Almendra Fernández
Estudiante de Sétimo Ciclo de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Asistente de docencia en el curso de Derechos Fundamentales e Interpretación Constitucional
Juan Carlos Jara
Estudiante de Noveno Ciclo de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Asistente de docencia en el curso de Derechos Fundamentales e Interpretación Constitucional
La semana pasada, luego de bastante espera, el Décimo Primer Juzgado Constitucional de Lima reconoció el derecho de Ana Estrada a una muerte en condiciones dignas[1]. Fue un proceso complejo, que naturalmente abrió el debate sobre ciertos temas jurídicos y morales en torno a la eutanasia.
A raíz del caso, distintos candidatos a la Presidencia y el Congreso de la República manifestaron su posición. Uno de ellos, Rafael López Aliaga, se pronunció groseramente sobre el tema, indicando que cualquier persona es enteramente libre para suicidarse (por ejemplo, lanzándose de un edificio o cortándose las venas) sin la necesidad de que el Estado intervenga activamente.
Afirmó que la asistencia que puede requerir Ana, si decide disponer de su vida, es un tema en el que no debe interceder el Estado, que por el contrario, protege incondicionalmente la vida.
Aparentemente un determinado sector de la población, entre ellos(as) el candidato, considera que el Estado no debe garantizar el libre acceso a la eutanasia, pues el tema escaparía de sus competencias. Afirman que el Estado protege la vida, entonces ¿cómo podría interceder, induciendo a la muerte?
Sobre el tema habría que aclarar algunas cosas. Primero, habría que decir tal postura es tendenciosa, pues obvia que el Estado, de hecho, ya interviene cuando restringe la ayuda o asistencia a los(as) pacientes que “expresa y conscientemente” deciden disponer de sus vidas, criminalizando la eutanasia en el artículo 112 del Código Penal[2].
El Estado, de hecho, adopta una posición intervencionista, al impedir que un(a) enfermo(a) crónico y/o terminal decida cuándo dejar de sufrir las intolerables secuelas de su enfermedad, que producen indirectamente la afectación de otros varios derechos fundamentales.
Así, por ejemplo, Ana ve bastante limitada la satisfacción de su derecho fundamental a la integridad personal, por las constantes aflicciones, tanto físicas como morales, que supone su enfermedad. Dentro de esto también su derecho a no sufrir tratos crueles e inhumanos, pues está obligada a seguir pasando a diario por esos malestares. También está fuertemente restringido su derecho a la intimidad, al necesitar la ayuda permanente de sus familiares, doctores y enfermeras para hacer las actividades más cotidianas de su vida diaria, como comparte en su blog: “comencé a ser asistida y nunca más pude saber de la textura de mi piel, cada vez era menor esa independencia y privacidad del baño, de tocar mi pelo para sentirlo solo yo y saber si está lo suficientemente suave, a mi gusto”. Al igual que su libertad sexual porque en sus palabras “para la sociedad una mujer con discapacidad es asexuada, sin deseo y no es una mujer sino una niña”. Entre otros problemas no menos graves[3].
Por todo esto, no podemos tomar una postura tan simplista sobre el rol del Estado en la defensa de los derechos de las personas, y sobre todo, de la protección de bienes jurídicos como la vida, que no se entienden desvinculados de la realidad o desconectados de otros derechos fundamentales, como la propia dignidad.
Así, desde hace mucho se acepta que la defensa de los derechos no puede reducirse al exclusivo compromiso estatal de no sobrepasarse en el uso de su fuerza (p.ej.: en su sentido más clásico, proscribiendo las detenciones arbitrarias, la censura previa, etc.); sino que también exige que se haga cargo y asista a quienes se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad (p.ej.: como cuando, con base en el derecho a la salud el Estado inicia una campaña de tratamiento gratuito de terapia antirretroviral para los pacientes de bajos recursos afectados con el VIH/SIDA)[4]
En esa línea, el Estado puede intervenir activamente (y de hecho lo hace) con el propósito de garantizar la satisfacción de los derechos fundamentales. El problema del artículo 112 del Código Penal es que la eutanasia activa, con consentimiento informado del paciente (tal como reza el propio artículo 112), no pone en riesgo ningún bien jurídico más que la propia vida biológica[5], a la cual, conscientemente y con entera lucidez el/la paciente no quiere estar más atado(a) por el grave malestar que su enfermedad produce a sus otros derechos.
Por lo que nos preguntamos de nuevo si no es acaso la intervención penal, que impide el acceso consiente e informado a la eutanasia activa, el verdadero acto de intervencionismo, aún más, si entendemos que el derecho penal es “última ratio” y el instrumento más invasivo del derecho. Este sentimiento de intrusión en una decisión tan personal, puede entenderse mejor con lo que comparte Ana en su blog: “Vivo en un Estado que me quita la libertad, y una vida sin libertad no es vida porque mi cuerpo le pertenece a este Estado”
En consecuencia, el caso de Ana no puede reducirse a un “dejar hacer, dejar pasar” sino, sobre todo, a conseguir que se garanticen ciertas condiciones mínimas para que la demandante sea capaz de acceder a ella. Para lo que, como se probó en la demanda, no son suficientes los cuidados paliativos, que muchas veces no son eficaces frente a los fuertes dolores de los(as) pacientes.
Lo que resulta más importante debido a que casos como el de Ana no sólo implican la materialización de la muerte, como parecen creer algunas personas, sino la concretización de un conjunto de derechos, como la dignidad, el libre desarrollo de la personalidad, la integridad física y psíquica, etc.
Para cerrar, nos gustaría resaltar, fuera de algún desacuerdo inicial, la importancia de la sentencia, que esperamos, no sea apelada por ninguna de las partes demandas. Era urgente dar una respuesta a la vulneración sistemática de los derechos fundamentales de Ana (permitiendo que pueda decidir sobre la posibilidad de disponer de su vida) y el juez lo hizo, escuchando a las partes y permitiendo un debate abierto, mediante el informe jurídico de los médicos y el importante aporte de una clínica del derecho penal.
Sin perjuicio de esto, también resulta importante que este debate se extienda al foro público; que las personas hablemos de la muerte sin prejuicio y entendamos lo que pasan los pacientes que sufren enfermedades como la de Ana. Al final de todo, los derechos de nuestra Constitución siempre requerirán de la legitimidad que les otorga el reconocimiento de quienes viven en ella, por lo que, nos parece que el siguiente paso debe ser que nuestro Congreso regule y reconozca mediante una ley, el derecho de todos(as) los peruanos(as) a una muerte en condiciones dignas.
Referencias:
[1] A pesar de que el juez negó que el acceso a la eutanasia activa sea un derecho fundamental, mencionando que: “El suicidio no es un derecho, es una libertad fáctica no prohibida. En cuanto a la eutanasia activa directa, considera que debe limitarse para evitar el riesgo de abuso, en tanto implica la participación de un tercero que estaría jurídicamente obligado a poner fin a la vida de quien lo solicite bajo ciertas condiciones, por lo que se le consideraría un contenido prestacional
administrado y controlado por un órgano del Estado, con controles externos, lo que la haría plenamente constitucional”.
Esto no es coherente con el tratamiento que le da, pues, entiende finalmente que existe una posición subjetiva, en la que Ana puede exigir ciertas protecciones y ciertas garantías del Estado. Más que “libertad fáctica”, el juez habla de libertades fundamentales, es decir, de derechos.
[2] El conocido artículo 112 de nuestro Código Penal establece que: “El que, por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente para poner fin a sus intolerables dolores, será reprimido con pena privativa de libertad no mayor de tres años».
[3] Todo esto lo manifestó muy claramente el juez y lo que nos parece más valioso es que la sentencia pudo dialogar con el blog en el que Ana describe su experiencia, para transmitir, en la medida de lo posible, su posición frente a la eutanasia.
[4] Este es el típico problema de libertades negativas y positivas.
[5] Como se dice desde la bioética la vida no solo es biología, sino también biografía. Es decir, que la vida no es solo el funcionamiento de ciertos órganos vitales, sino que es la vivencia de una persona, su posibilidad de desarrollarse, sus deseos y voluntades más íntimas y la relación con sus más cercanos(as). La vida biológica sin vida biográfica es un concepto vacío.