Entrevista realizada el 29 de Agosto del 2020 por David Mayorga al Dr. Carlos Infante. Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional San Cristóbal De Huamanga.
El día 28 de agosto de 2003 se publicó el informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, han pasado casi 20 años y aún son vigentes sus repercusiones ¿podría explicarnos el impacto de este informe y cuál ha sido su influencia hasta estos últimos años?
El informe se emitió hace 17 años. El tema es que, cuando se produjo la difusión del informe, el Perú salía de una etapa sumamente complicada en el terreno político y económico. Era muy difícil encontrar una suerte de consenso para escribir un informe sobre la verdad de 20 años de guerra interna, que refleje la percepción de los sectores comprometidos en el conflicto. Sin embargo, al final, como debía ser, el Estado tomó la decisión de constituir el grupo de trabajo. Para muchos fue unilateral, pues la comisión terminó conformada por académicos y algunos representantes de ciertos sectores políticos. Esta decisión, evidentemente, excluyó a otros actores, como los familiares de las víctimas y los propios subversivos o sus representantes. Para la mayoría de la sociedad era inaceptable que dentro de una comisión estén quienes habían comenzado la guerra. Pero, recordemos que, en otros países donde se conformaron Comisiones de la Verdad, participaron los principales actores del conflicto. Acá no fue así. Y aunque estos sectores excluidos no hicieron cuestión de estado, se evidenció cierto sesgó en la conformación de la Comisión.
Superado esto, vinieron otro tipo de cuestionamientos. Algunos sectores políticos empezaron a objetar el uso de ciertos conceptos en el informe. No estaban de acuerdo en llamar a lo que pasó: conflicto armado interno, guerra interna, conflicto social y político. Exigían que la comisión llamase terrorismo a los hechos ocurridos en el país. Uno de estos sectores fue el APRA y el fujimorismo, quienes, en realidad, detrás de sus observaciones al uso de ciertos conceptos, de la cifra de muertos u otros aspectos, escondían su rechazo a la búsqueda de la verdad. Rechazaban que el Informe atribuya corresponsabilidad en la enorme cantidad de víctimas mortales, desaparecidos y demás hechos de violación a los derechos humanos, a las fuerzas del orden, al igual que a los gobiernos que condujeron la lucha contrasubversiva. Esto mermó la fuerza que debía tener un informe de esta naturaleza. En realidad, el trabajo de la comisión pudo tener muchos problemas, pero, en lo personal, creo que su creación era inevitable y necesaria.
Luego de enfrentar un momento difícil y dramático, encontrar la verdad se convirtió en una necesidad para la sociedad peruana. La verdad serviría para evitar que muchos crímenes terminen bajo el manto de la impunidad. Pero, también, era fundamental ingresar a un proceso auténtico de “reconciliación”.
¿Considera usted que se cierne un peligro de negacionismo respecto a los acontecimientos del conflicto armado?
Más que el hecho de impulsar una corriente negacionista bajo mecanismos legales, creo que se observa el afán de normalizar una especie de no reconocimiento sobre lo ocurrido. Es decir, indirectamente, se fomenta un tipo de negacionismo que no le sirve al país, ni a la nación.
En la sociedad peruana hay sectores interesados en que se profundice el odio, el encono, la venganza, algo que capitalizan políticamente. Su intolerancia es colosal, cuando se trata de imponer una sola visión de los hechos. Pero también existen sectores progresistas y democráticos que, más allá de sus diferencias, contribuyen a que la verdad se afirme y se trabaje por buscar una reconciliación genuina, no de forma abstracta, sino real. Necesitamos que esta reconciliación alcance a la mayor cantidad de actores de la sociedad que han sido afectados por este proceso de conflicto. Aunque, reitero, existe una intención por mantener polarizada a la sociedad. Esto es lo más trágico, porque hace un daño enorme a la sociedad peruana y, sobre todo, a la Nación, que ha truncado su proceso de construcción a partir de este problema.
En un apartado del informe se hace mención a un plan de reparaciones simbólicas, en el que estaban, por ejemplo, los museos de la memoria, estatuas y demás. En la actualidad, ¿Cuál sigue siendo su impacto y desde su experiencia en Ayacucho, como se han implementado estas reparaciones simbólicas?
En más de una década, el avance no ha sido significativo. Hubo intenciones de cumplir este compromiso durante algunos gobiernos, pero de forma limitada, aislada y no coherente. El actual gobierno, que, finalmente, se ha convertido en un gobierno de transición, a mi juicio, ha avanzado en este proceso. Vi de cerca la labor en este campo durante la gestión de los ex ministros de justicia Vicente Zeballos y Ana Revilla. Después de mucho tiempo, escuché algo fundamental en este proceso, escuché pedir perdón a nombre del Estado. Este acto simbólico, para muchas familias, representa un gesto de profundo significado, porque, implícitamente, se admite una responsabilidad política frente a lo ocurrido. Ya no son solo los miembros de las fuerzas del orden, ya es el Estado, el que acepta su culpa sobre crímenes que se cometieron en su nombre. El ejemplo más cercano es Uchuraccay. Durante mucho tiempo (más de 37 años), se dijo que la matanza de periodistas se debió a un error, a una confusión. Pero, que el Estado pida perdón a los familiares por este terrible crimen, significa aceptar que la muerte de los periodistas ocurrió en un contexto político, donde el Estado tuvo una cuota importante de responsabilidad en los hechos.
Tal vez, para algunos no tenga mucha importancia, pero para los familiares de las víctimas, las disculpas, representa una reparación simbólica vital y el primer paso para la reconciliación.
El problema de este gesto es que requiere de continuidad y de coherencia. La inestabilidad política en la que vivimos no contribuye y hace peligrar procesos de este tipo, se deslegitiman cuando cumplen su función por un momento y no se continúan en los siguientes gobiernos.
Pero el tema no es solo la reparación simbólica, en algunos casos construir parques o templos a pedido de las comunidades afectadas. Hay cuestiones pendientes, cuestiones estructurales que se mantienen. En Ayacucho, por ejemplo, la pandemia ha puesto al descubierto, una realidad que parece haber sido maquillada. Miles de personas, sobre todo de la zona rural, que parecían haber salido de la pobreza extrema descubrieron su absoluta fragilidad y vulnerabilidad. Sintomáticamente, esta realidad se visibiliza en las zonas más golpeadas por la violencia. Esto significa que el Estado no hizo mucho durante dos décadas y los progresos económicos que hablaban de mejoras en la región de Ayacucho, solo eran aparentes. La realidad acaba de desnudarla.
Usted mencionó un concepto crucial, que es la memoria colectiva, y quiero relacionarlo con algo tal vez un poco más artístico. En el Holocausto hubo alguien que registró a través de profundos pero crudos libros, cómo fue este proceso de masacre. Hablo de Primo Levi y de libros como “La Trilogía de Auschwitz”, “La Tregua” y “Los hundidos y los salvados”. Haciendo un símil en el Perú, ¿Qué libro, obra o artista considera usted que ha logrado capturar y plasmar en su obra para poder transmitir toda esa crueldad que se suscitó durante el conflicto armado?
No creo que haya alguien que goce de ese exclusivismo. Yo mismo tengo un ensayo relacionado al conflicto armado que narra los sucesos de la masacre del penal Castro Castro en 1992. Lo ha hecho Gorriti, lo han hecho periodistas como Ricardo Uceda, por ejemplo. Está el trabajo de Edilberto Jiménez, por citar solo algunos. Lo que quiero decir es que, hay mucha gente que ha tratado de reconstruir la memoria desde diferentes ángulos. Hay literatura abundante. Lo importante es que persisten este ánimo por querer exponer diferentes miradas sobre la realidad de los ochenta y noventa. Pero, también existe una tendencia a censurar aquello que no se aproxima al discurso dominante. Si tuviéramos un poquito más de libertad, para decir las cosas sin ser estigmatizados o censurados, ayudaría mucho y permitiría que la memoria colectiva construya una auténtica conciencia social.
Limitar o parcelar la realidad, por el contrario, solo sirve a construir un tipo de memoria sesgada. Este es el caso del periodo decimonónico. Por ejemplo, la historia oficial considera héroes a muchos gobernantes y militares permitiendo que parques, calles, etc., lleven sus nombres. El resultado es que las generaciones construyen una especie de orgullo nacional alrededor de estos personajes, de sus supuestas hazañas. Pero, tarde o temprano, la verdad histórica se impone y descubre su real papel, su felonía e infamia y la responsabilidad en situaciones abominables ¿Qué es lo que pasa con el país? Lo que ocurre es que se genera un desequilibrio, una especie de desengaño, de frustración, de vergüenza. A la historia no se le miente. Le hacemos daño a la memoria colectiva.
Eso mismo ocurrirá en unas décadas con la historia oficial sobre el conflicto armado interno de los ochenta. La gente se preguntará: ¿Cómo la Calle equis tiene el nombre de tal o cual personaje sabiendo que fue un asesino o un criminal? La identidad no se construye a base de mentiras. Por eso, es importante liberar al país de estos sesgos, de estas censuras. Si vivimos en una democracia, dejemos que todas las perspectivas sean expuestas, aun cuando no sean agradables. Requerimos un poco más de tolerancia. Esto me hace recordar una publicación en el 2007. Mi libro “Canto Grande y las Dos Colinas” fue prácticamente censurado desde la gran prensa en el país.
Volviendo a la pregunta, no creo que haya un trabajo que narre con exclusividad el horror de la tragedia peruana. Ni siquiera el Informe de la CVR, que ha contado con un fuerte financiamiento y una logística excepcional. Es fundamental que la lectura sobre los acontecimientos del periodo de la violencia se apoye en mucha literatura que se abra desde diferentes perspectivas.
Me gustaría saber su perspectiva de Nación, porque es lo que ha mencionado repetidas veces a lo largo de la entrevista y relacionarlo con este suceso del conflicto armado, y cómo a partir de ese punto podríamos construir esta identidad que, valgan verdades, aún está muy dispersa.
Los hechos que han ocurrido en el país durante los últimos 20 años, en la fase postconflicto, ponen en evidencia la intención de sectores hegemónicos de preservar y mantener polarizada a la sociedad peruana. Lo que pasó en Arequipa, Apurímac, Cajamarca, Bagua, Espinar y en casi todas las regiones del país… hablan de esta fractura social. Valdemar Espinoza decía que un país aparte era Lima y, el otro, era el interior del Perú. Esta realidad persiste. Algunos dicen que, el hecho que Tongo (este excéntrico personaje) ofrezca un concierto exclusivo en las playas de Asia, refleja un progreso significativo en el proceso de construcción de la nación. Sin duda, es un caso que ejemplifica cierto avance cultural y social, pero, forjar una nación no se reduce a estos dos campos, lo económico y político siguen apareciendo ausentes.
La Nación peruana parece no haber salido de su fase embrionaria. El 2021 cumplimos 200 años y persiste esta enorme distancia. La pandemia nos ha demostrado cuán fracturada está la sociedad peruana. Por un lado, un pequeño sector ha logrado resolver su problema económico con la reactivación implementada por el gobierno. Por el otro lado, tenemos un subsidio que se administra o entrega a cuenta gotas a pesar de la grave situación por la que atraviesan millones de peruanos. Vemos escandalosos privilegios a favor de grandes empresas o la mano blanda del gobierno frente a grupos de poder económico, que han aprovechado las circunstancias para seguir enriqueciéndose: bancos, farmacias, clínicas, AFPs, empresas mineras, a despecho del drama de las grandes mayorías. Esta es la realidad de la nación peruana, de una nación que sigue y no parece terminar de construirse.
Gracias Dr. Carlos.