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Las distancias de las guerras: Perú 1980

por PÓLEMOS
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Ricardo L. Falla Carrillo

Director del Programa de Humanidades de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya


Basta leer el título de una obra fundamental de la historiografía europea del final del siglo XX, como La guerra civil europea, 1917-1945. Nacionalsocialismo y bolchevismo de Ernst Nolte, para darnos cuenta como la relación con los sucesos se va modificando con el paso de tiempo (1996). Es decir, un historiador de la envergadura de Nolte, en 1987, estaba en condiciones de vincular un conjunto de eventos aparentemente separados (revolución rusa, fascismo italiano, nazismo alemán, Segunda Guerra Mundial, etc.), en un solo gran devenir histórico, donde se podían ubicar causas y efectos definibles en términos comunes e intenciones sociales e individuales similares. Esos 28 años transcurridos habían sido un proceso unitario, que creó las bases del mundo de la postguerra,

Todo ello nos lleva a pensar que la distancia temporal con los hechos modifica la percepción, interpretación y comprensión de los mismos. Por ejemplo, un evento no puede ser interpretado del mismo modo después de 10 años o transcurridos 80 años. Tras una década, muchos de los implicados pueden estar aún vivos. Y, después de casi un siglo, evidentemente, ya no habrá testigos directos o indirectos del evento. Por lo tanto, los aspectos testimoniales estarían casi disueltos. La relación con los sucesos históricos se transforma en una vinculación mediada por fuentes de otro tipo. La distancia se hace manifiesta y emerge un modo de explicación que excluye la dimensión personal.

Además de las muertes de los testigos vivenciales, se unen otros aspectos fundamentales como la aparición de nuevos enfoques teóricos y metodológicos que transforman las interpretaciones del suceso. El acontecimiento ubicado en un espacio temporal definido, también experimenta una modificación de su interpretación debido a la evolución crítica del marco de ideas con el que se le estudia. De ahí que el evento histórico sea una realidad dinámica, a pesar de ser un suceso ontológicamente desaparecido. Pues sigue presente, vivo, por sus secuelas y en las interpretaciones que suscita.

El proceso de violencia política que el Perú vivió, sobre todo entre 1980 y 1992, es un evento que debería o podría ser situado dentro de escalas temporales mayores, las cuales –probablemente- no hemos podido establecer porque no hemos podido construir el marco de ideas y conceptos que nos permitan situar el proceso de 1980-1992 al interior de un devenir mucho más amplio, junto a grandes transformaciones de orden social, cultural y económica. Recordemos que para Koselleck (2012) los conceptos -con los que organizamos la experiencia temporal- tienden a ampliar o modificar su marco de comprensión. Por lo tanto, al momento de replantearnos el estudio de un determinado proceso, es importante no perder de vista el devenir conceptual.

En ese sentido, una tarea para los historiadores sería ubicar el conflicto armado de la década de los ochenta del siglo XX, como parte de un proceso integral que involucre otras tramas históricas. ¿Por qué? Porque, de este modo, tendríamos mayores elementos para comprender, en su realidad profunda, lo ocurrido en la segunda mitad del siglo XX. Seguir segmentando el evento “1980-1992” sin establecer sus aristas comunicantes, nos condena a una lectura superficial, reducida a los aspectos de la circunstancia política, militar y antropológica (en su dimensión sincrónica).  Esta partición histórica, desencadenada de los eventos anteriores, posteriores o simultáneos, hace que un grupo de peruanos juzgue, desde una visión “providencialista”, al gobierno peruano del 1990-2000 como “positivo”. Desconociendo, por ejemplo, que el plan de estabilización económica (1990-1994), fue un propósito concertado desde el norte de nuestro continente (Consenso de Washington) y además se ejecutó, con celeridad, en casi todos los países de América Latina, en el contexto del fin de la “Guerra Fría”.

La segmentación temporal de la “década de la violencia”, nos lleva (aquí el peligro más relevante) a tener una lectura superficial de llamado “proceso de pacificación” (1991-1993). En efecto, carecer de una idea de devenir histórico articulado, hizo creer a muchos que las medidas contrainsurgentes fueron tomadas sin una experiencia previa de ensayo y error; Ese aprendizaje crítico en estrategias contrasubversivas se desarrolló en los últimos años de la década de los ochenta. Pero parte de la mitología “providencialista” fue hacernos creer que recién en 1990 ó 1991 se tomó la decisión de terminar con Sendero Luminoso y el MRTA y se “inventaron” las estrategias para acabar con la subversión. Sin embargo, si queremos tener una lectura panorámica del proceso, podemos concluir que desde el momento que Sendero Luminoso no logró mayores adeptos (más allá de algunas cuantas centenas de guerrilleros), estaba políticamente derrotado. Es decir, a mediados de la década de la violencia, los grupos sediciosos ya se encontraron vencidos en términos ideológicos, pues no lograban empatizar con la aspiración de progreso material de una parte importante de peruanos. Es imposible plantear de forma imperativa un sistema de colectivización forzada, cuando un gran segmento de la población quería acceder a la propiedad y a diversos bienes de la modernización del capitalismo tardío.

Tener una visión integral de los procesos históricos, tomando en cuenta las dimensiones temporales reales, es la que permitió que varios de los estudiosos del “conflicto interno”, platearan que las motivaciones de Sendero Luminoso presente varios orígenes simultáneos. Un origen cultural, un devenir histórico político e ideológico y condiciones estructurales sociales y económicas. Así, el 18 de mayo de 1980, día que empezó la insurgencia senderista, no fue sólo el principio. Fue también el final de un largo proceso de gestación.

Por eso, varias décadas después del “inicio” de las acciones de Sendero Luminoso, sería interesante que las ciencias sociales empiecen a replantear sus supuestos teóricos y sus conceptos de interpretación para comprender el “conflicto interno”, incluyendo el contexto en el que se elaboró el informe de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación, que, como sabemos, fue presentado hace casi dos décadas. En el bienio 2001-2003, años en el que se elaboró el documento de la CVR, muchos de los implicados en el proceso del “conflicto interno”, aún estaban vivos o en actividad laboral e institucional. Hoy, en el 2020, en el inicio de una nueva década, muchos de los que sufrieron o asistieron a dicho proceso ya no se encuentran entre nosotros o ya no tienen una participación activa en la vida pública.

Por estas razones y otras, es evidente que los que nacieron en el nuevo milenio o después del documento final de la CVR, desarrollen otra relación con el “conflicto interno”, porque las distancias con nuestra “guerra civil” ya han empezado a ampliarse de forma sostenida.  Los criterios de valoración y de juicio tenderán a una obvia modificación, porque la recepción del proceso político y social de 1980-1992, esta mediada por el contexto de los receptores de nuestra década y también por la conformación social y cultural de los peruanos de nuestros días.

Así, el evento “1980- 1992”, viaja en el tiempo y es percibido por el “2020”, con las características de los destinatarios del 2020. Esta situación de distanciamiento, no es sólo temporal. También es afectiva, porque es evidente que los nuevos “lectores” de los procesos históricos carecen de la sensibilidad para entender cómo lo vivieron sus padres o abuelos. Esta situación de real alejamiento no es negativa ni positiva. Se da más allá del deseo de unos u otros. De ahí que sea fundamental una “educación histórica” que verse sobre la lectura de hechos distantes. Pero no desde una perspectiva catequética y aleccionadora de la historia, que nos lleve a un superficial maniqueísmo. Sino, de pronto, a una interpretación crítica del proceso, que una al “conflicto interno” en una trama comprensiva de diversos procesos anteriores y posteriores. Una “educación histórica” que convierta a esos eventos en objeto de reflexión, de problematización contextualizada y conceptualizada.

Si queremos comprender desde otros horizontes el proceso 1980-1992, será fundamental elaborar nuevos criterios de interpretación. Elaborar una nueva “teoría” del conflicto interno puede ser la gran una oportunidad que nos ofrece la “distancia de la guerra”. A veces ese distanciamiento vital y afectivo con los procesos del pasado (más aún si son dolorosos) puede derivar en controversias muy intensas (como las de Nolte con Habermas[1]). Pero de eso trata la “educación histórica”. Asumir que no hay una verdadera interpretación de los procesos, que los eventos del pasado son dinámicos a la luz de las teorías con el que los examinamos y que se buscamos conclusiones ético políticas de la historia, es imperativo reconocer las limitaciones de nuestros marcos comprensión histórica y los juicios que se deducen de los mismos.


Bibliografía

[1] A este respecto es interesante indagar acerca de la “disputa entre los historiadores” que se llevó a cabo en los años 1986 y 1987, sobre cómo abordar crítica e historiográficamente los años del nazismo en Alemania.

[2] Koselleck, R. (2012) Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social. Madrid: Trotta

[3] Mann, T., Nolte, E. y Habermas, J. (2014) Hermano Hitler. El debate de los historiadores. Barcelona: Herder.

[4] Nolte, E, (1996). La guerra civil europea 1917 – 1945: nacionalsocialismo y bolchevismo. México: 1996.

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