Nadege Porta
Abogada. MA. Derecho Penal e Internacional por la Universidad de Friburgo, Suiza. Es analista político sobre temas de paz y seguridad, con especial enfoque en el fenómeno del tráfico ilícito de drogas.
Juan Manuel Torres
Politólogo. MA. Ciencia Política y Gobierno – Relaciones Internacionales por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Especialista en materia de seguridad, relaciones internacionales, política exterior y fenómenos como el tráfico ilícito de drogas
1.Introducción
El fenómeno del tráfico ilícito de drogas representa una clara amenaza a la salud pública, a la seguridad nacional y ciudadana, y al Estado de Derecho. En la década del 2000, dicho fenómeno ha ido asentándose en nuestro país a tal grado de haber penetrado a los tres poderes del Estado, corrompiendo hasta altos funcionarios públicos, a fin de satisfacer las necesidades y prioridades de esta actividad ilícita. Frente a esta situación, en los últimos años, el gobierno de Humala, sin dejar de lado el financiamiento externo por concepto de cooperación internacional, ha ido incrementando el presupuesto para la lucha contra las drogas. No obstante, los resultados obtenidos hasta ahora (aunque pocos) no serán más que efímeros si es que no existe una política integral que priorice algunas herramientas más que otras (dependiendo de variables temporales y geográficas), tenga sustento presupuestario (que vaya acorde con las necesidades del momento), ostente autonomía (frente a injerencias externas o internas), goce de voluntad política y continuidad (a través del tiempo y los sucesivos gobiernos) y tenga claro, como política complementaria, el pleno respeto a los principios de Derechos Humanos. El presente análisis busca describir la situación actual del narcotráfico en el Perú y analizar algunas de las principales herramientas estatales para su lucha, enfatizando la necesidad de incrementar esfuerzos en algunas, y reorientarlos en otras.
2. Situación actual
A nivel nacional, el crecimiento o decrecimiento del fenómeno del tráfico ilícito de drogas puede analizarse siguiendo la evolución temporal de una serie de variables. Una de ellas, la más utilizada, responde al área destinada al cultivo de coca en nuestro territorio. A lo largo de la última década y hasta el 2011 se produjo un incremento progresivo en este aspecto. De acuerdo a Torres (2012), en el año 2000 habían 43,400 hectáreas de coca y en el año 2010, 61,200. El año 2011 representa el pico máximo (con 62,500 has.), tal como lo muestra la tabla Nº 1 y datos de Naciones Unidas (2013, 2015). A partir del año 2012, se ha producido una reducción sistemática de esta variable, a razón de mayores esfuerzos gubernamentales relativos a programas de erradicación y desarrollo alternativo. Resulta innegable que esta reducción es un punto a favor en la lucha contra las drogas. No obstante, existen otras variables que también deben ponerse en la balanza a fin de evaluar correctamente la evolución del narcotráfico en nuestro país.
La Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de la Superintendencia de Banca y Seguros (SBS) elabora reportes de frecuencia mensual sobre montos involucrados por categoría de delito. De acuerdo a sus datos (véase la tabla Nº 2), desde enero de 2007 hasta junio de 2005, el tráfico ilícito de drogas representa el delito con mayor participación acumulada en este indicador, con 5,252 millones de dólares involucrados y 264 informes. En segundo lugar, aparece el delito de minería ilegal, con 4,347 millones y solo 29 informes. No obstante, en los últimos 12 meses (y podría establecerse como tendencia a futuro), el delito del narcotráfico aparece en cuarto lugar, con 170 millones involucrados y 14 informes. Los tres primeros lugares lo ocupan a) la minería ilegal, b) los delitos contra la administración pública y c) los delitos contra el orden financiero y monetario. En otras palabras, si bien es cierto que, tradicionalmente (y por acumulación), el tráfico ilícito de drogas representa el delito con mayor monto involucrado en los reportes financieros de la UIF, en los últimos meses han sucedido dos hechos que podrían ser perfectamente complementarios: mientras el lavado de activos por tráfico de drogas está disminuyendo en cuanto a montos involucrados en reportes sospechosos, otros delitos están ganando mayor terreno en el país, sobretodo el de la minería ilegal. Este hecho podría señalarse como un nuevo punto a favor en la lucha contra las drogas.
No obstante estos dos importantes avances, también existen otras variables que, por motivos de espacio, resulta imposible discutir. Entre ellas tenemos la producción potencial de cocaína por hectárea (y aquí muchos investigadores señalan, con certeza, que, a pesar de la reducción significativa del área destinada al cultivo de coca, cada vez se necesita menos espacio para producir lo mismo o mayor cantidad). Asimismo, podríamos señalar el severo aumento de los niveles de violencia asociada a delitos de tráfico ilícito de drogas (hoy en día se ha vuelto más frecuente la modalidad de los ajustes de cuentas por deudas con capos nacionales o extranjeros del narcotráfico). En adición, encontramos el alto grado de penetración del fenómeno en cuestión en la política del país: la existencia de alcaldes, gobernadores regionales, partidos políticos y congresistas con vínculos claros con dinero del narcotráfico pone en cuestionamiento el Estado de Derecho y la fragilidad de la institucionalidad en el país. Es responsabilidad de la Comisión Multipartidaria del Congreso de la República investigar con mayor profundidad y determinar hasta qué punto y nivel el fenómeno del narcotráfico ha cooptado las instituciones en nuestro país.
Resulta importante también mencionar que las rutas del narcotráfico han ido evolucionando a través del tiempo, y es pertinente que las autoridades modifiquen sus estrategias con este objetivo. De acuerdo a Torres (2012: 35 – 36), resulta evidente que “si en la década anterior[1] la ruta preferida era la aérea, a inicios del 2000 se preferían las rutas marítimas”. En ese sentido, los puertos del Callao, Paita en Piura, Salaverry, Chimbote, Matarani e Ilo eran “coladeras por las que la droga salía fácilmente hacia sus destinos”. No obstante, la situación ha cambiado desde entonces. Si antes urgía la necesidad de implementar un sistema de interdicción marítima tal como lo tenía Colombia en aquel entonces (con apoyo del Departamento de Estado de los Estados Unidos), hoy en día es urgente tomar todas las medidas preventivas y de reacción para frenar la principal vía de tráfico ilícito: la aérea. Veremos este aspecto con más detalle en el apartado subsiguiente.
3. ¿Erradicar o no erradicar?
La erradicación es una de las tantas herramientas en la lucha contra las drogas en todos los países con alto índice de cultivo de plantas ilícitas. Sin embargo, la priorización de esta herramienta en desmedro de otras resulta contraproducente si es que no se tienen en cuenta una serie de factores complementarios. En una reciente publicación, el periodista Briceño (2015) daba a entender que la erradicación “genera miseria para los cocaleros en el Perú”. Esto a razón de que las políticas de erradicación contienen falencias que, actualmente, generan resultados pasajeros y cortoplacistas. En ese sentido, tras otorgarle una compensación insignificante, el gobierno les daba “un machete, unas pepas de cacao y luego se olvidan”, declaraba un cocalero entrevistado por el periodista.
Al respecto, los autores consideramos que la lucha contra las drogas debe desarrollar una estrategia integral que tenga como uno de sus pilares (a parte de la interdicción, la prevención, la rehabilitación, la cooperación, el lavado de activos, el control de insumos químicos, y otros) una erradicación focalizada y consensuada. Este tipo de erradicación implica el consentimiento de pobladores cocaleros y el compromiso (monitoreado y verificado) de los mismos a reducir, poco a poco, las hectáreas destinadas al cultivo de coca. A la par, debe desarrollarse un plan que contemple la siembra de productos alternativos que aseguren, a largo plazo, una sostenibilidad adecuada que le permita al campesino cocalero cubrir sus necesidades básicas y generar excedentes. Asimismo, debe facilitarse toda la infraestructura (carreteras, por ejemplo) y los procedimientos (impuestos, tarifas, aduanas, subvenciones o créditos razonables) necesarios para que estos productos puedan salir al mercado en óptimas condiciones. Todo esto tiene la finalidad de brindarle acompañamiento y asistencia técnica a la población cocalera en su proceso de reconversión.
Es completamente cierto que la erradicación forzada (como herramienta priorizada, o única) no tiene ni ha tenido los resultados esperados. El énfasis en ella ha determinado la aparición de fenómenos que han imposibilitado lograr cualquier objetivo que busque la mitigación del tráfico ilícito de drogas. En tal sentido, está el efecto globo, que desplaza los cultivos de una zona erradicada a otra cercana; los conflictos sociales, generados por el descontento popular acarreado por el arrebato del único sustento económico familiar; la imposibilidad de controlar la producción final por hectárea, la misma que aumenta mientras se necesita cada vez menos porciones de tierra; entre otros. En suma, es importante señalar que la erradicación es una herramienta útil, pero debe utilizarse, en todos los casos, de forma focalizada, consensuada, y junto con programas de desarrollo alternativo sostenible si es que se quieren evitar efectos no deseados como los mencionados previamente.
4. Interdicción
De acuerdo a Torres (2012: 6), en materia antidrogas, la interdicción hace referencia a “los esfuerzos realizados por las fuerzas del orden para frustrar los intentos de tránsito de las drogas y capturar a los principales responsables”. Tal como se mencionó en el segundo apartado, las nuevas y actuales formas y rutas del narcotráfico requieren respuesta inmediata por parte de las autoridades. En ese sentido, y de acuerdo a investigaciones del Instituto de Defensa Legal – IDL (2015), “entre seis y doce vuelos salen del VRAE a diario, cada uno con al menos 300 kilos de cocaína. El destino de las avionetas es principalmente Bolivia y también Brasil”. Esta ruta forma parte de lo que el Centro de Investigación Drogas y Derechos Humanos, en una entrevista a su director, ya había venido alertando desde el 2013: el corredor sur (El Día, 2013).
Frente a esta situación, el Pleno del Congreso tomó cartas en el asunto y decidió reactivar el plan de interdicción aérea[2] (en desuso desde aquel incidente desafortunado del 2001 en el cual la Fuerza Aérea del Perú, en coordinación con la CIA estadounidense, derribó una avioneta de misioneros norteamericanos). ¿Buena noticia? En efecto. Sin embargo, los errores del pasado sugieren que esta herramienta deba ser utilizada con sumo cuidado y precaución debida. Tal y como lo señala la Ley 30339, en su artículo 11, “las medidas de neutralización se efectúan a continuación de las medidas de persuasión, en caso que estas últimas no tengan éxito. Consisten en que la aeronave interceptora dispare proyectiles, con la finalidad de provocar daños que impidan la prosecución del vuelo de la aeronave hostil, y solamente podrán ser utilizadas como último recurso”. Consideramos, no obstante lo polémico del asunto, deben tomarse todas las medidas necesarias para asegurar la vida de las personas abordo. Y al respecto, surgen algunas preguntas pertinentes: ¿qué pasa si los pilotos son simples actores intercambiables[3]?, ¿es justificable acabar con sus vidas una y otra vez?, ¿qué pasa si los grandes narcotraficantes (que obviamente no son los que vuelan) deciden tomar rehenes para cada uno de sus vuelos?, ¿es justificable el derribo y consecuente muerte de los mismos? Aquí creemos pertinente señalar que es responsabilidad de Inteligencia de las fuerzas del orden hacer una labor previa impecable al respecto. Recordemos, además, que preservar la vida es la obligación más importante del Estado.
Pero la interdicción no se limita a la aérea. Esta herramienta debe ser complementada con un enfoque fluvial, terrestre y aún marítimo. Sin embargo, habría que analizar con mayor profundidad si es que es más efectiva la prevención del delito que el castigo. Por otro lado, la destrucción de pozas de maceración y la intercepción de insumos químicos son instrumentos completamente necesarios que requieren de la más alta tecnología. Y aquí el gobierno tiene una gran responsabilidad en materia presupuestaria.
5. El uso y la respuesta estatal
De acuerdo a CEDRO (S/A), la prevalencia de vida de drogas ilegales, de 2010 a 2013, ha aumentado. Así, el consumo de sustancias como marihuana, cocaína o PBC es cada vez más generalizado en nuestro país y se concentra en población más joven. No obstante (y por ley), el consumo de sustancias ilícitas no se encuentra penado en nuestro país. Sin embargo, es frecuente que los efectivos del orden ciudadano realicen más intervenciones y capturas a consumidores que a narcotraficantes. Al respecto, la tabla Nº 3 (con datos hasta el 2008) muestra una tendencia en la que, desde 1997, “los porcentajes correspondientes a las capturas de consumidores son superiores al 60 por ciento. (…) Por tanto, estamos frente a un discurso formalmente no criminalizador, pero ante una práctica policial altamente criminalizante en cuanto a la posesión para el consumo” (TNI/WOLA, 2010: 78).
Hay falencia en cuanto a políticas de prevención del consumo: el aspecto no se ve desde la óptica de prevención del consumo (aunque suene redundante), sino más bien desde la óptica de seguridad. En ese sentido, se gastan recursos escasos y tiempo valioso en atacar a uno de los eslabones más vulnerables de la cadena del tráfico ilícito de drogas: los usuarios. ¿Qué hacer? Reorientar los esfuerzos de interdicción (hacia el comercio de drogas), incrementar aspectos presupuestarios, y reforzar los programas de prevención en zonas focalizadas y vulnerables de las principales ciudades que lo necesitan. Así mismo, la educación escolar sobre drogas es básica y elemental en esta materia. No hay que olvidar, también, que prácticas como la detención arbitraria de usuarios de drogas en nuestro país generan efectos como altos índices de corrupción en la Policía Nacional del Perú, afectación a Derechos Humanos y colapso de instituciones procesales.
6. Prácticas preocupantes en el tratamiento de la adicción
A pesar del incremento del consumo de drogas, la estrategia nacional de lucha contra las drogas tampoco ha venido desarrollando el eje de tratamiento de los consumidores. Para los años 2012-2016, tal como lo podemos notar en el gráfico N°1, solo un 8% del presupuesto nacional ha sido asignado a la prevención y al tratamiento del consumo. La escasez de recursos estatales ha generado un incremento descontrolado de centros terapéuticos privados, cuya mayoría es informal, y algunos clandestinos. Un trágico episodio de incendio ocurrido el 11 de julio 2013 en un centro de rehabilitación juvenil en San Juan de Lurigancho le dio un golpe mediático a la precariedad en cual se encontraban la mayoría de los centros terapéuticos, y la informalidad en cual se encuentran la mayoría de esas instituciones (según el CIDDH, en 2013, de los 400 centros de rehabilitación que existían, la mitad seguía informal). Sin embargo, este hecho es solo el último de una larga serie de eventos similares (suicidio en el mismo centro en octubre 2012, muerte de 43 personas en Sagrado Corazón de Jesús en mayo 2012 y centro Cristo es Amor en enero 2012), que había generado la implementación de la Ley N° 29765, la misma que definía la obligación de solicitar el registro de la entidad ante la autoridad de salud competente y de su Decreto Supremo que tenía como propósito regular la ley.
Esos esfuerzos normativos, debido a su exagerada ambición en términos burocráticos, no lograron cambiar el panorama para el año 2014. Otro problema es la imposibilidad de fiscalizar a entidades privadas sin su consentimiento, y el hecho de que muchas se registren como comunidades religiosas sin ánimo de lucro. Esos centros de rehabilitación carecen, en su mayoría, de cualquier deontología médica y de personal calificado; además, cuentan con estructuras precarias. En los peores casos, los pacientes resultan victimas de maltratos, reclusión en contra de su voluntad o de abuso psicológico, según Galli (2012). Al fin y al cabo, la responsabilidad del Gobierno de asegurar un trato digno y prevenir los abusos ha sido descuidada.
7. Mal enfoque en el proceso del delito de tráfico de drogas
En marzo de 2015 el INPE advirtió que la sobrepoblación penitenciaria en el país alcanzaba el 124%. A la vez, entre 2005 y 2013, se estableció por las Naciones Unidas (2014), que 1 de cada 4 personas cumpliendo penas privativas de libertad lo hacía por delito de drogas; 50% de ellas por tráfico de drogas básico, y 30% por tráfico de drogas agravado. Las cifras demuestran que el primer tipo de delito ocupa la mayor parte de la atención y de la sobrecarga penitenciaria. El caso de las mujeres encarceladas es aún más llamativo, ya que 62 de cada 100 de ellas está privada de libertad por delito de drogas. Según el TNI/WOLA (2010) esta situación traduce la utilización sistemática del campo penal como respuesta de política criminal. Más preocupante según el informe, es que la realidad de las cárceles refleja que la mayoría de casos de microcomercialización ha generado un sistema de persecución y detención que se enfoca de manera discriminatoria sobre los sectores más precarios de la población nacional: personas con recursos limitados, campesinos, poblaciones indígenas, mujeres y jóvenes que trabajan como mulas, mochileros, o pequeños cultivadores de coca. Finalmente, la investigación muestra que en la mayoría de los casos de procesos por delito de drogas, el perpetrador no suele ser propietario de la droga y no tiene vínculos directos con más de un persona. Esas características ilustran el carácter fácilmente reemplazable de este tipo de empleados en la cadena del tráfico de drogas.
8. Conclusiones
A lo largo de este breve artículo, hemos podido apreciar que algunas de las herramientas de lucha contra las drogas han mostrado resultados positivos cuantificables. No obstante, persiste la necesidad de evaluar la pertinencia, el grado de aplicación, y la sostenibilidad de dichas herramientas (como la reducción del área de cultivos de coca o la interdicción aérea) y reorientar otras (políticas de prevención, rehabilitación, penitenciarias) a fin de agilizar procesos, lograr resultados más duraderos, atacar a los eslabones más fuertes del narcotráfico y respetar, en todo sentido, los principios básicos de los Derechos Humanos.
[1] Refiriéndose a la década 1990 – 2000.
[2] La norma ya fue promulgada por el Ejecutivo a finales de agosto de 2015.
[3] Ante lo cual estaríamos en un caso similar al de las llamadas mulas.
Bibliografía
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