Carlos F. Cáceres*
Médico, doctor en salud pública, Profesor Principal y Director del Centro de Investigación Interdisciplinaria en Sexualidad, Salud y Sociedad de la Universidad Peruana Cayetano Heredia.
La reciente publicación de “Mitad Monjes, Mitad Soldados”[1] por los periodistas Pedro Salinas y Paola Ugaz, que generó una discusión sobre la Iglesia Católica que no tiene precedentes en el Perú, hacen necesario un aporte reflexivo, que intentamos centrar en dos situaciones íntimamente relacionadas: (a) los casos de abuso sexual de menores por parte de religiosos (con un énfasis en los que se han revelado en los últimos 8 años en relación con miembros de una organización católica en el Perú); y (b) las formas de proceder de la jerarquía católica en relación con ellos.
Partimos diciendo que el tema de los abusos sexuales de menores es, sin duda, complejo, y al tratarlo necesitamos mantener un equilibrio entre una visión positiva de la sexualidad humana (en el sentido de la salud sexual, como la define la Organización Mundial de la Salud[2], por un lado), y por otro el deber moral y legal de proteger de abusos de poder de todo tipo (incluyendo los sexuales) a los menores de edad (según establece, en el Perú, el Código de los Niños y Adolescentes[3]).
Iglesia y Excepcionalismo Legal: Probando los límites de la laicidad del Estado
El problema configurado por estos abusos sexuales de clérigos perpetrados en menores, y la respuesta institucional que generan, tiene al menos cuatro dimensiones:
a) Los responsables son personas que la Iglesia presenta como guías morales, cuya legitimidad se basa en un discurso de espiritualidad que incluye, entre otras cosas, un voto de castidad[4].
b) Los responsables, además, se ubican en una posición de poder sobre las personas afectadas. Estas últimas son, además, menores de edad (o personas muy jóvenes), que por su inexperiencia no atinan a reaccionar negándose o denunciando, particularmente si se trata de su palabra contra la de personas vistas como modelo de virtud. Es muy común que las persona abusadas sexualmente se sientan co-responsables y callen su experiencia durante mucho tiempo[5].
c) Tradicionalmente, las autoridades eclesiásticas han enfocado el problema de acuerdo a la tradición canónica como un ‘delito contra el sexto mandamiento’, usualmente interpretado como el ‘ceder a la tentación’ que los mismos afectados han representado para los pastores, los que resultan así víctimas, pidiéndoseles arrepentimiento y ayudándolos a rehabilitarse. En cambio, no se prestaba mayor atención a los verdaderos afectados/as, y en algunos casos se les hacía responsables de lo ocurrido[6]. En otras palabras, la iglesia no registra que, si bien antes no había una tipificación apropiada del abuso sexual de menores, ni protección legal contra el mismo (ni tampoco se hablaba del clero como perpetrador), en la actualidad no solo hay un marco legislativo más categóricamente protector, sino que hay una sensibilidad muy alta frente a estos temas, y tecnologías de la información que no permiten acallarlos. Aun cuando hay ciertos cambios en el derecho canónico (y, en cualquier caso, una carta de la congregación para la doctrina de la fe, otrora santo oficio, en 2010, para poner estos casos, de ocurrir, ‘siempre’ en manos de la justicia civil[7]), la iglesia, institución que ha mostrado ser tan humana en su imperfección, continúa haciendo todo lo posible por manejar estos actos de sus pastores de manera estrictamente interna, tal vez para evitar mayores escándalos, y tal vez porque la cultura institucional que históricamente permitió un manejo condescendiente y desentendido de las víctimas aún no se ha modificado[8].
d) Aquí resulta necesario el contraste con la reacción eclesiástica contra este tipo de hechos cuando ocurren externamente a sus fueros: en tales casos la iglesia institucional suele ‘lanzar la primera piedra’ (que por su magnitud podría llamarse un ‘primer misil’) como si estuviera ‘libre de pecado’, configurando un doble estándar moral. De manera más genérica, se percibe que la iglesia se apoya en la ley civil para aquello que le es útil (por ejemplo, cuando trabaja activamente para evitar cualquier cambio en las leyes sobre el aborto, o cualquier fórmula de unión civil de personas del mismo sexo, o para disfrutar de los privilegios del concordato); sin embargo, cuando se trata de encarar las faltas o delitos de sus pastores, la iglesia ha estado dispuesta a defender, expresa o tácitamente, un régimen de excepción legal y moral para estos[9], lo que llegaría a constituir, en muchos casos, una activa obstrucción de la justicia y complicidad con los perpetradores.
¿Juega aquí un papel la orientación sexual?
Si estos hechos involucran a dos personas del mismo sexo o no, no afecta legalmente la situación. En el Perú y los países de tradición ‘occidental’ el problema es el abuso perpetrado, sin importar si se trata de un abuso homo o heterosexual[10]. Entonces, aunque no importa legalmente, sí lleva a una reflexión: Sugiere que dentro de la iglesia hay una cuota significativa de clérigos con intereses y/o prácticas homoeróticas secretas, las cuales mantienen sin cuestionar el discurso homófobo oficial, y que son, en general, manejadas condescendientemente por la institución. En analogía con la homofobia individual[11], que revela un temor a sucumbir a pulsiones homosexuales, esta ‘homofobia institucional’ parecería revelar la conciencia de una incómoda tensión interna entre (para usar el controversial término de Freud) una pronunciada homosexualidad latente[12] en sus fueros, y la prédica de prohibición de la práctica homosexual que la caracteriza desde el siglo XII[13]. Debe aclararse, sin embargo, que los intereses homosexuales, como los heterosexuales, se pueden manejar plenamente entre adultos y respetando la autonomía de cada quien; así, es sabido que la actividad homosexual consensual entre, o con participación de religiosos, es bastante frecuente[14]–[15], y es probable que las prácticas sexuales de religiosos sean mayormente consensuales y entre adultos. Lamentablemente, el discurso homofóbico religioso ha hecho daño a gran cantidad de jóvenes, por lo que resulta inaceptable que el doble estándar se maneje con tanta condescendencia al interior de la iglesia – sin mencionar la extrema confusión y decepción que puede generar que alguien condene la homosexualidad y luego intente una seducción homosexual[16].
Cabe recordar, fuera de ello, que el discurso secular tradicional sobre una sexualidad ‘normal’ (heterosexual, en una relación monógama y con fines reproductivos), es más bien reciente, datando del siglo XIX, y se constituyó en un nuevo discurso médico, funcional a la reproducción de la fuerza de trabajo en las transformadas ciudades de la revolución industrial[17], en lo cual hubo sinergia con ciertas vertientes puritanas de pensamiento. Durante un siglo el discurso médico experimentaría muchas transformaciones, hasta la desclasificación de la homosexualidad en la X Clasificación Internacional de Enfermedades (ICD 10)[18] de la OMS en 1990. La historia (incluso la historia del catolicismo) está llena de referencias a amores y prácticas sexuales entre personas del mismo sexo[19], que ciertamente no eran llamadas homosexuales, porque hasta antes del siglo XIX el término no existía ni la idea se asociaba a una orientación o identidad exclusiva[20]. Una reflexión sobre la normalidad sexual no es la meta de este comentario, aunque dicha reflexión se está convirtiendo en un tema central en la discusión sobre derechos humanos en el mundo contemporáneo[21].
Menores: ¿Potencialmente autónomos o siempre vulnerables en el terreno sexual?
La discusión sobre la sexualidad de los menores (por ejemplo, sobre si son esencialmente vulnerables o si pueden tener cierta autonomía) suele evidenciar varios puntos de vista, algunos de ellos claramente religiosos[22]–[23]. Se sabe que la capacidad de autodeterminación sexual va desarrollándose junto con otras áreas de la personalidad, e implica el acceso a educación sexual integral y a servicios de salud sexual – se sabe, por ejemplo, que los programas que propugnan abstinencia e informan parcialmente son menos efectivos en la prevención de embarazos e infecciones de transmisión sexual que los programas integrales que reconocen en los jóvenes la capacidad de decidir)[24]. Parece ser que los márgenes de lo sexualmente aceptable para los menores en el campo sexual (v.g. qué es positivo o negativo; cuánto; hasta dónde pueden decidir) depende más de las normas culturales que de una ‘naturaleza humana’ de la cual tengamos pleno entendimiento. Es claro desde muy temprano en la vida (con una clara gradualidad definida también por la edad) son conscientes de su sexualidad, tienen intereses y curiosidad sexual, y experimentan; pero también son conscientes de que su sexualidad en relación con los adultos (es decir, lo que ellos pueden hacer o no con los adultos, y la conducta esperada en estos últimos) resulta de normas culturales establecidas. Según Norbert Elias[25], el gran sociólogo del proceso civilizatorio, en el siglo XVI Erasmo de Rotterdam podía hablar a un niño pequeño las ‘prostitutas’, pues no existía en la estructura de la sociedad de aquella época la actual visión sobre lo sexual como peligroso para la niñez, ni existía forma de alejar a los niños de tales realidades (algo como lo que ahora puede estar ocurriendo con la revolución tecnológica del internet). Sería solo durante la revolución industrial y el surgimiento de la burguesía en la sociedad victoriana que la ‘adolescencia’ se definiría como una prolongación de la niñez y se cambiaría la visión de la sexualidad en las etapas de la vida, asumiéndose que niñas y niños eran ‘puros’ y que lo sexual era intrínsecamente malo para ellos, por lo que deberían ser protegidos de su conocimiento e influencia[26].
De otro lado, el respeto a la autonomía sexual de las personas en general (y de los menores en particular), por encima del estatus social o económico, se han ido incorporando históricamente a las normas culturales como parte del proceso civilizatorio, y se ha ido expresando también en marcos legales concretos[27]. La tendencia al reconocimiento de la capacidad de los menores de juzgar si participan o no en una relación sexual, basada en la presunción de que tal capacidad ya existe en lo psicosexual, se expresa en políticas que establecen edades de consentimiento sexual por debajo de los 18 años (v.g. 16 años)[28], aunque tal no es el caso en el Perú. Incluso si tuviéramos una edad de consentimiento debajo de 18 años, la presunción de consentimiento efectivo cuando hay diferencia de edad y de estatus solo es posible si se dan condiciones inequívocas para una decisión autónoma. Si vemos los detalles de las situaciones de abuso denunciadas hace poco, siempre marcadas por la sorpresa, la seducción y/o la coerción, dicha autonomía no es verosímil.
Lo anterior es particularmente delicado, pues un menor puede responder sexualmente a una situación de seducción (por ejemplo, puede excitarse), sin dejar de sentirse mal por lo que está haciendo. Más aún, la reflexión posterior a los hechos termina de darle un carácter moral específico, y puede generar una enorme culpabilidad por su oposición a lo que se esperaba en dichas circunstancias, llevando al aislamiento de la persona abusada, y creando un conflicto que puede dañar de forma profunda su desarrollo emocional[29]. Debe quedar claro, en todo caso, que el problema no es el ejercicio sexual, sino su imposición mediante el ejercicio del poder.
Conclusión
En conclusión, si bien globalmente se va reconociendo condiciones que permiten considerar cierta actividad sexual de los jóvenes como decidida autónoma y responsablemente, su condición principal es la ausencia de cualquier presunción de coerción. La discusión sobre normalidad y orientación sexual, a nivel científico, va quedando zanjada con el reconocimiento de la diversidad sexual dentro de los confines de tal normalidad. Finalmente, la ‘epidemia’ (para usar el término técnico adecuado) de casos de abuso sexual por parte de clérigos, debería motivar en la iglesia una asunción más honesta de la condición humana de sus pastores, no exigiéndoles lo que de forma efectiva no logra imponerles (el celibato), y aceptando sus diversos intereses sexuales dentro del marco de la ley civil, renunciando a la tradición de excepcionalidad legal frente al abuso sexual de menores y la coerción sexual de los subordinados, y colaborando plenamente con la justicia para que, independientemente de que ‘los pecadores sean perdonados’, los delitos sean sancionados.
Post-scriptum (5 Enero 2016)
Luego de la publicación de la primera versión de nuestra reflexión, a fines de noviembre 2015, se hizo público que el SVC constituyó una Comisión de Etica para la Justicia y Reconciliación, la cual, presidida por un exjuez supremo e integrada por un obispo, un periodista, una abogada y una médica, todos cercanos a la organización, se encargaría de una revisión de denuncias confidenciales entregadas en sobres manila en una casilla postal[30]. Las denuncias se recibirían hasta febrero, y luego la comisión tendría hasta abril para evaluarlas; algunas ameritarían denuncias penales, y la información sería transmitida al Ministerio Público; otras podrían manejarse, se dice, mediante compensaciones económicas. Los miembros del SVC han sido invitados a utilizar este mecanismo, el cual ha sido presentado como la respuesta de la organización a la crisis. Se ignora hasta qué punto los afectados están utilizándolo, pero valdría la pena que el Ministerio Público y el Poder Judicial interpreten sus implicancias y se pronuncien. ¿Es un procedimiento válido o resulta ser un mecanismo de tamizaje impuesto por la parte investigada, que podría afectar el acceso a la justicia? ¿Hasta qué punto las citadas instancias del Estado lo validarán de forma tácita si no se pronuncian? De otro lado, ¿cuál es la situación de la investigación de oficio del Ministerio Público, que aparentemente no había avanzado y ha tenido que extenderse por un mes, sin tener prácticamente nada de información? Juristas independientes, así como la Defensoría del Pueblo (en tanto hay una participación expresa o tácita del Estado) deberían manifestarse. Asimismo, las víctimas que han cobrado valor para reportar sus casos, deberían evaluar colectivamente, con asesoría adecuada, los pasos que corresponde tomar. Sin duda, este es un caso emblemático para la causa del Estado Laico, y es mucho lo que está en juego.