Gonzalo Gamio Gehri[1]
1.- Obsesiones pedagógicas. Entre el formalismo y la insustancialidad.
De un tiempo a esta parte, un cierto número de pedagogos y autoridades educativas se han empeñado en hacernos creer que el meollo de la enseñanza consiste en diseñar programas de curso y rellenar formatos sobre estrategias metodológicas y recursos tecnológicos empleados en el aula. El contendido de las clases apenas importa. Coloque usted las competencias y capacidades que el estudiante deberá alcazar al final del semestre, y no olvide poner los verbos correspondientes en indicativo o en infinitivo. Corrija este cuadro, señale con un asterisco las tareas que serán calificadas, etc. Este es el aire que se respira en las escuelas peruanas, así como en algunas universidades jóvenes que fueron creadas -ya sea voluntariamente o no- bajo la órbita del cuestionable decreto legislativo 882, aquella funesta norma fujimorista que permitió fundar universidades privadas con fines de lucro. En tales centros el profesor se ve abrumado por la demanda de estos requerimientos puramente formales, en desmedro de la materia misma de la enseñanza. El dominio de las ciencias y la excelencia académica del maestro se han convertido en asuntos de segundo orden.
El docente se siente acosado por esta obsesión por estos insustanciales requisitos metodológicos. Como resulta obvio, mi intención no es sugerir que prescindamos de los sílabos o de otras herramientas metodológicas, sino señalar una tendencia preocupante, la de soslayar sistemáticamente los contenidos en beneficio de las meras formas. Numerosos pedagogos -que han visto reducida su disciplina a una especie de propedéutica-, parecen sentir algún secreto goce al exigir de los académicos el cumplimiento de estos procedimientos que, a su juicio, sirven para transmitir cualquier conocimiento posible, incluyendo la geometría, la poesía, la construcción de violines, la gimnasia, la física o la metafísica. Que la naturaleza de la cosa misma determina el método parece ser una presuposición arcaica concebida por pensadores griegos de otros siglos. Ahora el maestro no edifica saber alguno, solo “facilita” el acceso a la información o el planteamiento del problema. Este constructivismo light ha provocado verdaderos estragos en el curriculum escolar. Por ejemplo, los cursos de historia han desaparecido de la educación secundaria; se los ha sustituido por la asignatura de “estudios sociales”, en los que se combinan las materias de historia y de geografía, sin ningún orden sistemático ni profundización en los temas de investigación. El resultado es el debilitamiento de saberes esenciales para el ejercicio de la vida cívica, la recuperación pública de la memoria. así como un pobre desarrollo del pensamiento crítico. Lo mismo sucede con la literatura y con otras materias que podrían ofrecer herramientas útiles para el discernimiento sobre el sentido de la vida. No se trata solamente de que los estudiantes escolares estén alejados de los grandes libros; los profesores también lo están. Esta crisis de la educación lamentablemente acompaña el acelerado envilecimiento que sufre la sociedad peruana y que erosiona dolorosamente sus instituciones.
2.- La educación y la búsqueda de resonancia.
Esta deplorable situación evidencia la necesidad de reformular desde sus raíces la tarea educativa en una clave ineludiblemente interdisciplinaria. Por supuesto, la crisis de la educación responde a diversas causas asociadas a la injusticia estructural, y no solo a consideraciones programáticas, pero no debemos ignorar los factores de carácter cultural e intelectual que han abonado el terreno de esta crisis. Como profesor de filosofía, quisiera ocuparme aquí de las cuestiones ético-espirituales asociadas al proyecto educativo. El indiscutible debilitamiento de la tarea pedagógica en nuestro país debería llevarnos a pensar qué nos proponemos lograr a través de la práctica educativa.
Enfectivamente, este desmesurado énfasis en las consideraciones puramente metodológicas y en el llenado de formatos invisibiliza una cuestión fundamental ¿Qué buscamos producir cuando dictamos una clase? (e incluso ¿Qué significa educar?). Estas preguntas ya nos sitúan en una posición antagónica respecto del “constructivismo criollo”, en la medida en que este promueve entender al docente como un mero “facilitador” (del “debate”, de la “investigación” o del “recojo de información”) y no como el autor de una “clase magistral”; a juicio de nuestros “constructivistas”, la “clase magistral” no sería otra cosa que una práctica trasnochada y supuestamente paternalista. No pocos especialistas lamentan que, en la actualidad, muchos maestros escolares (y algunos profesores universitarios) no estén entrenados para impartir una lección magistral. Resulta desalentador, si tomamos en cuenta que muchos de los recuerdos entrañables de nuestros años de estudiantes en la escuela y en la Facultad se los debemos a las magníficas clases de académicos rigurosos que suscitaban en nosotros el entusiasmo por investigar y por discutir ideas y argumentos. Muchos de nosotros descubrimos nuestro camino de vida a través del contacto con la vocación de estos grandes maestros.
Voy a eludir en esta ocasión la polémica sobre las clases magistrales y a mantener mi atención en las cuestiones de fondo que acabo de plantear. Mi tesis consiste en señalar que la finalidad de educar -tanto en la escuela como en los espacios de formación superior- es producir una experiencia fundamental, que Charles Taylor y Hartmut Rosa describen como “resonancia”, el encuentro responsivo entre nosotros y otras personas, así como entre nosotros y las cosas. Nos planteamos preguntas sobre la realidad que nos circunda o sobre un aspecto de ella, de tal manera que nuestras interrogantes y reflexiones puedan re-velar sentidos (no tan evidentes) de nuestro objeto. En ese sentido, podemos sostener metafóricamente que “las cosas” (es decir, los asuntos de la vida) “nos responden”. Y de hecho, las personas que son nuestros interlocutores responden a nuestras interpelaciones. En ese diálogo des-cubrimos nuevas formas de expresión para que la realidad se manifieste ante nosotros de un modo genuino y concreto[2].
El sujeto busca las palabras precisas que pongan de manifiesto el sentido del fenómeno que experimentamos o estudiamos, de modo que pueda revelarse su poder simbólico y expresivo. Se constituye aquí un acto de descripción e interpretación de la realidad que entraña en sí mismo un proceso de creación. Ello evoca ciertamente la producción estética del artista romántico, aquel se esfuerza por articular un nuevo lenguaje que muestre las cosas bajo una nueva luz. Las imágenes y metáforas que invoca el creador develan aspectos de lo real que antes permanecían ocultos y reposaban en el misterio. Caspar David Friedrich -un notable pintor prusiano de inicios del siglo XIX- expresa esta idea con singular agudeza al reflexionar sobre la espiritualidad implícita en el trabajo pictórico: “la tarea del paisajista no es la fiel representación del aire, el agua, los peñascos y los árboles, sino que es su alma, su sentimiento, lo que ha de reflejarse. Descubrir el espíritu de la naturaleza y penetrarlo, acogerlo y transmitirlo con todo el corazón y el ánimo entregados, es tarea de la obra de arte”[3]. El talante expresivo de la corriente romántica ha influido decisivamente en el modo como hoy nos acercamos a los fenómenos.
El educador es un interlocutor que se propone propiciar -mediante la formulación de preguntas, reflexiones y argumentos- la ocurrencia de la resonancia en la interacción con el estudiante. Este rol no se condice con la escuálida condición de “facilitador” del procedimiento de “acceso a la información” a la que alude el “constructivismo criollo”. El docente es a la vez coprotagonista y testigo de este complejo proceso dialógico que es la resonancia. A través de esta experiencia, van configurándose en el educando las capacidades de creación de sentido, interpelación y examen crítico, disposiciones y hábitos esenciales para realizar las actividades propias del profesional, el investigador y el ciudadano; se trata asimismo de capacidades fundamentales para llevar una vida humana plena, la eu zên de los antiguos atenienses, así como la idea de “sentido de la vida” de nuestros contemporáneos.
La vivencia de la resonancia propicia la configuración de la metánoia, la transformación del modo de pensar y de sentir. Esta experiencia en la que las cosas y las personas nos responden -detonando el proceso de interlocución- produce una conmoción en el pensamiento y en la sensibilidad de los agentes[4]. La interpretación o el conocimiento son fenómenos que hacen posible que nuestra mente se vea empujada más allá de las manifestaciones cotidianas del “sentido común” y se desarrollen nuevas concepciones y actitudes respecto de lo real. El sentido crítico nace de este movimiento reflexivo. Si la práctica educativa no genera en los jóvenes la resonancia y el proceso de metánoia, fracasa estrepitosamente en su propósito de formar a seres humanos que cultiven la autonomía y aspiren a la justicia.
Pensemos un momento en el hermoso e inspirador poema Ítaca de Cavafis. Evoca la experiencia de un viaje; acaso explora la metáfora de la vida como un viaje. El poeta reflexional sobre el retorno a la patria o al hogar -el nóstos que impulsa las peripecias de Odiseo- como un camino cuyo valor reside en el hecho de ser transitado, más allá del juicio que pueda hacerse sobre su desenlace. Lo importante es el camino y no tanto el destino. En eso Cavafis se aparta un tanto de la Odisea.
“Debes rogar que el viaje sea largo, que sean muchos los días de verano; que te vean arribar con gozo, alegremente, a puertos que tú antes ignorabas. Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia, y comprar unas bellas mercancías: madreperlas, coral, ébano, y ámbar, y perfumes placenteros de mil clases. Acude a muchas ciudades del Egipto para aprender, y aprender de quienes saben”.
El poeta se encarga de transmitir ese mensaje con absoluta claridad.
“Mas no hagas con prisas tu camino; mejor será que dure muchos años, y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla, rico de cuanto habrás ganado en el camino”.
Esta aguda reflexión del autor debe llevarnos a establecer un matiz relevante para entender cabalmente el poema. Se trata de comprender el destino como parte del proceso, y no como lo que asigna validez al viaje. Esta articulación de sentido es a menudo contraintuitiva, particularmente en un escenario social como el actual, marcado por la influencia del sistema productivo que impone por doquier la “evaluación por resultados”, y que desestima, desafortunadamente, los procesos y la racionalidad que los constituye. Interpretar el resultado “en unión con su devenir”[5] implica honrar las acciones humanas como elementos de la trama que le otorga inteligibilidad a una vida en su totalidad. El retorno a Ítaca tiene sentido en la medida en que ha hecho possible la aventura del héroe.
“Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia, sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas”.
El examen de la metáfora del viaje puede propiciar en el lector una aproximación más rigurosa al dinamismo de la vida, así como a valorar con similar énfasis el proceso y el desenlace de la existencia. El abordaje de Ítaca apunta a considerar el aprendizaje como una manifestación esencial del viaje. Estas determinaciones re-velan sentidos en los que que el lector no había reparado. El lector podrá incluso establecer conexiones significativas entre el poema y el Ulises de Joyce, la Divina Comedia de Dante y, por supuesto, las obras de Homero. El contacto con estos textos le llevará a construir formas más amplias de conciencia en torno a la estructura de la experiencia. La vivencia de la resonancia conduce entonces a enfrentar la metánoia.
3.- La forja del juicio y las potencialidades humanas.
Resulta claro que la configuración de resonancia y de metánoia no constituye una prioridad para la educación peruana. Solo contados profesores escolares y universitarios han hecho de las aulas foros de diálogo e intercambio de saberes. Las autoridades de la mayoría de estos centros han dispuesto que una parte significativa del tiempo de los responsables del proceso de enseñanza estén dedicados a la elaboración de programas metodológicos y el llenado de formatos. En la escuela las clases transcurren a menudo entre “dinámicas”, eventuales “trabajos en grupo” y otras estrategias de transmisión de información. Una pedagogía carente de alma impera entre nosotros.
Se dirá que no estoy manejando una vision “realista” sobre la educación en el Perú, que he caído en una interpretación en exceso “romántica” de lo que significa producir y compartir el conocimiento y cultivar la discusión crítica. Se observará que he visualizado demasiadas veces La Sociedad de los poetas muertos o Descubriendo a Forrester. No obstante, estoy convencido que esa preocupación – sí, romántica- por re-velar el fondo de las cosas a través de la experiencia de la comunicación pone de manifiesto algo esencial en la experiencia de enseñar y aprender. La búsqueda de de resonancia y de metanoia forja en nosotros las cualidades del juicio y del carácter que nos convierten en ciudadanos, en académicos y profesionales que puedan contribuir al desarrollo humano y a la acción de la justicia en la sociedad.
Necesitamos reconducir la aventura de educar más allá de las cuestiones meramente metodológicas. Enseñar y aprender no se reduce exclusivamente a cómo se transmite un mensaje o se difunde un fragmento de información. Esclarecer la naturaleza del mensaje y discerner su conexión con nosotros constituyen dimensiones esenciales de la dinámica propia de la formación intelectual y espiritual del alumno. Asimismo, debemos admitir que el proceso educativo es un tema eminentemente interdisciplinario, que no debe quedar exclusivamente en manos de los pedagogos y de los planificadores de políticas educativas. Los exponentes de las diversas ciencias y artes tienen algo importante que decir sobre el problema de la educación.
Permítanme contar una anécdota perdonal. Hace algunos años fui invitado a una importante institución del Estado peruano dedicada a promover la educación con el propósito de presentar las ideas centrales de mi libro La construcción de la ciudadanía. La conferencia estaba dirigida a autoridades educativas que tenían bajo su responsabilidad la capacitación de los docentes escolares en distintos lugares del país. Las cuestiones que se abordaban en la exposición giraban alrededor de qué capacidades para la vida cívica propiciaba una pedagogía ética. El público coincidía en la crítica de las “clases magistrales” y manifestaba su aprobación frente a resultados cotidianos de la educación cívica, como adoptar ciertos pequeños hábitos de carácter cooperative en las aulas. Yo alegaba que aquellos hábitos eran necesarios, pero que debíamos pensar los asuntos ético-políticos de la educación con una mayor profundidad. Les recordé que recientemente Mario Vargas Llosa había ingresado a la Academia Francesa, y que entonces contaba con ochenta y seis años. Añadí que Gustavo Gutiérrez había cumplido noventa y cuatros años. Pregunté entonces si los presentes habían meditado seriamente si nuestro sistema educativo había orientado sus acciones a asegurar que el lugar que estos grandes intelectuales ocupan en nuestra sociedad pudiese algún día ser ocupado por académicos relevantes de una nueva generación. Si existe realmente una preucupación genuina por la renovación de los cultores del saber en el Perú. Me respondió el silencio y la estupefacción de todos los asistentes ¡Ni siquiera habían pensado en este tema crucial!
Esta anécdota revela la estrechez de miras de buena parte de nuestras autoridades educativas. Ellos no perciben que uno de los propósitos de la tarea pedagógica es alentar a que los estudiantes aspiren a llevar vidas extraordinarias. Por ello resulta esencial poner énfasis en la generación de la resonancia y la metánoia. Necesitamos reconducir el sistema educativo en el Perú hacia las consideraciones sobre el saber, las excelencias y la profundidad de la vida. La desmedida dedicación a las cuestiones meramente procedimentales de la enseñanza simplemente distrae a los educadores de los objetivos más significativos del proceso pedagógico.
La educación que se imparte en las escuelas y en las universidades se propone formar a los estudiantes como futuros académicos, profesionales y ciudadanos que introduzcan mejoras en el funcionamiento de los escenarios sociales en los que actúen. Se trata de fortalecer las numerosas potencialidades de las personas, esclareciendo asimismo las conexiones que estas guardan con la búsqueda de la verdad, el bien y la belleza, los antiguos conceptos “trascendentales” de la filosofía griega. En tiempos en los que la eficacia y la productividad se han convertido en las solitarias excelencias del individuo, no debemos olvidar estas coordenadas vitales que podrían restablecer nuestros vínculos con otros seres humanos y con el entorno social. No podemos renunciar a aquellas valoraciones y categorías que nos inspiran y guían. Sin la remisión a aquellos fines superiores, difícilmente nuestras vidas podrían tornarse extraordinarias.
[1] Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
[2] Revísese Rosa, Hartmut Lo indisponible Barcelona, Herder 2021 p.59.
[3] Friedrich, Caspar David, «La voz interior», en: Novalis-Schiller, Fragmentos para una teoría romántica del arte Madrid, Tecnos 1987, p. 53.
[4]Véase Gamio Gehri, Gonzalo “Actividad filosófica. Notas fenomenológicas” https://polemos.pe/actividad-filosofica-notas-fenomenologicas-2/.
[5] Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu México, FCE 1987 p. 8.