Susana Mosquera
Doctora en derecho con mención de doctorado europeo por la Universidad de A Coruña, España. Docente principal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura. Directora del Programa de Doctorado en derecho y Vicedecana de investigación de la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura. Investigadora calificada por el CONCYTEC. e-mail: susana.mosquera@udep.edu.pe.
Desde el pasado 24 de febrero asistimos como telespectadores horrorizados a la retransmisión en vivo y en directo de lo que Rusia llama una “operación militar especial”, que tiene todos los elementos de la más horrible de las guerras. Lamentablemente no es la primera vez que el Gobierno ruso decide utilizar la fuerza armada contra otro territorio, lo hizo en Chechenia, en Georgia, en Siria, en Mali. Cada uno de esos conflictos ha servido para comprobar la enorme ventaja que un régimen totalitario obtiene al enfrentarse a modelos democráticos que defienden el diálogo y la solución pacífica de controversias. Hasta ahora, Occidente ha preferido dar una nueva oportunidad, confiar en las negociaciones diplomáticas, aceptar las excusas y justificaciones presentadas por el gobierno ruso, y continuar adelante compartiendo el escenario con un Estado que no acepta los principios básicos que fundamentan las relaciones internacionales multilaterales. De ese modo se puede afirmar que la guerra en Ucrania no es un conflicto territorial más, sino que en ella se escenifica el enfrentamiento ideológico que existe entre la visión occidental y la visión euroasiática de las relaciones internacionales, en la que democracia, derechos humanos y desarrollo tienen una interpretación muy diferente.
Es muy probable que estemos presenciando un momento de cambio de paradigma que tendrá consecuencias importantes. El concepto de responsabilidad por actos ilícitos internacionales que hasta la fecha se sustenta en una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas y en la jurisprudencia de tribunales internacionales, tendrá que ser revisado de forma exhaustiva de tal manera que permita anticipar mecanismos protectores contra las graves violaciones de Derechos Humanos que estamos presenciando, pues es evidente que el sistema en su construcción actual es ineficaz. Ahora mismo asistimos impotentes a las desgarradoras imágenes que muestran la matanza de civiles, la destrucción de infraestructura no militar, el desplazamiento forzoso de personas, y la única respuesta que tenemos es una peligrosa distribución de armamento y el compromiso de incrementar el gasto militar en los presupuestos públicos de las principales potencias europeas. Ese mensaje, «la guerra se resuelve gastando más en armamento» es un planteamiento totalmente equivocado, como ya se ha demostrado en otras oportunidades históricas. Los mecanismos de defensa frente a las amenazas de uso de la fuerza no sirven para evitar los enfrentamientos, solo tienen como consecuencia que el impacto humanitario y la destrucción sea mucho mayor.
La Segunda Guerra Mundial con su escenario de muerte, destrucción y violación sistemática de los Derechos Humanos fue el dramático punto de partida para establecer las bases de un pacto de convivencia entre los miembros de la comunidad internacional que permitiese eliminar el uso de la fuerza de forma definitiva. Lamentablemente las tentaciones belicistas de los Estados, -ya sean provocadas por tensiones territoriales, económicas, por el incumplimiento de acuerdos bilaterales, o por razones políticas internas-, son un factor estructural del Derecho Internacional Público. Esa clásica separación entre el Derecho de la Paz y el Derecho de la guerra que dividía en dos grandes bloques de contenido los manuales clásicos no era una clasificación gratuita, sino que respondía a la naturaleza propia de los Estados en sus relaciones bilaterales. De ahí la importancia de fortalecer un sistema de reclamación de responsabilidad internacional en dónde los distintos sujetos, actores y subjetividades internacionales asuman la obligación de cumplir los acuerdos y pactos que expresan los principios esenciales de esa convivencia pacífica.
Desde la segunda mitad del siglo XX muchas han sido las ramas de Derecho Internacional que han expandido su contenido hasta alcanzar puntos de especialización muy elevados: el derecho económico internacional, el derecho internacional de las telecomunicaciones, el derecho internacional del mar, el derecho de integración. Cada una de estas nuevas ramas ha creado mecanismos técnicos de coordinación y colaboración para resolver de forma pacífica las controversias que surgen entre los Estados parte. Pero sin lugar a dudas de todas las ramas, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos es una de las que ha conocido un mayor nivel de desarrollo y sobre todo de perfeccionamiento de los sistemas de reclamación de responsabilidad por acto ilícito cometido por el Estado.
Los mecanismos internacionales de protección de los Derechos Humanos -judiciales o cuasijudiciales-, han conocido un auge sobre todo desde las décadas finales del siglo XX gracias al desarrollo de mecanismos de legitimación activa que permiten al ciudadano víctima reclamar responsabilidad directamente contra el Estado. En paralelo los gravísimos crímenes de guerra, genocidio, lesa humanidad y recientemente el crimen de agresión, recogidos en el Estatuto de la Corte Penal Internacional en 1998 abren el escenario de reclamación de responsabilidad penal internacional contra la persona humana. Lamentablemente, es en el Derecho Internacional Humanitario donde encontramos mayores dificultades para activar mecanismos de reclamación de responsabilidad que permitan reparar los actos ilícitos cometidos en contravención de las normas que marcan los límites del uso de la fuerza dentro de un conflicto armado. Probablemente porque estas normas, -que tienen su origen en históricas reglas de la guerra-, fueron codificadas en las Convenciones de Ginebra de 1949 en un momento en que los mecanismos de reclamación judicial de responsabilidad por los actos ilícitos internacionales todavía no se habían consolidado y perfeccionado. De ahí que muchas de estas normas dependan en la práctica de su efectiva implementación y cumplimiento por parte del Estado, en la esperanza de que la regla de cumplimiento de buena fe de las obligaciones internacionales sea respetada; dejando eso sí, una puerta para que una eventual fiscalización complementaria de la Corte Penal Internacional pueda tener intervención para los casos excepcionalmente graves que hayan quedado impunes.
Este es el escenario jurídico que se presenta en estos momentos en el contexto del conflicto en territorio ucranio. La prohibición del uso de la fuerza para la solución de las controversias internacionales, el respeto al cumplimiento de buena fe de las obligaciones internacionales, la regla de no intervención en asuntos internos de otro Estado, el respeto a la soberanía territorial, son alguno de los principios de la Carta de las Naciones Unidas manifiestamente desconocidos en el actual contexto de violencia entre Rusia y Ucrania. Lamentablemente, este no es un supuesto teórico sino uno sumamente real y trágico que ha permitido comprobar el importante papel de cortafuegos que desempeñan esos principios contenidos en la Carta y desarrollados en la Resolución 2625. Desconocer estos elementos de garantía que deben guiar las relaciones de amistad y cooperación entre los Estados ha sido el punto de entrada a un escenario de violación sistemática de los derechos humanos dentro del territorio ucraniano, por partes de los distintos actores en el conflicto.
Las graves violaciones que han podido identificarse hasta el momento, -a falta de que se inicien efectivos procedimientos de investigación y encuesta para determinar de forma objetiva los hechos y violaciones cometidos en cada caso concreto-, dejan una lista extensa y triste que muestra lo que es ya una constante en todo conflicto armado: que las poblaciones más vulnerables que deberían recibir especial protección son las que sufren los efectos más devastadores del conflicto. Los niños, mujeres, ancianos y discapacitados son el blanco directo de los numerosos ataques con armas de fuego, al mismo tiempo que reciben las consecuencias indirectas del desplazamiento forzoso, la falta de alimentos y medicamentos, la suspensión de derecho a la educación y a la salud por señalar los más evidentes. La lista se alarga con la destrucción de la vida familiar, la integridad física y psicológica, la pérdida del estatus protector que es la nacionalidad al verse obligados a huir de su propio país por culpa del conflicto armado. Pero es que, en esa huida, acechan otros peligros que implican nuevos tipos de violación a los derechos humanos, como las redes de trata de personas, el secuestro, el robo, y otras graves situaciones que derivan de la condición de desplazado forzoso.
La técnica bélica del asedio que está utilizando Rusia contra algunas ciudades ucranianas, hace imposible que se puedan establecer corredores humanitarios que permitan la salida de los civiles atrapados en el sitio. En ese contexto, la destrucción de edificios civiles, hospitales, y escuelas ocupa un lugar especial entre los crímenes de guerra por tratarse de objetivos no militares protegidos por la presunción de que en ellos se encuentran civiles no combatientes. La prensa y las organizaciones de ayuda humanitaria también han sufrido ataques directos que implican violación de las normas del Derecho Humanitario más esencial, puesto que se trata de actores que deben gozar de una protección básica dado su relevante papel de ayuda y soporte a los civiles dentro del conflicto. Los abusos y torturas sobre los prisioneros de guerra entre ambos bandos es otra de las situaciones que deberá recibir una investigación exhaustiva. Todo ello agravado por la presencia de mercenarios y grupos paramilitares en el terreno del conflicto que hacen muy difícil la importante tarea de investigación para determinar el elemento subjetivo de la responsabilidad, esto es, que los actos puedan ser atribuidos a un órgano que forma parte de la estructura organizada del Estado. En el caso de los grupos de milicianos que acompañan a ambos ejércitos, esa verificación se presenta como algo muy complejo que sin dudas va a empañar las investigaciones futuras y dificultará la oportuna depuración de responsabilidades, y con ello la garantía de un esencial derecho a la verdad. Así mismo, vemos como los ciudadanos rusos asisten impasibles a las consecuencias internas que tienen las sanciones impuestas contra su gobierno por la agresión a Ucrania; las reciben como espectadores de una historia que muchas veces no entienden puesto que el esencial derecho a la información veraz hace mucho tiempo que se les ha negado.
Unido a esas graves violaciones de los derechos humanos que se han señalado, cabe destacar los impactantes efectos económicos del conflicto, pues no solo alcanzan a los dos actores principales, sino que extienden sus efectos hacia terceros países que tienen vínculos económicos directos o indirectos tanto con Ucrania como con Rusia. La seguridad alimentaria es una amenaza cierta para muchos países geográficamente cercanos al conflicto, pero su efecto en cascada puede tener impacto a larga distancia, mostrando nuevamente la cara negativa de la globalización económica. Ucrania es ahora mismo un país en seria crisis económica, con 10 millones de desplazados, con infraestructuras administrativas esenciales destruidas, que tiene una guerra activa en gran parte de su territorio y con enorme dificultad para recuperar una estabilidad política que le permita regresar a la vida internacional. Pero la situación de crisis bélica en Ucrania es también una herida abierta para la comunidad internacional y para los principios guía que fueron establecidos tras la II Guerra Mundial.
La guerra en Ucrania ha puesto en evidencia las importantes limitaciones que tiene el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para garantizar una intervención preventiva que evite un conflicto armado, no solo por el sistema de voto que utiliza sino sobre todo porque su intervención nunca podrá anticiparse al ataque, especialmente cuando encuentre a un país con una visión unilateral del mundo que resulte realmente incompatible con la visión multilateral que defiende la ONU. La mayor limitación del Derecho Internacional se encuentra en la fórmula del libre consentimiento y buena fe en el cumplimiento de las obligaciones internacionales, lo que en la práctica hace casi imposible asegurar que las normas se cumplan cuando chocan con los intereses políticos del gobierno de turno. En ese sentido, todo proceso de fortalecimiento del Derecho internacional estará condicionado a la efectiva incorporación y aplicación de los tratados y convenciones por parte de los operadores jurídicos internos. Es evidente que no es posible esperar la intervención eficaz del Consejo de Seguridad, hay que lograr que los principios y reglas de la resolución 2625 se conozcan y apliquen desde el interior del sistema jurídico y político interno. Esta sería la mejor garantía para el efectivo respeto del Derecho Internacional. Mientras este objetivo avanza hacia su materialización, podemos encontrar motivo de esperanza en el significativo hecho que hemos presenciado en este conflicto: las sanciones contra Rusia no solo las ha impuesto el sistema internacional institucional, sino que muchas de ellas han llegado de la mano de decisiones de actores internacionales no estatales como las grandes marcas de moda, los medios de comunicación y la sociedad civil. Es posible que la ruta para el efectivo conocimiento y cumplimiento del Derecho internacional se logre superando el concepto clásico de subjetividad internacional del que solo podían participar el Estado y las Organizaciones Internacionales.