Por Orlando Vignolo cueva
Doctor en Derecho por la Universidad de Zaragoza (España). Abogado por la Universidad de Piura (Perú). Profesor de Derecho administrativo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura. Socio del Estudio Vignolo y Reyes Arrese (VRA Abogados). Vocal del Tribunal del INDECOPI (Sala de eliminación de barreras burocráticas). Director del Anuario de la Función Pública. Email: orlando.vignolo@udep.pe
No definir en Derecho es el camino seguro a la injusticia. No saber expresar claramente con una noción sintética lo que corresponde a cada instituto, dejando de mostrar los contornos y contenido de su específica naturaleza, es el medio perfecto para atribuir consecuencias o efectos jurídicos errados e inadmisibles en supuestos concretos. No plantear un concepto por cada figura que las fuentes del Derecho presentan ante los ojos del operador, es el refugio para la ignorancia, el pragmatismo (que todo lo carcome) y las meras etiquetas nominales (como simples categorías vaciadas de fondo[2]).
Por eso ante la gravedad del fenómeno que nos acompaña en tiempos actuales, cabe siempre plantear una definición para preguntarse -a continuación- por el sentido seguido, principalmente para asegurar los términos exactos de sus alcances objetivo y subjetivo. Y como no, poder luego mostrar una mínima tipología que pueda ser extraíble desde la simpleza condensada por la primera. Si se sigue esta ruta quizás se pueda plantear un nombre que resuma y exprese el contenido. Por tanto, desde el Derecho, primero se conceptualiza y luego se coloca una nomenclatura que se manifieste mejor frente a los terceros. En suma, y ahora si en relación al título escogido, existen institutos fundamentales que necesitan encontrar el espacio correcto y el estímulo de la precisión desde la fuerza de la dogmática, que disipen la oscuridad y el mote de “cajón de sastre”. Algo así como la dura superación de los temores hecha por San Pedro, que luego le permitió aceptar la defensa de su fe en la vía Apia.
Todo lo antes afirmado puede predicarse fácilmente de la mal llamada responsabilidad administrativa de los empleados públicos[3], en tanto, variante singular y publificada de la teoría general de la responsabilidad; figura transversal que recorre todo el Derecho para ser aplicada en distintas relaciones jurídicas, asumiendo siempre caminos de especialidad a partir de las especificaciones hechas por el Legislador. Así, es evidente que en las relaciones jurídico-administrativas[4] en las que invariablemente participan empleados públicos se hace necesario el surgimiento de particularidades de este instituto adaptado a la peculiar esfera jurídica de este agente físico. Esto, porque el empleado público actúa siempre a partir de la cobertura de su empleador (la organización administrativa), y se convierte a continuación en destinatario de un montón de privilegios, necesarias garantías, ejecutor físico y jurídico de potestades administrativas, y finalmente es comprometido en la realización de tareas públicas (actividades materiales en general). En suma, existen antecedentes y justificaciones específicas para poder definir de manera separada a la responsabilidad funcionarial o de los empleados públicos, más si todavía -en estos tiempos que corren- se hace indispensable “la revitalización de las técnicas de control interno”[5] (que incluiría a la actual forma sobredimensionada y muy desencajada de la responsabilidad disciplinaria).
Ahora bien, la responsabilidad en cuestión debe ser entendida como el instituto receptáculo que permite aplicar consecuencias diversas a las actuaciones heterogéneas practicadas por un empleado público, principalmente desde aspectos no punitivos hasta la propia imposición de elementos punitivos (en este supuesto siempre a partir de una perspectiva de última ratio), pasando en medio por situaciones de mera gestión que deberán ser afrontadas por el responsable (como la corrección de errores materiales o numéricos, o el impulso de procedimientos con defectos no esenciales), y descendiendo hasta las sinuosas consecuencias de la responsabilidad civil del agente público (que tiene mucho de mitología y deberá ser examinada sin perder de vista la responsabilidad patrimonial de la Administración pública). En todas siempre se abre un espacio para el sub-régimen y el uso de unas fuentes especiales que necesitan ser aplicadas de manera particular,
Por tanto, la responsabilidad funcionarial o “administrativo” siempre surge a partir de la existencia de un vínculo orgánico, previo, justificable y jurídico de función pública (contrato, acto de nombramiento, de designación, mezclas o híbridos de los anteriores), que permita dar espacio a deberes coercibles del personal administrativo[6]. En cualquier caso, es claro que es absolutamente personal, sea el factor de atribución que se utilice en el caso concreto, no importando la posición jerárquica o subordinada que tenga el sujeto (cambiarán las modalidades y deberes, pero siempre en cabeza de alguien), ni tampoco la aplicación de esquemas de movilidad o rotación, entre otras situaciones activas o pasivas del empleado público. Por ende, alguien será responsable de manera directa e inmediata por el contenido obligacional que fundamenta su relación, a partir la identificación y verificación del cumplimiento casuístico de los correspondientes deberes, cuyas afectaciones, disfuncionalidades o completas omisiones “apareja la disminución de los derechos que se reconocen dentro de una relación laboral pública”[7].
En consecuencia, la responsabilidad funcionarial y el deber son dos figuras íntimamente ligadas, imposibles de separar, casi un binomio perfecto que permite establecer una unidad de medida esencial de la función pública. Casi un sello distintivo que la singulariza, dada la naturaleza jurídica tan peculiar del deber del empleado público (que encubre la protección del interés público, impone garantías y límites para el ejercicio del poder y, por sobre todo, protege bienes jurídicos esenciales), y las múltiples posibilidades o manifestaciones que acarrea la responsabilidad.
Por eso, a desmedro de lo que plantean muchos órganos disciplinarios del país, la Corte Suprema Penal de la República, la propia Contraloría General de la República y algún sector de la doctrina nacional, posiciones todas que desconocen los elementos de la definición antes planteada, y que peor niegan la necesidad de especificar este principio (al menos para darle un nombre correcto), la responsabilidad funcionarial sólo es exclusivamente aplicable a los funcionarios o empleados públicos de derecho, con vínculo jurídico demostrable con la organización administrativa, no existiendo posibilidad alguna de que los empleados de hecho (principalmente los locadores de servicios unidos desde la informalidad y la aplicación irregular de la contratación civil) puedan ser destinarios de alguna manifestación reactiva de los regímenes de responsabilidad funcionarial (simplemente porque los deberes de empleo público no aparecerían en el caso concreto).
De saque ya la definición del instituto muestra el primer peldaño subjetivo y de limpieza dogmática, la responsabilidad real es la del empleado público en serio, capaz de ser un sujeto de unos regímenes (con destinatarios de números cerrados y que no se expande por la voluntad caprichosa de un supuesto disciplinario o penal). En puridad estamos ante un sistema de ordenación al vínculo de empleo público, que puede ser ocupado por una persona en concreto (la cual deberá adaptar su comportamiento, sin perder su dignidad y derechos constitucionales, en aras de la función pública vicarial y servidora del interés público).
Hasta ahora sólo he empezado a definir y ya tengo las tres primeras conclusiones acerca del concepto: la responsabilidad es multifacética pero con un concepto base (o ancla). En adición, está unida al deber para ser definida y, por último, sólo es destinada para unos sujetos muy puntuales (los empleados públicos, ni uno más ni uno menos). Sin perjuicio de esto, se habrá notado que la descontaminación de la categoría de la responsabilidad pasa por quitarle los excesivos datos funcionales que prima en las tesis contrarias y concentrar más esfuerzos en darle la importancia debida al vínculo de función pública (el dato orgánico). En suma, la definición tendrá que ser equilibradamente híbrida (entre lo organicista demostrada en un vínculo especial y lo funcional probado en el cumplimiento efectivo de deberes también distintos).
REFERENCIAS
[2] Cada vez me convenzo más que nuestro Derecho se admite y fomenta una especie de “nominalismo” de las categorías jurídicas. En tanto, los institutos reconocidos en las fuentes principalmente normativas, y en menor medida jurisprudenciales, se predican mediante nombres sin un contenido conceptual pre-establecido, con un todavía acrítico y poco profundo trabajo de nuestra doctrina, produciendo en la realidad una “sustitución del ser de lo real por sus nombres”. Esta base errada lleva a muchos a pensar en una suposición de las categorías que tiene un carácter de sello distintivo, reviviendo así en el siglo presente y casi sin saberlo, a la viejísima tesis de Ockham. Claro, toda esta formulación se enmarca en la tendencia (alentada por muchos, incluso desde la educación universitaria) de tratar de hacer “buena” práctica sin tener antes buena teoría. Sobre las referencias usadas del nominalismo del siglo XIII puede revisarse a Domínguez Ruiz, Fernando y Sellés, Juan Fernando; Nominalismo, voluntarismo y contingentismo: la crítica de L. Polo a las nociones centrales de Ockham, en Studia Poliana, Nº. 9, 2007, pp. 155-190.
[3] Uso la nomenclatura empleados públicos porque es una forma más certera para denominar al conjunto heterogéneo de personas que de manera subordinada, por cuenta ajena, con un vínculo formal y orgánico, bajo distintos regímenes y mediante la práctica de un oficio o profesión, laboran permanente o temporalmente para las organizaciones administrativas. Esta categorización intenta mostrar -de modo unitario- lo que se conoce en los países occidentales como la función pública en sentido subjetivo. Ver Sánchez Morón, Miguel; Derecho de la función pública, Madrid, 2013, p. 18.
[4] Existen tres tipos de relaciones jurídico-administrativas (con los administrados, intersubjetivos y las reflexivas o de vía interna) en todas ellas siempre participan los funcionarios o empleados públicos, siendo protagonistas recurrentes y visibles detrás de sus correspondientes órganos administrativos en los cuales laboran o sirven de manera frecuente. Por eso, es correcto entender la doble perspectiva de la relación funcionarial o de empleo público que se refleja con el conjunto de la organización administrativa empleadora (y en algún momento -cuando se implemente por completo el servicio civil- con la entelequia del “Estado empleador”), y de manera más específica e interna mediante una “relación orgánica que permite establecer la posición que el dependiente ocupa y explicar el alcance y consecuencias del ejercicio de las competencias que ejerce”. Ver Rincón Córdoba, Jorge Iván; La teoría de la organización administrativa en Colombia, Bogotá, Universidad del Externado, 2018, p. 102
[5] Parada Vásquez, Ramón y Fuentetaja, Jesús; Derecho de la función pública, Cívítas-Thomson, Madrid, 2017, p. 467.
[6] Cfr. Vignocchi, Gustavo; “La responsabilidad civil, administrativa y penal de los funcionarios del Estado”, en Documentación Administrativa, número 119, 1967, p. 11.
[7] Rincón Córdoba, Jorge Iván; La potestad disciplinaria en el Derecho administrativo, Buenos Aires, IJ Editores-Universidad de Piura, 2018, p. 105.