EDUARDO LÓPEZ BETANCOURT
Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México
El tema de los objetivos de la enseñanza del derecho es toral en el diseño de los planes y programas de estudio, vitales para el funcionamiento de las instituciones universitarias encargadas de la formación de abogados. No es exagerado establecer que se trata de un problema fundante. Sólo una vez que se establece qué clase de abogado o profesional del derecho se busca formar, esto es, el propósito de la enseñanza del derecho, puede perfilarse el cómo hacerlo, esto es el método y las técnicas, e incluso, el modelo de organización de la propia institución docente.
Esto es así porque desde una concepción crítica, la definición de objetivos no se agota en la identificación de los aprendizajes neutrales, objetivos y medibles, que todo alumno habría de alcanzar tras su paso por la Facultad; sino que previamente, obliga a problematizar la concepción que da fundamento a la enseñanza jurídica, concepción que puede expresarse como respuesta a las preguntas: ¿qué derecho enseñar, y para qué enseñarlo? Toda institución universitaria se construye con base en las respuestas que se den a esas preguntas esenciales.
La respuesta al qué enseñar, puede identificarse con lo necesario para ejercer una profesión jurídica, y la respuesta al para qué enseñar, puede identificarse con la utilidad social de dicha formación. Sin embargo, solo en esos puntos generales puede considerarse que exista consenso, porque si se avanza un poco más en las respuestas, podrá verse que ni el contenido de las enseñanzas ni los alcances de esa exigida utilidad social son claros.
De esta manera, a la interrogante sobre qué se necesita saber para ser un buen profesional del derecho, un jurista teorizante podría responder que un robusto aparato teórico-conceptual; un postulante, privilegiar las herramientas prácticas para el litigio; un positivista, hablar de la letra de la ley; un moralista, de valores y en especial de la capacidad de identificar y promover lo justo; un izquierdista, exigir un compromiso con las transformaciones sociales; y aún habrá quién afirme que es necesario el conjunto de todo lo anterior. En la misma medida, a la pregunta sobre cómo un profesionista del derecho es útil a la sociedad, podrán encontrarse numerosísimas respuestas, relativas a las más diversas tareas y funciones sociales, muchas de ellas no compatibles entre sí, como son por ejemplo el deber de preservar el orden social, y a la vez, la idea de ser agente del cambio social.
Tradicionalmente, la controversia sobre las concepciones de la enseñanza del derecho se ha polarizado en dos posiciones principales, aparentemente opuestas: a) el modelo cultural o formativo, que sostiene la aspiración de formar un jurista pleno; y b) la orientación profesional, que se preocupa principalmente por el futuro destino laboral. De manera general, se ha considerado que el modelo cultural pone el énfasis en los conocimientos teóricos que debe alcanzar el alumno; mientras la orientación profesional, privilegia la preparación práctica de los estudiantes.
Para el modelo teórico, la pura formación práctica puede resultar insuficiente, pues la Universidad no es sólo una escuela de oficios, sino que debe aportar al jurista habilidades críticas. Una excesiva preocupación por el desarrollo de habilidades técnicas, puede ser útil para competir en el mercado laboral, pero se aleja por mucho del propósito de formar buenos profesionales entendidos no como técnicos del derecho sino como juristas integrales.
Por otro lado, para el modelo práctico, la universidad no está sólo para formar académicos, mucho menos eruditos. Ese es uno de los varios destinos que pueden elegir los egresados, pero usualmente no es el mayoritario. Las actuales escuelas de derecho están para formar buenos profesionales jurídicos, que se desempeñen como operadores jurídicos en diversas posiciones, siendo así útiles a la sociedad.
Se mantiene como ideal el anhelo de conseguir un equilibrio entre ambas posiciones. Cualquier jurista más o menos enterado en el tema, podría coincidir en que una enseñanza óptima debiera conseguir un equilibrio entre conocimientos teóricos, aptitudes prácticas y formación en valores.
Sin embargo, más allá de esa declaración en favor del equilibrio como ideal, es claro que en la actualidad institucional, la orientación práctica-profesional gana progresivamente terreno frente al modelo cultural teórico-dogmático. En buena medida, esto es consecuencia de la severa crítica surgida desde hace décadas (hoy ya un lugar común) sobre la distancia entre lo que se suele aprender en las aulas, y lo que se necesita saber para el desempeño profesional. El mercado de trabajo se ha transformado de manera importante en las últimas décadas, y las Facultades de Derecho, sobre todo las de las universidades públicas, aún rezagadas frente a las nuevas exigencias laborales, lo que pretenden es ponerse al día, para que sus egresados puedan competir en las nuevas circunstancias sociales.
En esta tesitura, la utilidad social del futuro profesional del derecho se condiciona a su capacidad de competir en el mercado de trabajo. En el México contemporáneo, que mira al mundo ansiando mejorar su participación en el capitalismo global, la discusión sobre la utilidad social tiende a abandonarse, sustituyéndose por una preocupación relativa a la empleabilidad de los egresados. Así, el para qué de la enseñanza del derecho hoy en día se identifica, quizá más que antes, con el para encontrar y mantener un trabajo.
Este modelo tiene cierta correlación con la tendencia internacional en materia de educación universitaria. En el caso de la educación en la Europa continental, la más cercana en tradición a las universidades latinoamericanas, las reformas llevadas a cabo en últimas décadas dentro del llamado Proceso de Bolonia, han llevado a colocar como objetivos prioritarios de los planes de estudios, ya no la transmisión de contenidos temáticos, sino la formación de competencias entendidas en un sentido amplio como la conjunción del saber (conceptos, teorías, modelos, definiciones) y el saber hacer (habilidades, destrezas, aplicaciones prácticas de los conocimientos teóricos), con actitudes y estilos sobre cómo hacer las cosas en cada campo de trabajo.
Hay muchas ideas que pueden vertirse sobre estos rubros. En nuestra experiencia, hemos encontrado que si la institución universitaria realmente busca ocuparse de la salida laboral de sus egresados, debe redefinir su concepción de la enseñanza del derecho, asumiendo que: a) el equilibrio entre la formación teórica y la práctica, suena bien como declaración, pero puede resultar inoperante en la vida social contemporánea, dada la marcada división del trabajo jurídico; b) la subordinación de la enseñanza práctica a la teórica, nunca formará buenos profesionales; c) las necesidades del mercado laboral sólo se atenderán dando prioridad a los aprendizajes prácticos (capacitación) frente a los meros conocimientos teóricos.
Desde nuestra perspectiva, las medias tintas no son adecuadas en este tema, y ante la complejidad del conocimiento jurídico actual, buscar establecer una medianía entre el desempeño teórico y el práctico puede implicar rebajar la calidad y eficiencia de ambos desempeños, al formar profesionales a medias teóricos y a medias prácticos, pero sin hacer ninguna cosa de modo óptimo.
Lo anterior, cabe aclarar, no conlleva de ninguna manera el abandono de los valores que representan el pensamiento crítico y el compromiso social. Sólo se trata de establecer un orden, de organizar asumiendo que en el mundo complejo de hoy en día, el pensamiento crítico y el compromiso social también tienden a convertirse en actividades especializadas. Y del mismo modo que la práctica jurídica del juez y del litigante requieren destrezas y habilidades diferenciadas; la actividad crítica y el impulso de causas sociales requieren de metodología y rigor profesional. Una crítica y un compromiso sostenidos por el simple hecho de considerar valioso ser crítico y comprometido, sólo conducen a la tozudez teórica y a la superficialidad demagógica, que en nada son útiles para la sociedad.
En el estado actual de la enseñanza del derecho, la concepción que se orienta por la aspiración de formar juristas “integrales” parece ser ilusoria, porque la complejidad de la vida jurídica se ha vuelto inabarcable. Así, puede resultar más conveniente inscribir plenamente a la enseñanza del derecho en los procesos de especialización que caracterizan a la vida institucional contemporánea, separando las formaciones con prioridad práctica para ciertas áreas del mercado laboral, de las formaciones con orientación teórica para otras áreas del mercado laboral como pueden ser la academia y la investigación avanzada.
De este modo, lo que se requiere es organizar. Por un lado, atender los requerimientos del mercado laboral y asumir realmente una orientación profesionalizante en el nivel de licenciatura proporcionando una educación con especializaciones robustas, enfocada a la formación en habilidades y destrezas necesarias para la práctica profesional, y no más en conocimientos teóricos librescos. Y por otro, fortalecer las salidas a través de las cuales los egresados pueden estudiar teoría en serio y realizar crítica con rigor y responsabilidad, como son actualmente los posgrados.