Consejo Editorial Pólemos
Las últimas semanas han estado signadas por la aparición de un movimiento que coloca, nuevamente, en la tarima el tópico de la justicia popular. Nos referimos a la campaña “Chapa a tu choro”, iniciada por la comunicadora social Cecilia García y cuyo impacto mediático ha remecido las redes sociales.[1]
La propuesta tuvo como lugar de inicio, según versión de la misma García, el Departamento de Huancayo. En diálogo con la prensa, señaló que los vecinos habían atrapado a un delincuente y que, tras la entrega del mismo a las autoridades policiales, fue liberado. La policía habría alegado una frustración del robo como justificación para liberar al delincuente. El descontento de la población se hizo patente a través del montaje de una banderola en la que se reseñaba: “Ratero, nosotros no llamamos a la comisaría. Te vamos a linchar”.
Las imágenes se viralizaron en las redes sociales, generando decenas de grupos de Facebook. Los mismos hacían mención específica a la necesidad de implementar una justicia popular y que detentaba diversos niveles de castigo. Los argumentos que se esgrimían en torno a esta implementación se fundaban en una ineficacia del aparato judicial del Estado y la Policía Nacional. En principio, la justicia popular se postularía como una forma alternativa de administración de justicia y también legítima, en tanto responde a las necesidades judiciales de un sector de la población disconforme con la justicia formal.
Las mismas historias para no dormir.
Si bien la campaña ha generado un discurso mediático sobre la justicia popular, es necesario mencionar que, en el Perú, éste no es un asunto nuevo en lo mínimo. Solo por elegir un punto de partida, ya en el 2004, se detectaron 695 intentos de ajusticiamiento en el país. En ese mismo año, se asesinó al Alcalde de Ilave. Solamente en Puno, en el 2009, la PNP registró 25 linchamientos en las trece provincia del departamento, incluyendo tres muertes a causa de brutales golpizas.[2]
Es entonces, por lo menos pertinente, señalar que la justicia popular tiene antecedentes cercanos en la historia nacional y el escenario mediático responde a un elemento que no es para nada insólito: La desconfianza de los ciudadanos en las instituciones.
No obstante, el Ministerio Público emitió un comunicado en el que reafirma las competencias del mismo y su rol en la administración de justicia, señalando lo siguiente:
“(E)l Ministerio Público expresa su más profundo rechazo a esas prácticas de tomar justicia por sus propias manos, y exhorta a la población a no ser partícipe de las mismas a fin de garantizar el Estado de Derecho en nuestro país”[3].
A pesar de lo expresado, la brecha entre el discurso y el descontento popular es evidente, lo que lleva a preguntarnos nuevamente, sobre la innovación de ésta propuesta y los factores que la ubican en la discusión sobre los alcances estatales en el paradigma del Estado de Derecho.
El estado de naturaleza hobbesiana: Un menú recurrente en la historia nacional.
Thomas Hobbes, en El Leviatán, obra magna del, para muchos, padre del liberalismo moderno, desarrolla una concepción filosófica y natural del hombre, a partir de consideraciones que colocan al mismo en una situación original de guerra: Estado de naturaleza. Nos referimos a una condición natural signada por la pasión, en la que se propicia un constante estado de enfrentamientos para la obtención de placeres y seguridades. La vida del hombre es, de esta forma, solitaria, pobre, malévola, bruta y corta.[4]
A partir de esto, se presentan tres motivos esenciales por los cuales estos conflictos existen en el mencionado estado de naturaleza: La competición, la gloria y, por último, la desconfianza.
Detengámonos en el punto de la desconfianza hobbesiana para mencionar que ésta se genera en función de la necesidad de constituir una seguridad personal. Luego, se desprende que es preciso superar el estado de naturaleza con el fin de efectuar un contrato social por el cual los hombres ceden su poder al Estado regente. Como se puede inferir, el margen para las libertades individuales es mínimo, esto en virtud de preservar valores como la seguridad.
“Con todo ellos es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos”[5].
En este punto, ensayar un parangón entre los problemas que acusan el malestar ciudadano por la delincuencia y el citado postulado hobbesiano es necesario.
Como se ha mencionado anteriormente, hay un nexo subyacente entre la inseguridad y el estado de naturaleza; nexo que además se evidencia cuando el Estado no cumple su rol regente al no garantizar la seguridad que los hombres entregan, a través de un pacto social. Volvemos entonces a un estado de naturaleza el cual implica una profunda desconfianza de los individuos en las actividades punitivas del Estado y que aseguren el orden público.
Las variables que constituyeron el modelo hobbesiano no son lejanas a las que legitiman una justicia popular. Los principales postulados hobbesianos, y que se encuentran formulados en el Leviatán, obedecieron a un específico contexto histórico enmarcado por la sangrienta guerra civil inglesa y en cual el propio Hobbes tuvo un papel político importante.[6] La experiencia histórica, desde los mismos orígenes del liberalismo, pareciera indicar que ante un contundente escenario de violencia, recurrir a una autoridad regente y suprema donde las libertades individuales tienen un protagonismo mínimo, es un menú concurrente. Por el contrario, cuando este poder es deslegitimado en tanto no ofrece un elemento sustancial de seguridad (una de las justificaciones básicas para la entrega del poder del pueblo a la autoridad) el estado de naturaleza vuelve a relucir. Esto ha quedado claramente evidenciado en la campaña “Chapa a tu choro”.
La desconfianza en las autoridades documenta, implícitamente, un retorno de poder al pueblo que el Estado detentaba. Esto no debe confundirse con una visión paradigmática del modelo de estado hobbesiano pero sí enfocarse en los presupuestos en los que se funda y a los que, indefectiblemente retornamos.
El papel del Estado moderno está (o debería estar) alejado de un constructo en el que los derechos de libertad queden truncos. No obstante, este sí debe desplegar una efectiva administración de justicia en los sectores donde estos problemas son más álgidos.
No obstante, es necesario señalar que si bien existen sistemas de justicia popular que no responden a una estricta conexión entre delito y castigo, sino a consideraciones sociales y elementos cuasinormativos más complejos, y en los que se puede llegar a debatir una legitimidad y el cumplimiento de criterios de satisfacción ante las demandas populares, la campaña “Chapa a tu choro” parece discurrir por una vía en la que el delito va emparejado plenamente con el castigo. Una justicia popular acrítica, pasional y sobre todo, capaz de engendrar, en su vorágine, lo que pretende contener: Injusticias que incluyen la alta posibilidad de condenar a un inocente.[7]
Desde Pólemos, nos alineamos con la necesidad de una reformulación del sistema de administración de justicia en la cual, el acceso a la misma no se encuentra obstaculizado por una petrificación normativa. Asimismo, instamos a una decidida política de educación civil, impartida tanto a los agentes involucrados con el control del orden público, así como de la ciudadanía. La figura del Estado parece perder potencia y difuminarse en un ejercicio que se traduce, por lo menos, en descontento de la población. Recuperar el Estado para y por los individuos es, entonces, la tarea. Encontrarnos, en todos los extremos, con el Estado que es.