Juan Alonso Tello Mendoza
Bachiller en Derecho por la PUCP
“Las condiciones de supervivencia de la humanidad no están sujetas a votación: son como son.”
Robert Spaemann
El debate en torno a “la unión civil no matrimonial para personas del mismo sexo” (en adelante, “unión civil”), ha puesto en evidencia la recurrente invocación del principio de laicidad. Este artículo busca explicar las implicancias de dicho principio y su errada utilización en este debate.
Introducción
Desde un punto de vista jurídico, todo análisis que apunte a la calificación de un contrato no ha de tomar tanto en cuenta el nombre que le hayan dado los contratantes, sino lo que en sí han pactado. Este contenido será el que finalmente determine su calificación en una figura ya establecida (o su carácter atípico), permitiendo así establecer su naturaleza, qué normas le son aplicables y, mediatamente, los efectos que de la voluntad de los contratantes se derivan[1].
Este razonamiento se aplica también, mutatis mutandis, al análisis de un proyecto de ley. El nombre no determina la naturaleza, lo hace el contenido. Vale recordarlo, pues en buena parte del debate sobre la “unión civil” se ha insistido, una y otra vez, que no se trata de una equiparación al matrimonio, sino de algo distinto, alegando que el propio nombre del proyecto es “unión civil no matrimonial”. Empero, quien deje de lado el título y se centre en el contenido, descubrirá que se trata prácticamente de un matrimonio encubierto: incorpora no solo derechos sucesorios, causales de nulidad y de disolución, sino también el goce del régimen de sociedad de gananciales o de bienes separados, obteniendo efectos inmediatos desde su inscripción. Con ello presenta notoriamente mayores derechos que una unión de hecho pues, entre otros, este vínculo de hombre y mujer solo puede acceder al primer régimen y luego de transcurridos dos años continuos de relación. Y si bien no aborda la adopción de niños, crea un ámbito propicio en la Exposición de Motivos del proyecto para que, aprobado este, no haya obstáculos en una próxima ampliación.
Siendo así, es mejor sincerar el debate y decir a la población el verdadero propósito del proyecto; a fin de cuentas, sus propios promotores concuerdan pública y unánimemente en que este es un primer gran paso para una equiparación total al matrimonio. Es decir, esta no es definitivamente la meta, sino solo un medio estratégico. Para lograr su aprobación, sus defensores utilizan como uno de los argumentos principales que el Estado es laico y, por tanto, que las opiniones religiosas deben ser excluidas del debate o incluso de cualquier intervención pública. Frente a ello, ¿qué implica que un Estado se rija por el principio de laicidad? ¿No secundar la propuesta vulnera tal principio? Desarrollemos estos y otros puntos a continuación.
Sobre el principio de laicidad en el Perú
En sentido estricto, el principio de laicidad y el debate sobre la “unión civil” no tienen nada en común. Siendo así, no debiera tener sentido hacer referencia al primero cada vez que se debate sobre el segundo. El fenómeno no es nuevo en nuestro país; por el contrario, suele repetirse con frecuencia: basta recordar cómo hace unos años promotores del aborto o la píldora del día siguiente solían invocarlo mientras introducían sus temas en la agenda pública.
Con relación a las uniones civiles, y según se ha podido apreciar en los debates televisivos o en prensa escrita, los llamamientos a la aplicación de este principio provienen de quienes impulsan el proyecto, soliendo darse básicamente por dos motivos: o bien porque alguna autoridad religiosa ha realizado declaraciones al respecto o bien porque se cree, por error, que toda oposición parte necesaria y exclusivamente de una creencia religiosa en particular. Para abordar con propiedad el asunto resulta indispensable, en primer lugar, definir qué es el principio de laicidad y, en segundo, establecer cuáles son sus implicancias.
El principio de laicidad forma parte de los cinco principios jurídicos del derecho eclesiástico comparado que rigen la actuación de un Estado frente al fenómeno religioso. Como tal, no actúa solo, sino en interrelación con los otros cuatro: el principio de dignidad de la persona, el principio de libertad religiosa, el principio de igualdad religiosa y el principio de cooperación[2]. Dicho principio define la actuación del Estado como aconfesional o neutral frente al factor religioso, evitando que se opte oficialmente por alguna de las confesiones que profesan los ciudadanos; sin embargo, sabiendo el Estado que lo religioso constituye un hecho social, procede a reconocer, tutelar y promocionar la libertad religiosa de sus ciudadanos. Es decir, la aplicación del principio garantiza la identidad civil del Estado y genera una estimación positiva de la libertad religiosa en tanto resulta beneficiosa para la sociedad[3].
Reconocido por primera vez en la Constitución de 1979 (art. 86°), el principio de laicidad configuró una novedad constitucional. La anterior carta de 1933 establecía la protección estatal de la Religión Católica (art. 232°) y aún mantenía el “Patronato Nacional” (art. 233°), en virtud del cual el Jefe de Estado presentaba al Papa los nombres de los posibles ocupantes de las sedes vacantes arzobispales y obispales que se producían al interior de la República, para obtener de esta manera su nombramiento y consagración canónica[4]. La novedad del principio, expresada en el articulado en los términos de “independencia y autonomía”, no solo significó la adopción de una neutralidad estatal, sino también una mayor libertad para la Iglesia pues el Estado peruano renunció al patronato heredado del Rey de España. Dichos cambios contaron con el visto bueno del episcopado peruano[5] y al poco tiempo se vieron reforzados por el Acuerdo entre la Santa Sede y la República del Perú de 1980, cuyo artículo I reiteró la autonomía e independencia que la Iglesia Católica tiene en el país.
Actualmente, el principio de laicidad está recogido en el artículo 50° de nuestra Constitución. El mismo establece que dentro de un “régimen de independencia y autonomía” se reconoce la importante participación de la Iglesia Católica en la formación histórica, cultural y moral del país, prestándole colaboración y dejándose la posibilidad abierta de cooperar también con otras confesiones. Como se aprecia, y en concordancia con lo señalado por el Tribunal Constitucional, la aplicación del principio no implica una aversión, hostilidad o indiferencia contra la religión (como sucede con el “laicismo” que brotó en los regímenes comunistas soviéticos o que en estos días se mantiene en la República China), y tampoco la “imposición de una ideología antirreligiosa”; muy por el contrario, importa una cooperación y mutuo respeto[6]. Ahora bien, la práctica de la laicidad no comporta una rigidez o uniformidad en todos los contextos, pues el espectro de posibilidades varía según la vinculación histórica y cultural que a lo largo de los años se haya consolidado entre una determinada confesión y el Estado.
Si esto es así y vivimos actualmente en un Estado no confesional, entiéndase laico, ¿a qué se debe la constante invocación de este principio en el debate de la “unión civil”?
El primer caso está vinculado a sacerdotes, pastores evangélicos o cualquier otra autoridad religiosa que, como cualquier ciudadano, comentan sobre el tema según sus convicciones. Es más, al hacerlo como autoridades instruyen privada o públicamente a sus respectivos fieles sobre lo que su fe enseña, animándolos a seguir un deber moral de coherencia[7]. Imaginemos por ejemplo a un obispo que en medio de una entrevista recuerda a los católicos cuáles son las enseñanzas de su fe en torno a la homosexualidad. ¿Resulta ello un atentado contra la laicidad del Estado? ¿Implica un ejercicio del poder político o un cercenamiento a la libertad de opinión de los católicos? Evidentemente no. Recordemos que tanto la libertad de expresión como la libertad religiosa son derechos humanos protegidos constitucional e internacionalmente, pues ambos son además pilares sobre los que la democracia se sostiene en la actualidad.
Ahora bien, ¿significa esto que una posición crítica a la “unión civil” se fundamenta netamente en una creencia religiosa? Esto nos lleva al segundo caso: cuando en un debate, pese a que el interlocutor no hace uso de argumentos de corte confesional, se apela al principio de laicidad, dando como mensaje que, a fin de cuentas, toda oposición proviene de canteras religiosas y por tanto es inútil[8]. Este segundo caso resulta particularmente dañino, pues presupone la inexistencia de razones suficientes para no apoyar la “unión civil”; además, olvida que las razones emanadas del fenómeno religioso, despojadas de su raíz, también pueden incorporarse al ámbito público. Religiosos o no, todos estamos inmersos en una sociedad civil plural; resulta indispensable, por tanto, argumentar en base a la razón para que todos puedan reconocer las decisiones fruto del debate. Nos sorprende por ello esta actitud que cierra el diálogo y menosprecia sin más el sustento de una postura necesaria para el debate, socavándose así los cimientos necesarios para la construcción de una sana democracia.
Dicho esto, ¿no sería maniqueo invocar el principio de laicidad para concentrar el debate en las dicotomías “Derechos humanos Vs. Fundamentalismo religioso”, o incluso “Igualdad Vs. Discriminación” y “Libertad Vs. Opresión”?. ¿No sería esta invocación un mecanismo para descalificar de plano cualquier intervención, reduciendo la libertad de expresión y la libertad de religión de religiosos o no a un recinto meramente privado o, peor aún, silenciándola[9]? Esto último sí representaría en la práctica un atentado contra la laicidad del Estado, pues se tornaría en un laicismo que ve a la religión como enemiga y vulnera los derechos de sus ciudadanos. Una vez más, la laicidad supone una consagración del Estado al servicio de la persona humana, en el que para actuar con neutralidad[10] se evita formular un juicio confesional o ateo frente a la religión. Apreciará el lector que no existe razón alguna para acudir al principio de laicidad, el cual viene siendo mal utilizado, sea por ignorancia sea por mala fe.
Sobre el proyecto de ley de unión civil entre personas del mismo sexo
Entonces, ¿existen reales razones para no apoyar el proyecto? Definitivamente sí, aunque debido a la fijación temática y extensión concedida para este artículo, solo podremos esbozar algunos aspectos. Quedamos a disposición para una mayor ampliación y desarrollo. Veamos:
1. El Derecho no regula los afectos. La afectividad entre personas del mismo sexo no basta para dar cabida a la figura legal. La propuesta introduce una tesis revisionista que tergiversa la institución la matrimonial y la unión de hecho, buscando redefinirlas implícitamente como meras relaciones afectivo-consensuales. Efectivamente, si lo afectividad fuese constitutiva en ambos, ¿cuál sería el problema con incluir otro tipo de relación afectiva? No obstante, el matrimonio no es regulado y protegido por la ley porque las personas se amen, sino porque es una institución cuyo modelo educativo y reproductivo genera bienestar en la sociedad, permitiendo su perpetuación y estabilización. Las uniones de hecho corren similar suerte en tanto alcanzan finalidades y cumplen deberes semejantes a los del matrimonio. Se descarta así la falsa analogía que suele hacerse entre la “unión civil” y la unión de hecho.
En resumen, avalar la “unión civil” significaría no solo redefinir la institución social y natural del matrimonio, sino también imponer a todos la visión de una minoría al interior de otra minoría[11], pues como se sabe, estas pretensiones no son secundadas por la generalidad de las personas homosexuales. A muchos les es indiferente la materia, mientras que otros se oponen a que en su nombre se promuevan iniciativas como esta. Significaría además apoyar un proyecto innecesario, pues ya existen soluciones jurídicas alternas para las demandas -patrimoniales o no- que presentan.
- Ni el derecho nacional ni el internacional respaldan al proyecto. El derecho peruano reconoce con claridad que el matrimonio (art. 4° Constitución y art. 234° del Código Civil) y la unión de hecho (art. 5° Constitución y art. 326° del Código Civil) son solo para sujetos de diferente sexo. Una redefinición de los mismos requeriría de una reforma constitucional. Por otro lado, no existe una norma internacional que obligue al Perú a regular esta pretensión. Al contrario, a modo de referencia, dos recientes sentencias de la Corte Europea de Derechos Humanos establecen que no existe un derecho humano al “matrimonio” homosexual, siendo tal discusión parte del margen de apreciación que debe ser resuelto internamente por cada Estado.
Tampoco se vulnera en el plano nacional o internacional la norma-principio de no discriminación. El derecho a la igualdad ante la ley supone un trato paritario ante hechos, situaciones y relaciones equiparables; es decir, tenemos un derecho a no sufrir discriminación, a no ser tratados de manera distinta respecto de quienes se encuentran en una situación equivalente. Por el contrario, cabe un tratamiento diferenciado frente a situaciones diferentes, debiendo ser la distinción objetiva y constitucionalmente razonable. El matrimonio y la “unión civil” constituyen situaciones diferentes con resultados claramente diferentes. Por tanto, la ley los trata legítimamente de modo distinto. No hay discriminación, todo individuo homosexual puede contraer matrimonio en las mismas condiciones y con las mismas personas con las que un individuo heterosexual podría; es decir, con una mujer (si es varón) o con un varón (si es mujer).
Conclusión
El principio de laicidad comporta la independencia de las actuaciones y decisiones del Estado frente al factor religioso, resguardando a su vez el ejercicio de la libertad religiosa de sus ciudadanos. El Perú es un Estado laico y como tal incorpora una garantía de tolerancia propia de sociedades plurales y democráticas. Existen, sin embargo, actitudes en medio del debate sobre las uniones civiles que por error de concepto, si queremos pensar de buena fe, lindan con un laicismo que rechaza cualquier manifestación o argumento de carácter religioso, buscando su reclusión en el ámbito privado o incluso su prohibición. Tenemos razones suficientes para no secundar una pretensión que equipare la “unión civil” al matrimonio o uniones de hecho, sin que ello represente ningún tipo de discriminación o vulneración de derechos humanos. La institución matrimonial nos beneficia a todos, su redefinición no.
[1] Cf.: LEYVA SAAVEDRA, José. “Interpretación de los contratos”. REVISTA DE DERECHO Y CIENCIA POLÍTICA – UNMSM. Lima, 2008, Vol. 65, N° 1-2, pp. 163-164.