Erick Guimaray
Doctor en Derecho por la Universidad de Cádiz. Profesor Auxiliar del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Miembro del Grupo de Investigación en Derecho penal y Criminología de la PUCP (GRIPEC).
I. Introducción
“Vacunagate” en Perú, “Vacunas VIP” en Argentina, lo mismo que en Ecuador, Chile y España -solamente por citar algunos ejemplos-. Políticos, altos cargos públicos, y personas allegadas al poder político vacunadas saltándose los protocolos de prelación y en medio de situaciones poco transparentes (y por ende confusas), resumen un hecho sintomático que, como lo advierte Transparencia Internacional, entorpece de modo directo o indirecto la eficiente reacción de los Estados, ante la actual emergencia sanitaria.
Aparejado al, probablemente, unánime rechazo de los y las ciudadanas a ese hecho, se encuentra la reacción de los principales involucrados, cuyo talante terminaría de dibujar la naturaleza del problema. Frases como “no podía darme el lujo de enfermarme”, “fue mi peor error”, “el presidente pidió ser vacunado”, “fui autorizado”, o “actué como ministro, médico e hijo”, muestran un statu quo donde el carácter negativo de una ventaja indebida con causa en el poder público es fácilmente advertido, pero también es algo justificable. Es decir, vacunarse no es malo per se, de modo que, habría que “ponerse en los zapatos del prójimo”, para juzgarlo, sin olvidar sus concretas circunstancias. Quizá por esto, los altos mandos burocráticos o los jefes de algunos de los involucrados no suelen sentenciar los hechos, sino distraer el rechazo reconociendo la labor del funcionario o de la funcionaria saliente, al mismo tiempo que deslindarse de cualquier responsabilidad.
Esta tesitura donde conviven pareceres de rechazo y justificación en torno al uso indebido del poder público muestra que el entendimiento de la corrupción pública no es una cuestión exclusiva de los juristas, sino que se ha convertido en una de las preocupaciones más cotidianas de la sociedad. Pero la discusión sobre las responsabilidades y los responsables de un caso de corrupción no puede quedarse en la simple opinión (a favor o en contra), sino que es preciso echar mano del análisis jurídico, que por estar afincado en la ley debería mensurar ponderadamente la envergadura del problema.
II. «Vacunagate» y corrupción pública
El acceso a dosis de vacunas contra el covid-19, en medio de una emergencia sanitaria agudizada por problemas de desigualdad y pobreza, claramente, debería ser controlado por el poder público, cuando sea el Estado, y sus fines constitucionales y democráticos, quien administra las dosis. Esto implica, además, que el acceso adecuado a las dosis pende de varios factores, como, por ejemplo, las ágiles tratativas comerciales con los laboratorios, la creación de eficientes protocolos sanitarios de vacunación o una razonable prelación entre la población más y menos vulnerable.
Un obstáculo transversal en la consecución de todos esos objetivos es la corrupción pública. Este fenómeno jurídico social representa el abuso o el aprovechamiento ilícito del poder público en beneficio privado. Una definición así de genérica no solamente permite un variado análisis de su etiología, sino que disecciona dos momentos fundamentales de los hechos, con el mismo leitmotiv. A saber, la extralimitación de las facultades jurídicas de disposición sobre la cosa pública, para obtener ventajas indebidas; y, la manipulación externa (poder político sin poder público) de esas facultades, con el mismo propósito.
La amplitud del concepto da pie, también, a una comprensión genérica del problema basada, a priori, en cuestiones morales, éticas o políticas, pero siempre reconducible a un conflicto con la igualdad. Por ejemplo, que un congresista contrate “a dedo” a sus asesores o asesoras como forma de pago por el trabajo realizado en la campaña, mientras que, de corriente, quien necesita algún servicio debe pagar inmediatamente por el mismo, demuestra el privilegio de alguien respecto de los demás. Pero este ejemplo no es delito, y en general, la corrupción pública no lo es, sino sus más graves manifestaciones. En este sentido, el análisis de la corrupción implica la contravención a un especial catálogo de normas. Pero no todas las fuentes que explican la contravención son relevantes, pues si así fuese, el análisis se perdería en la variedad de las opiniones, y con ello, las medidas o sanciones que finalmente se adopten podrían ser inanes, o inclusive desproporcionales.
Entonces, desde un punto de vista jurídico, y por ello vinculante, el catálogo de normas que la corrupción pública contraviene es el modelo constitucional de Estado. Es decir, la instrumentalización espuria del poder público se opone diametralmente a un orden previo de las cosas, donde el Estado es promotor de derechos e igualdad entre los y las ciudadanas. De modo que, el juicio y sanción de un hecho de corrupción pública tendrá que probar que efectivamente existió una concreta desnaturalización del fin prestacional de la Administración pública, basada en la contravención de la legalidad y la objetividad del ejercicio de la función pública, a manos de quien la porta o de quien la manipula externamente. Este encuadramiento parece corresponderse con el caso bautizado como “vacunagate”. Es decir, si alguien con poder público accedió, o permitió que otros lo hagan, a las dosis de la vacuna contra el covid-19, en razón precisamente de condiciones que su estatus mal gestionado le reporta, sería un supuesto de uso o aprovechamiento ilícito del poder público en beneficio personal, tanto del funcionario como de los particulares inmiscuidos.
E inclusive en este estadio es posible ser más específicos. La corrupción política es una especie del género, con la característica distintiva de que el protagonista es alguien que obtuvo poder público a través del poder político (principalmente, proveniente de las urnas o de la designación), o vinculado a un partido político desde donde ejerce poder sobre el ejercicio de la función pública. Así, la corrupción política no solamente agudiza el desprestigio de la clase política, sino que, en virtud del ejercicio discrecional del poder público, y de la capacidad para decidir sobre intereses generales de la comunidad (el poder público de fuente política siempre se ubica en el ápice de las instituciones públicas), se revela como una de las principales formas de contravención al modelo constitucional del Estado. Por ende, la presencia del poder público obtenido mediante vías políticas, también ubica al caso “vacunagate” en el ámbito de la llamada corrupción política. Pero el marbete de este tipo de corrupción no debe confundirse con la llamada responsabilidad política. Por ejemplo, la renuncia al cargo, como primera medida a iniciativa del involucrado o a pedido del superior jerárquico, no solamente parece ser una consecuencia lógica, sino que, en razón de su parvedad, no podría zanjar la discusión sobre las responsabilidades ante el hecho de corrupción.
III. Sobre las implicaciones de la acusación constitucional contra Vizcarra, Mazzetti y Astete
A la fecha se sabe que el informe de la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales del Congreso de la República aparca del ejercicio de la función pública al ex presidente Vizcarra, y a las ex ministras Mazzetti y Astete, como sanción ante los hechos del denominado caso “vacunagate”. La base normativa de esta decisión de la Subcomisión sería la contravención de los arts. 38, 39, 118, entre otros, de la Constitución Política. Es decir, cuestiones como el deber de honrar al Perú, estar al servicio de la Nación o cumplir con los encargos o atribuciones específicas propias del Presidente de la República, deberán ser vinculadas al hecho de haberse inoculado en un contexto, cuanto menos, confuso y reprochable. Pero, además, en este ámbito del llamado control político, se haría referencia a la comisión de delitos, como, por ejemplo, organización criminal, colusión agravada, malversación, y otros.
La celeridad del proceso y, como consecuencia, el grado de idoneidad alcanzable en la actividad probatoria, son asuntos que no pueden eclipsar el objeto mismo de la imputación que, a priori, tiene que ver con un caso de corrupción pública. Es decir, la Subcomisión ha recurrido a la contravención de un catálogo de normas, penales y constitucionales, de modo que, ya no se trata de un simple juicio de rechazo o de una opinión sobre lo que “está mal”, sino de argumentar cómo, en el caso concreto, las tres personas imputadas han abusado o se han aprovechado ilícitamente del poder público en beneficio privado. De otro modo, la llamada responsabilidad política podría prestarse a la injusta existencia paralela de sanciones fútiles y graves, sobre los mismos hechos.
Sin embargo, el control político (que no deja de ser controvertido) no es la única forma de reacción jurídica ante un caso de corrupción pública. Por ejemplo, sobre la base de la contravención a un concreto catálogo de normas, para los casos de funcionarios en ejercicio, el Derecho Administrativo, donde la investigación puede ser de oficio y, además, donde las sanciones son nada desdeñables (la suspensión del cargo o el retiro definitivo), podría ser la primera opción de una proporcional y argumentada sanción. Luego, desde la subsidiaridad y la fragmentariedad en la gestión del conflicto, la persecución penal de la corrupción pública, por fuerza de su naturaleza, trasciende la contravención a un concreto estatuto orgánico que ordena el funcionamiento de la Administración pública, y, con mayor razón, a valoraciones políticas sobre los acontecimientos. Es decir, la tipicidad de una conducta convoca un análisis detallado, principalmente, de la lesión o puesta en peligro de un bien jurídico y de la creación de un riesgo jurídico penalmente desaprobado.
Entonces, si la corrupción pública se opone diametralmente al modelo constitucional del Estado, y si el Estado actúa a través de su Administración pública, algunos de los delitos contra la Administración estarán vinculados a la corrupción. Luego, la relevancia penal del caso denominado “vacunagate”, en clave de corrupción pública o política, deberá considerar, entre otras, algunas de las siguientes circunstancias. Que el acceso a vacunas se realizó en un ámbito que podría calzar dentro de un procedimiento de contratación pública: negociaciones o tratativas, especialmente diseñadas a través de compromisos previos entre las partes, respecto del estudio y ensayo de las vacunas. De modo que sea factible imputar el delito de colusión. De otro lado, si el acceso a las dosis estuvo condicionado al ejercicio o la omisión de las funciones públicas del beneficiado, la imputación del delito de cohecho podría ser una opción. Por lo demás, que los particulares hayan accedido a la vacuna compromete en más de una forma la responsabilidad del funcionario que lo permitió o que coadyuvó a ello. Aquí el abanico de opciones es bastante amplio. Por ejemplo, el particular podría responder por cohecho activo, también como partícipe de un patrocinio indebido o inclusive de un tráfico de influencias. Y, en cualquier caso, el análisis sesudo de los elementos del tipo que se impute, marcará el derrotero de las responsabilidades y de los responsables.
Probablemente, estas, y otras cuestiones más importantes, no sean el fulcro de la sesión de la Comisión Permanente, pero deberían ser tomadas en cuenta si se analiza un caso de corrupción en el ámbito jurídico, y no en un ámbito de juicios personales, que por su naturaleza, no son vinculantes.