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Darwinismo Social: El legado de un fantasma o la responsabilidad de la ciencia

por PÓLEMOS
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Javier Tovar Jeager

Alumno de décimo ciclo de la especialidad de psicología


El Darwinismo Social fue una proposición teórica y un movimiento intelectual gestado en el siglo XIX que proponía que la “selección natural”, entendida como el mecanismo a través del cual se explica las adaptaciones de los organismos a su medio ambiente, tenía el potencial de explicar no sólo el devenir de las especies a lo largo de su desarrollo, sino que podría explicar también el funcionamiento y dinámica de las sociedades humanas¹. Lamentablemente, se limitó a ser una mala lectura de las propuestas Darwinistas originales.

Han pasado más de ciento cincuenta años y, a pesar de ser tajantemente rechazada por la comunidad científica, mantiene una notable influencia sobre nuestra sociedad en ámbitos tan relevantes como los negocios, la economía y la política. Por ello, resulta importante reflexionar acerca de nuestro presente desde el legado que este movimiento nos dejó.

Ésta se inició con el aporte de Herbert Spencer al Darwinismo, sintetizada en su máxima “la supervivencia del más apto”², frase que resume adecuadamente la propuesta teórica. Herbert, al promover la elevación de esta “aptitud”, generó serias dificultades para la corriente: en primer lugar, el término resulta ser notablemente ambigüo. Para Darwin, el que una especie fuera apta para la supervivencia estaba determinado por su capacidad para permitir que sus miembros alcancen la edad reproductiva; posteriormente, se centralizó en la posibilidad de fortalecer el linaje más que la reproducción en sí mismo (por ello la importancia de las familias en nuestras sociedades). Sin embargo, tal como lo expuso Thomas Huxley, desde la concepción de Spencer, la categoría de apto no sólo se limitaba a la “capacidad reproductiva”, pues:

<<Es usual que se use la categoría de “apto” casi como sinónimo de “lo mejor”, por lo que tal término adquiere una connotación ética; sin embargo, el más apto, en ocasiones, es quien actúa “éticamente peor”>>³.

En segundo lugar, el planteamiento del Darwinismo Social supone la capacidad de un sujeto de estar más adaptado a un contexto en particular en comparación con otro individuo, por lo que desde el inicio adquirió una connotación social, proponiendo una relación de jerarquía: la existencia de un sujeto “más apto” supone siempre la de otro “menos apto” enrolados en una lucha de poder constante.

Aunque Darwin nunca aceptó este planteamiento, tampoco la rechazó categóricamente, a pesar que la definición de selección natural que conceptualizó nunca supuso la existencia de una fuerza encargada de ejecutar a los elementos más débiles.

Por tanto, desde el inicio la propuesta teórica tenía notables fallas, más la problemática se agudizó como consecuencia de la centralización de la competencia como elemento o motivo central desde donde parte esta lucha por la supervivencia. Desde esta mirada, todos somos enemigos de todos, no hay nadie que no tenga que pelear con su vecino o con su hermano para conseguir los recursos que le permita sobrevivir. Como argumento, fortaleció el pensamiento individualista, dotándole además de un sustento “naturalista”; por tanto, de una base científica “corroborable” e “inmutable”.

Tal error interpretativo se enmarca en un contexto en que el miedo respecto del futuro de la civilización humana tomó notable relevancia: existía una profunda preocupación sobre el cada vez más escaso número de personas “suficientemente inteligentes”, quienes se reproducían a una tasa muy inferior al resto de la población. Si gradualmente aquellos que eran considerados la cumbre de la especie humana no eran capaces de reproducirse en un número adecuado, la civilización se estancaría y se contaminaría como consecuencia de la proliferación de colectivos “indeseables”. Muchas interrogantes surgieron acerca de la viabilidad de un mundo en desarrollo inmerso en este contexto. Se asumió entonces que la selección, un proceso al que llamaron “natural”, requería ser modelado: alguien debía tomar las riendas de este proceso. Así, surgieron podamientos étnicos como lo ocurrido en el holocausto nazi. Después de todo, el hacerlo parecía legítimo en tanto fundamentaba su accionar en un bien mayor: la propia supervivencia de la especie en medio de un constante refinamiento de la misma. ¿Qué otro regalo podría ser mínimamente comparable para las futuras generaciones?

Adicionalmente, tal concepción de la “supervivencia del más apto”, cimentó las bases de un nuevo concepto de progreso⁴: desde entonces, la noción de progreso económico y social empezaría a ser el resultado de la lucha y competencia, con algunos individuos ganando y otros perdiendo, con países colonizando territorios ajenos sustentados por la máxima exigida por su propia naturaleza. Los mismos humanos que por entonces rechazaban tajantemente toda comparación posible con otras especies animales por considerarlos seres inferiores, no sólo estaban evitando reconocer que entre nosotros existen muchas más similitudes de lo que podían soportar, sino que estaban cayendo en comportamientos del más profundo salvajismo con que estereotipaban a los demás animales.  

Es llamativo considerar que este tipo de concepción de progreso se limita a la cultura occidental, pues en Oriente, específicamente en países de mayoría budista y musulmán, las personas buscan antes que el desarrollo individual, la mantención del estatus quo, el equilibrio del sistema en el que habitan. Por tanto, prevalece el interés comunal. Consecuentemente, si en culturas diferentes al occidental no se concibe al sentido de competencia como básica para la construcción y progreso de las sociedades, la sugerencia que es parte de nuestra “naturaleza” parece invalidada.

La cuestión es ¿efectivamente todo se reduce a la lucha inequívoca entre nosotros? Aunque no se puede negar que es un elemento importante en la construcción de nuestras sociedades, presente en todas las eras y en muchas especies, la respuesta no puede ser afirmativa en tanto otros elementos deben ser considerados.

Los grandes elementos obviados por los científicos de la época, y que ahora surgen como centrales en los estudios de primatología sobre construcción de sociedades, son la empatía y la capacidad de cooperación⁵. Estas capacidades son encontradas en sociedades de primates avanzados, categoría que incluye, entre otros, a bonobos, chimpancés y humanos modernos. Tenemos en común que, al descender de las copas de los árboles para vivir parcialmente a nivel del suelo, encontramos que la forma más eficaz de enfrentarnos al medio hostil era a través de la cooperación y compromiso social. Así, surgió la necesidad de juntarnos y apoyarnos, aprendiendo a amarnos y tolerarnos unos a otros, creando lazos que no podemos romper con facilidad, incluso la pérdida de un individuo de su núcleo social parece ser uno de los castigos más dolorosos.

Ya se ha mencionado la influencia que ha tenido el Darwinismo Social de forma directa en hitos históricos, sociales y culturales. A partir de este momento, nos centraremos  en el presente inmediato.

Nos encontramos en un momento histórico en que, nuevamente, la incertidumbre sobre el futuro desconocido parece alarmar a gran parte de la población: a pesar que la tendencia a nivel económico y social apunta hacia una mayor integración de los mercados y a una cooperación mundial sin precedentes, asistimos a un contexto en que la ruptura parece inevitable: la cada vez más lánguida presencia y poder de intervención de las coaliciones de Estados, junto con la amenaza constante de grupos terroristas que buscan una confrontación entre Oriente y Occidente; y una crisis migratoria recrudecida en Europa, una solución a la crisis mundial no parece encontrarse próxima.

En este contexto, surgen actores dispuestos a enfrentar tal situación y uno de ellos, Donald Trump, llama la atención de forma contundente, aunque por razones negativas. Él, al igual que los empresarios de su generación, creció bajo el influjo de una concepción de progreso gestado en los ideales pregonados por el darwinismo social. En el contexto actual en el que es necesario una mayor integración y cooperación para salir de la terrible crisis que nos asola, él encarna un modelo que, aunque abandonado por la ciencia, se perpetúa gracias a agentes como él.

Desde este artículo se invita al lector a dos cosas: primero, a mirarnos y reconocernos desde una mirada crítica en tanto somos a la vez artífices y producto del devenir histórico y las ideas que en ella se forman. Estas ideas nos define como individuos y como colectividad, modificando quiénes somos y nuestro lugar en el mundo. Por ello, incluso movimientos intelectuales rechazados categóricamente como el Darwinismo Social pueden tener tal repercusión no sólo en la generación que la recibe directamente, sino que puede modificar la propia cultura y con ello, irremediablemente, a futuras generaciones. En ello reside el poder de la ciencia y su gran responsabilidad para con nosotros.

Por otro lado, frente al contexto adverso que se avecina, es de vital importancia no olvidar a la empatía y cooperación como dos de los recursos centrales que poseemos como sociedades para seguir construyendo un mundo mejor. No es un ideal, es una meta posible. Cuando la economía nos obligue a luchar por los recursos y la llegada de migrantes ponga en riesgo la estabilidad interna, cerrar fronteras podrá parecer una solución a corto plazo, pero nos envuelve como especie en una lucha en el que no existen ganadores y en el que se arriesga la supervivencia de nosotros mismos.

Diferencias siempre tendremos pues la creación de otredades es un recurso inevitable que supone la categorización de uno mismo y de los demás, permitiendo la construcción de un sentido de identidad y nos genera la pauta desde donde nos relacionamos con el resto. Pero al construir otredades, debemos evitar construir muros que nos separen unos de otros, pues cuando existe otro al que señalar, echar la culpa, odiar y segregar, se generará una lucha de poder en el que muy pocos saldrán beneficiados y donde dañar a los demás en pos del beneficio propio es legítimo, está bien. ¿Y lo está?  

La respuesta, claro está, es negativa. La empatía, elemento clave en nuestras civilizaciones, se pierde cuando miramos al otro como el enemigo, no cometamos el mismo error dos veces.


Referencias
  1. Rogers, J. A. (1972). Darwinism and social Darwinism. Journal of the History of Ideas33(2), 265-280.
  2. Spencer, H. (1896). The principles of biology (Vol. 1). D. Appleton.
  3. Huxley, T. H., & Huxley, L. (1900). Life and Letters of Thomas Henry Huxley(Vol. 1). Macmillan.
  4. Paul, D. B. (1988). The selection of the “Survival of the Fittest”. Journal of the History of Biology21(3), 411-424.
  5. De Waal, F. (2011). La edad de la empatía. ¿Somos altruistas por naturaleza?

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