está en todo su derecho, el de la libertad religiosa, de pronunciarse sobre todo lo humano”.

Estoy en desacuerdo con estas afirmaciones por dos razones fundamentales. La primera, porque el columnista atribuye a la Iglesia católica un “rol tutelar” que no se condice con el espíritu de las democracias, que tiene en gran valía el cultivo de la autonomía de las personas, la capacidad de los individuos de examinar críticamente sus formas de pensar y de actuar. Los ciudadanos que forman parte de una sociedad democrática suscriben diferentes credos – no solamente el de la Iglesia romana -, y algunos han decidido libremente no tener una fe religiosa. No todos van a compartir las convicciones referidas a lo divino o a lo humano que formula ante sus seguidores dicha comunidad espiritual; vivimos en tiempos en los que la suscripción de una fe no constituye un “hecho” que pueda darse por sentado sin cuestionamientos racionales: vivimos en tiempos seculares, en los que la localización de la religión en la cultura moderna no es más un dato incontrovertible[5]. Los ciudadanos comprometidos con el Estado constitucional de derecho reconocen la fuerza ética de las leyes y del sistema de instituciones que organiza la sociedad, así como comparten los valores públicos que constituyen su condición de agentes sociales y políticos. La base de una comunidad política democrática no puede ser de naturaleza esencialmente religiosa.

La segunda razón tiene que ver con mis propias reservas filosóficas sobre el denso  aparato teórico de corte metafísico que Santiváñez asume sin discusión alguna. A su juicio, la verdad sencillamente ‘está allí’ – en todas sus manifestaciones – y necesita una institución religiosa que la defienda y administre. No tengo nada en contra de la idea de verdad, ni en el plano religioso – soy un creyente -, ni tampoco en el plano intelectual. Como filósofo, pienso que la verdad constituye uno de los fines superiores que persigue una vida humana digna de ser vivida. Lo que me preocupa de posiciones como las que comentamos es que no se debe abusar del concepto de verdad, presuponiendo su sentido y alcances, sin desarrollar este concepto con precisión. No se trata de cualquier noción que pueda ser abordada con despreocupación, frivolidad y sin rigor racional. La verdad es la meta de toda investigación seria y de toda forma de diálogo que pretenda realmente saber: ella no es un punto de partida. La verdad está por tanto asociada a un proceso de búsqueda basado en la exposición, la revisión y la escucha atenta de buenas razones. Sólo el integrismo – a veces denominado “fundamentalismo”, en tanto se le identifica con la adhesión a una perspectiva ideológica o religiosa concebida como fija e incorregible – asume la verdad como algo que se tiene de antemano, como algo cuya validez se presupone y que no requiere del más mínimo examen crítico. Por ello, los integristas consideran que quienes discrepan con ellos padecen alguna enfermedad del intelecto o del alma (“herejías” diversas – ideológicas o religiosas -, o alguna versión del temido “relativismo”)[6]. Por ello las posiciones integristas son a menudo proclives a reprimir el ejercicio del pensamiento crítico o a invocar a la violencia como método para la resolución de conflictos de diversa índole. Una sociedad democrática aspira, en el terreno específico del Estado, a construir estructuras sociales e instituciones públicas justas; en el plano particular de la sociedad civil, pretende abrir o promover la apertura de espacios sociales, académicos y espirituales en cuyo interior los ciudadanos actúen juntos y dialoguen libremente en tornos al carácter y el ejercicio de bienes comunes de singular importancia, incluida la verdad.


 

[1] He desarrollado este tema de discusión en Gamio, Gonzalo ¨Libertad de creer. Justicia y libertad religiosa en la sociedad liberal¨ en: Miscelánea Comillas  Vol 73 N° 142 Junio 2015 pp. 35-49 y en:  “Democracia liberal y Estado laico” en: https://polemos.pe/2015/10/democracia-liberal-y-estado-laico-apuntes-filosoficos-sobre-el-problema-de-la-laicidad/.

[2] Consúltese su escrito en http://laabeja.pe/opini%C3%B3n/mirada-legal-karina-flores-yataco/612-%C2%BFestado-laico.html

[3] Puede leerse su punto de vista en: http://elmontonero.pe/columnas/la-separacion-entre-la-iglesia-y-el-estado/

[4] He indicado en los ensayos citados que el “lenguaje” de la discusión en términos de ética cívica y política es el de la razón pública. Las comunidades sociales, seculares y religiosas, desarrollan y constituyen este lenguaje a través de un proceso de “estipulación” (para usar la terminología de Rawls).

[5] Consúltese Taylor, Charles A Secular Age Cambridge, Massachussets and London, The Belknap Press of Harvard University Press 2007.

[6] Consúltese Gamio, Gonzalo “Apuntes sobre el integrismo” en Páginas  Vol. 39, Nº 233 pp. 40-5.

 


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