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La responsabilidad civil médica en tiempos de pandemia

por PÓLEMOS
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Marcelo López Mesa

Abogado especialista en Derecho Civil , Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales y Académico correspondiente en Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires.


 

  1. El Covid-19 entre nosotros

El COVID-19 ha desestabilizado la psique de muchos y ello ha influido sobre las decisiones del gobierno y esto, a su vez, ha modificado por entero la vida cotidiana a que estábamos acostumbrados, limitando la libertad deambulatoria y de reunión de las personas. Y ello, principalmente, porque esta enfermedad es percibida como una suerte de “mancha venenosa”, que puede ser contagiada por cualquiera, en cualquier situación, en todo sitio y momento.  

 El pánico de evitar el contagio y el temor de morir es el sino de estos tiempos, pero antes o después, vendrán otros momentos, en los que mucha gente no se resignará con atribuir los desenlaces luctuosos a la voluntad de Dios o al Destino y buscará responsables tangibles para ellos. Es inevitable: los individuos, por lo general, quieren cerrar el círculo y no dejar causalidades en el limbo.

 Y cuando ello pase se apreciará prontamente que la apreciación de la conducta de los médicos y profesionales de la salud, en especial por conductas culposas o negligentes, deberá hacerse sobre la base de textos legales no específicos, que continúan rigiendo impávidos, como si no hubiese una pandemia. Ello, dado que los legisladores de nuestros países han estado ocupados en otros menesteres más urgentes, pero menos importantes, y no han dotado a nuestros países de un cuerpo normativo que regule acertadamente las consecuencias de la pandemia y diversas vicisitudes ocasionadas por ella. 

El caso es que ahora, ante la irrupción de una pandemia que tiene una tasa de propagación atroz, desmesurada y no vista antes por quienes viven en esta época, la insuficiencia de las normas de apreciación de la conducta en el nuevo Código Civil y Comercial argentino –y en los Códigos del siglo XIX, que rigen en países de la región- se hace sentir con inusual fortaleza.

De tal modo, el operador jurídico que tenga que apreciar conductas luego de la emergencia sanitaria, tendrá que agudizar mucho su percepción para aplicar un régimen precario, simplificado al punto de faltarle normas vitales, para encauzar causalidades complejas y conductas que pueden presentar mil aristas, al juicio del juez.

 De ahí la importancia de analizar estas problemáticas, de modo de extraer de él las mejores soluciones del escueto e insuficiente derecho que nos rige.

  1. La conducta médica y el Covid-19   

 La actuación de los médicos es encuadrable bajo parámetros subjetivos de atribución de responsabilidad que, en esencia, implican la formulación de un juicio de reproche al responsable; tal juicio consiste en enrostrarle que ha hecho algo distinto, de diferente intención a lo que el ordenamiento jurídico le ordenaba. Tales factores de atribución son el dolo y la culpa. 

 El grado de intencionalidad mostrado por el agente en la producción del daño puede ser de diversa intensidad; dicha volición puede ir desde la búsqueda deliberada y consciente del resultado dañoso –dolo directo o de primer grado– al actuar negligente o desatento –culpa–, que omite tomar las diligencias que habrían podido evitar el daño, pasando por el desprecio ante los posibles perjuicios a causar –dolo de segundo grado– y la culpa con representación, figuras intermedias que omitiremos analizar aquí, dado lo escueto del espacio de que disponemos.

 Los factores subjetivos de atribución guardan entre sí una ordenación por grados. En todos los factores de índole subjetiva existe voluntariedad, pero ellos se diferencian en que, en la culpa, la intencionalidad no alcanza al resultado, esto es, la intención consiste en actuar de determinada manera, y el resultado sobreviene por negligencia o descuido; en el dolo, en todos los casos, el resultado dañoso es aceptado, al menos, como algo más que posible, cuando no directamente se busca producirlo.

Los factores subjetivos de atribución son fundamentales en materia de responsabilidad profesional. Por caso, la medicina y sus especialidades son proclives a la aplicación de estos factores, tanto como en principio son refractarias a la aplicación de factores objetivos, salvo el caso de las obligaciones de resultado o de la utilización de cosas viciosas en algún acto médico. Y a las clínicas y sanatorios les son aplicables los factores objetivos de atribución, que básicamente explicados, consisten en el riesgo creado, el vicio de la cosa y la obligación legal de garantía, mayormente una de sus especies, la obligación tácita de seguridad frente al paciente.  

 En cuanto a los profesionales de la salud, el primer problema es que el dolo ha sido descrito como con desgano en nuestros códigos, sin precisión alguna y sin actualizaciones; es una formulación del siglo XIX y la realidad es muy dinámica. 

El dolo delictual es el tipo extremo de culpabilidad que puede ponerse en juego en tiempos de pandemia en la actuación médica. Basta con que el médico elija darle prioridad a un paciente más joven frente a uno más anciano, que ya tenía asignado un respirador, para que el dolo pueda entrar en juego, si el ordenamiento respectivo no ha previsto este tipo de pautas de primacía, como ocurre en Argentina y otros países. Para la configuración del dolo son necesarios tres elementos:

  1. a) Un elemento cognoscitivo: la ejecución del acto “a sabiendas”. Este elemento es equiparable a la conciencia de la criminalidad del acto del derecho penal; es decir, es un elemento cognoscitivo o intelectivo, consistente en que el agente tenga conocimiento de la irregularidad jurídica del hecho que va a cometer. Basta con que el agente se percate de que ejecuta una acción prohibida, sin necesidad de precisiones técnicas o de encuadramientos precisos de él en un tipo penal.
  2. b) Un elemento volitivo: la “intención de dañar”. Para que un hecho sea doloso no basta con que su autor se lo haya representado como ilícito y lo haya conocido en sus características externas, sino que además el resultado debe ser “querido”, en el sentido de que la voluntad del sujeto debe estar dirigida a su realización. Si el agente se representa como posible el desenlace dañoso, pero cree poder evitarlo, confiando excesivamente en su pericia o suerte, no se configurará este elemento, sino tal vez una culpa con representación, que es una figura a medio camino entre la culpa y el dolo.

La intención de dañar que exige la norma para tener por configurado el dolo implica que el agente no sólo se ha representado las consecuencias que su acto puede aparejar, sino que ha querido ese acto, y ha querido además el resultado dañoso.

  1. c) Un elemento axiológico: la neutralidad valorativa o indiferencia ante el daño. Si no existiera intencionalidad dañosa, a tenor del artículo 1724 CCCN alcanza para la configuración del dolo delictual con la existencia comprobada de una manifiesta indiferencia por los intereses ajenos, ante el daño previsible y probable. También este requisito exige la ejecución del acto a sabiendas, pues no es predicable que exista indiferencia ante la ejecución de un acto sin comprender cabalmente sus consecuencias dañosas.

Estos elementos –ejecución del acto a sabiendas e intención dolosa o indiferencia manifiesta– se hallan enlazados en el artículo 1724 in fine CCCN, que exige que concurran al menos dos de los tres, para dar nacimiento a un hecho doloso.

El problema estriba en que no hay otras normas del Código Civil y Comercial que encuadren o reglen la apreciación de la conducta dolosa, brindando pautas de evaluación, con lo que sólo la descripción del tipo doloso ya vista deberá regir tan compleja faena. Esta tarea se complica dado que la captación de voluntades, intenciones y ánimos no es sencilla y requerirá del intérprete de una atención cercana a los hechos del caso y una agudeza poco corriente.

No faltará algún ocurrente que, al leer estas líneas, sostenga que es difícil que un médico u otro profesional de la salud, actúe dolosamente; es decir, buscando dañar a un paciente o, más probablemente, con indiferencia hacia los resultados que su accionar provoque. Se trata de una muestra de inocencia, de un criterio voluntarista, bienpensante, propio de personas que no han visto funcionar al poder real, ni han tomado decisiones difíciles, contentandose con la ética de las convicciones, en la clásica dicotomía creada por Max Weber. El inconveniente radica en que una epidemia de esta magnitud ya ha puesto a prueba esa ética y los criterios bondadosos en varios países.

Cuando la pandemia escala en el número de afectados y supera a las disponibilidades de medios (camas, respiradores, etc., con que cuenta el sistema de salud, público o privado) se aplica un protocolo de asignación prioritaria de esos medios escasos a determinadas personas. Hay algunas regiones de nuestros países que cuentan con cuarenta o cincuenta respiradores solamente, lo que implica que en algún momento de la segunda o tercera ola no es descabellado pensar que esa capacidad instalada puede verse sobrepasada, si la enfermedad se propaga como en otros países.

 Si la pandemia escalara entre nosotros, las palabras edulcoradas y políticamente correctas y la sobriedad declamada, darán paso a una práctica que ya se aplicó en España e Italia: crudamente explicado consiste en que una persona –médico o director de un establecimiento nosocomial–, elija a los pacientes cuya salud priorizar y, correlativamente a quiénes dejar a un costado del camino.

La práctica consiste en tomar la decisión de asignar una cama y un respirador –de los pocos existentes y el personal sanitario correspondiente- a determinada persona y no a otra y hacerlo siguiendo ciertas “pautas”, tales como edad (los adultos mayores de setenta son dejados para el último lugar de la lista, por ejemplo; los inmunodeprimidos a la par de ellos o cerca; quienes muestren un deterioro significativo de alguna función, también son ubicados al final de la lista; y entre los que están en condiciones favorecidas para acceder a todos los medios con que el sistema cuenta, se establecen también prioridades: los médicos y agentes del sistema de salud, las fuerzas del orden, etc., tienen preferencia, para que vuelvan a ocuparse de los demás. 

Ello siendo bien pensado; no faltará alguien que postulará que, de hecho, los políticos, los adinerados y los líderes de los poderes fácticos, serán ubicados primeros con o sin protocolo, como ya ocurrió con el tristemente célebre episodio de los “vacunatorios vip”, donde varios políticos, actores, altos jueces y amigos del Presidente, se vacunaron mucho antes de lo que les correspondía.

Llegado este punto, cabría seriamente considerar que sólo el Parlamento nacional está autorizado para dictar válidamente normas generales y que fijaran pautas para asignar, en un marco de extrema necesidad, medios escasos a personas que se encuentren en determinadas circunstancias, sin caer con ello en una injusta discriminación. Nos parece que está descartado en un país como el nuestro que si las sociedades médicas dictan este tipo de protocolos y sus pautas son seguidas por sus miembros, en asuntos tan extremos atinentes a elegir –al final del día – quién vive y quien muere, ellos puedan cobijarse en tales sugerencias para no ser perseguidos ya pasada la pandemia, civil y penalmente, por sus decisiones. 

Alguien podría decir que sociedades como la SIARTI italiana han dictado normas que establecen estándares o pautas para sus afiliados en casos tales. Pero las corporaciones y sociedades profesionales tienen una historia milenaria en algunos casos en Europa y su incidencia profesional y social y trayectoria es incomparable con las nuestras. Creemos que tales pautas deontológicas médicas son útiles para establecer el nivel de diligencia exigible y el estándar de práctica aceptable por la ciencia –la lex artis o lex artis ad hoc– pero no para determinar criterios de política de salud, frente a una pandemia, al extremo de permitir escudar en ellas la decisión médica de priorizar a unos y negar a otros los medios indispensables para sobrevivir.

 Si bien es este un país –y un subcontinente-  cambiante, no debe olvidarse que hasta hace poco la discriminación era considerada un delito, incluso cuando de emitir opiniones se trataba. Pero no cabe admitir tales pautas como obligatorias, ni oponibles a los ciudadanos. Piénsese que por el empleo de estos criterios metajurídicos se desplazaría la aplicación de un criterio jurídico de antiquísima tradición, que está consagrado en el Código Civil y Comercial y otros códigos latinoamericanos, como criterio eminente de asignación de prioridades ante la paridad de situaciones, el principio prius in tempore, potior in jure, es decir, primero en el tiempo, mejor en el derecho. el principio de prelación temporal. Este principio surgido de la costumbre de los molinos romanos que aplicaban la regla qui primus venerit, primus molet (quien llega primero, muele primero), se transformó luego, con el correr de los siglos, en la regla general expuesta.

 Como dijimos en un voto nuestro, a paridad de derechos, la prioridad en el uso de la cosa o en el ejercicio del derecho marca una preferencia en el derecho. Esta regla del derecho de obligaciones tiene diversas aplicaciones en materia de derecho, y rige a falta de otras pautas de preferencia específicas. Es decir, que, para desplazar una pauta de raigambre legal, que es además un principio general del ordenamiento, debe existir una regla de aplicación preferente y ella no puede ser una norma que no tenga la jerarquía al menos igual que la desplazada.

 En el caso hipotético de que ingresen dos pacientes a un sanatorio y haya un solo respirador, si el médico o el director del nosocomio decide salvar a uno de ellos, la conducta del mismo podría subsumirse en el tipo penal del homicidio simple por omisión impropia [comisión por omisión], del art. 79 del Código Penal o, en el delito de Abandono de Persona agravado por la muerte, artículo 106, párrafo tercero, del mismo cuerpo legal, dependiendo las posturas doctrinarias y jurisprudenciales que se adopten para lograr en las constelaciones de casos similares la correcta calificación legal.  Y no se podrían escudar de las sanciones de estas normas invocando un protocolo emanado de una entidad gremial. 

 Es una situación equiparable a la del médico que, dejando de lado su autonomía científica, sigue instrucciones de la autoridad de una clínica de demorar la atención de un paciente en grave estado, hasta tanto “estén solucionadas las cuestiones económicas de su atención”, en buen romance, hasta que esté asegurado el pago de lo que vaya a hacérsele al paciente. Si durante esa espera el paciente fallece, pierde chances de sobrevida o de preservación de su integridad física, el médico será responsable a título personal de tales daños, además de la clínica obviamente; pero el médico lo será a título de dolo o culpa grave, no pudiendo ampararse en las instrucciones recibidas, ni siendo ellas escudo contra las consecuencias civiles, penales y deontológicas que puedan sobrevenirle al galeno. Este criterio es aplicable al caso de la asignación de medios durante esta pandemia.

 Es decir, que al presente y en tanto no se dicte un protocolo bioético legislativamente sancionado en debida forma, o, al menos ratificado por el Parlamento, que brinde alguna objetividad a la selección de beneficiados de los medios escasos con que cuenta el sistema de salud, el dolo es directo de parte de quien elige a qué pacientes prioriza y a cuáles deja de lado.

  Además de todo porque allí la causalidad no es compleja de establecer: en el dolo y en estos supuestos la causalidad es mucho más sencilla que en la conducta culposa galénica tradicional: en el caso que analizamos se trata casi de una causalidad contrafáctica. Quien deja de lado a un paciente, si este muere, lo ha condenado a morir, al privarlo de los medios imprescindibles para su supervivencia.

 En las guerras y bajo ataque enemigo o en un naufragio es mucho más fácil justificar y digerir este tipo de elecciones dramáticas. Pero respecto de una pandemia que lleva meses propagándose por el mundo, con una población mantenida en sus casas en el marco de una economía parada, cuando ha habido 18 meses para tomar previsiones, tiempo que otros países no han tenido, es dudoso que la aplicación de un protocolo así, no emanado del Parlamento como manda la Constitución para dictar las normas legislativas de naturaleza penal, constituya un instrumento de justificación eficaz para decisiones sobre la vida y la muerte de las personas. Si eso ocurre, durante el tiempo de prescripción de la pena de los eventuales delitos que puedan cometerse en nombre del Protocolo o de la conveniencia, seguramente la preocupación embargará a quienes han participado de hechos tales.

  1. La culpa y su apreciación 

   En la medicina terapéuticano así en la embellecedora- el grueso de las obligaciones del médico son obligaciones de medios, liberándose éste con el aporte de su ciencia y poniendo todos los medios a su alcance para la curación del paciente, aun cuando ésta no se produzca por factores ajenos a su voluntad o ciencia. Es que el médico no se compromete a curar, sino a intentar curar, por lo que le basta actuar diligentemente para no ser responsabilizado, si hay necesidad terapéutica en la práctica para salvar la vida, integridad o una función del paciente.

 Pero, cuando el accionar del médico es dañoso, el daño es antijurídico y está relacionado causalmente en forma adecuada con el gesto médico, el menoscabo puede surgir de dos cursos causales diferentes: a) por omisión: el galeno incumple el deber de cuidado a que está obligado y con ello le ocasiona un daño al paciente: por ej. un examen clínico incompleto, lleva a un mal diagnóstico y éste a una carencia de tratamiento, que le hace perder meses de tiempo al paciente, lo que llevan a amputarle una pierna al final; o b) por comisión: efectuar un acto antijurídico, prohibido por la norma, como una operación experimental de altísimo riesgo, que no era indispensable. En ambos casos puede ser dolosa, o más comúnmente, culposa la conducta dañosa y comprometer la responsabilidad del profesional a ese título, con base subjetiva. 

 La culpa es una desviación respecto de un modelo de conducta o estándar exigible; es un modo de comportamiento objetivamente menos diligente que el requerido a ese sujeto en sus circunstancias de tiempo, lugar y persona. La culpa siempre consiste en una omisión: la omisión de la diligencia exigible, según las circunstancias descritas. Y será más exigente el nivel de diligencia, cuanto mayor sea la capacitación y el deber de actuar con prudencia y pleno conocimiento del agente o la confianza depositada en él. La culpa no es un molde abstracto, sino que en nuestro país el concepto culpa surge de conjugar diversas normas, entre las cuales las más importantes son los artículos 1724, 1725 y 1721 CCCN.

La culpa puede manifestarse bajo tres formas distintas: como negligencia, cuando el sujeto omite cierta actividad que habría evitado el resultado dañoso, no hace lo que debía o hace menos. El incumplimiento del deber de actuación diligente compromete la responsabilidad civil del profesional, a título de negligencia, impericia o imprudencia. La negligencia consiste, entonces, en una conducta omisiva, antijurídica, por contradecir las normas que imponían determinada actitud proactiva, esto es, una actuación atenta, dispuesta y avisada.

Por su parte, la impericia es una falta de saber teórico o práctico de la materia del propio oficio. Es una ausencia de saber o de habilidad reprochable, dado que ejercer el arte o profesión mediando ella constituye ya de por sí una amenaza general de producir daños. Desde el punto de vista médico legal, corresponde entender la impericia como la ausencia de los conocimientos normales que toda profesión requiere cuando se trata de un médico general y los propios de la especialidad si se trata de un especialista; la negligencia es considerada el descuido o falta de aplicación o diligencia en la ejecución de un acto o tarea puesta al servicio del acto médico

Todas las formas de mala praxis implican un déficit de previsión; es lógico: toda culpa implica un déficit de previsión, y ellas son especies de un único y mismo género. Lo que diferencia a los diversos subtipos es la índole de ese déficit: en la impericia la falta de previsión proviene de un conocimiento técnico insuficiente o erróneo. En cambio, en la negligencia, la deficiencia se ubica no en el cuadrante técnico sino fáctico: no se tomaron los recaudos para que el conocimiento adecuado se transforme en una práctica segura y de resultados previsibles. En síntesis, la negligencia es considerada el descuido o falta de aplicación o esmero en la ejecución de un acto o tarea puesta al servicio del acto médico.

Finalmente, la imprudencia consiste en una temeridad: el sujeto obra precipitadamente o sin prever por entero las consecuencias en las que podría desembocar su acción irreflexiva. La prudencia es la virtud que permite actuar con moderación y evitar así las desatenciones y peligros; la imprudencia significa actuar con ligereza; contribuir decisivamente al resultado dañoso o a las consecuencias probables, sin adoptar las precauciones necesarias para evitarlo.

En cualquiera de las formas de la culpa, no existe el propósito deliberado de dañar. Se daña simplemente por imprevisión, por no haber tenido el cuidado de adoptar las medidas necesarias para ejecutar la prestación o el acto. No se persigue causar un daño, ni existe indiferencia ante el resultado, como ocurre en el dolo.

   “La culpa implica la existencia de voluntad. El acto culpable es voluntario, como lo es también el acto doloso, aun cuando en uno y otro caso se trate de voluntades que tienen con relación a los efectos del acto un contenido y una dirección diferentes. Es fácil la calificación de un acto doloso y aparecen también claras su imputabilidad y las de sus consecuencias. Pero no ocurre lo mismo con la determinación de un acto culpable y de la medida de la consiguiente responsabilidad”, lo que ha dado lugar a múltiples dubitaciones.

   “La conducta del deudor es culposa en dos casos: a) cuando conociendo la posibilidad de que su conducta pueda implicar una falta en el cumplimiento, el deudor actúa descuidando la previsión necesaria, con la esperanza de que el daño no se produzca; b) cuando no se conoce la posibilidad de un resultado adverso, pero de haberse observado la diligencia exigible, se la habría conocido. Por lo tanto, al deudor no le sirve de excusa el no haber previsto las consecuencias de su omisión si hubiera tenido que preverlas”.

 Se está en presencia de un acto negligente y culposo cuando se puede efectuar un juicio de reproche al agente, el que no se fundará en su malevolencia o intención de dañar, sino en su comportamiento irrazonable, consistente en no haber actuado como lo haría un hombre normalmente prudente y avisado. Creemos que la conducta –también la conducta culposa– debe apreciarse con un criterio normal, ni benévolo ni en extremo exigente.

 Los extremismos no son buenos en nada, pero aún menos lo son en cuanto a apreciación de conductas. El extremismo y una especie suya, el fanatismo, son hijos de la falta de reflexión serena, de la fascinación antes levedades sustanciales, del seguimiento de pensamientos ajenos, del acatamiento de consignas, de la dilución del hombre en la masa informe, en la manada, que aprecian los populismos.

 Por supuesto que la diligencia no es una conducta apodíctica que quede configurada por su mera manifestación. Quien esgrime haber sido diligente debe acreditarlo; ello, porque la declamación de diligencia nunca es suficiente, justamente porque la diligencia es una conducta y no un estado gnoseológico.

   Para distinguir negligencia de diligencia debe apreciarse la conducta del agente; en materia de apreciación de la culpa existen, en derecho comparado, dos sistemas:

  1. a) El que la considera en abstracto, confrontando la conducta del obligado con tipos de comparación escogidos a priori: el buen padre de familia, la persona razonable y prudente, el buen hombre de negocios (artículos 1483 inc. b) y 1674 CCC), el buen ganadero (artículo 2174, Cód. Civ. italiano), etcétera.
  2. b) El que se inclina en el sentido de apreciar cada hecho en concreto, dejando a la prudencia de los jueces juzgar de acuerdo a la naturaleza de la obligación y las particularidades del caso, que sería el adoptado por el artículo 512 del Código de Vélez y los artículos 1340 y 1724 del nuevo CCC.

   Creemos que ninguno de los dos sistemas por sí solo puede solucionar los problemas y complejidades que plantea la apreciación de conductas. Se requiere de una conmixtión o conglobamiento de ambos, esto es, una aplicación que focalice los hechos y circunstancias del caso, pero que los refiera a una pauta o parámetro general de comparación, para deslindar la cuestión de la relación existente entre lo que era exigible a ese agente y lo que éste, finalmente, actúo.

 Quien afirme que puede juzgar y valorar conductas con uno solo de estos métodos y prescindiendo del otro lo hace, sencillamente, porque nunca ha sido juez y no ha tenido la delicada tarea de juzgar conductas, lo que exige hacerlo bajo parámetros ciertos y objetivos, además de concretos. Quienes sí lo hemos sido, sabemos que abstracción y concreción son dos fases de la faena apreciativa de la conducta y no pueden ser disociadas. Puede haber más abstracción o mayor concreción, según el sistema elegido, pero no puede faltar en la apreciación algo de ambas, si no se quiere plasmar una cabal sofistería o una evaluación ligera, carente de toda precisión.

 La actuación de cada persona debe ser juzgada según las circunstancias, capacidades y aptitudes del agente; consecuentemente, prima facie, la culpa se aprecia en concreto en nuestro sistema legal, en especial, por conducto del artículo 1725 primera parte CCC.

 La apreciación de toda culpa tiene un fundamental componente de concreción, por lo que no caben en esa faena las conjeturas, las suposiciones, las muletillas o cartabones judiciales o el exceso de imaginación del juez. Pero, es también cierto que la apreciación de la culpa no es totalmente concreta, sino que prima un criterio intermedio, a la vez abstracto y concreto ya que, en su aplicación práctica, el sistema abstracto no prescinde de la naturaleza de la obligación y de las circunstancias de personas, de tiempo y lugar y el sistema concreto compara la conducta del agente con la del tipo medio de hombre, a quien se exige una diligencia normal u ordinaria.

 Claro que existen conductas que objetivamente, y con prescindencia de quien las realice, resultan arquetípicamente culposas o negligentes, como sería por ejemplo invadir un pista o circuito de alta velocidad de esquí durante una competencia: cualquiera y todos quienes cometan esa conducta realizan un acto que, amén de poner en serio peligro su propia vida, puede significar interponerse en el paso de un esquiador que desciende una cuesta de alto gradiente (en algunos casos hasta de 50º), a altísima velocidad y sin poder controlarla ni detenerse, con lo que la inercia del movimiento y la aceleración de la caída los convierte en bólidos humanos. Quien se interpone en una pista tal comete objetivamente un acto negligente. Quien cruza una ruta de intenso tránsito por un lugar prohibido también. Y hay muchos más ejemplos.

 Normalmente, el ojo experto encuentra que en nuestros códigos civiles se halla una coordinación de ambos, pese a alguna frase suelta. El artículo 1724 del nuevo Código, conforma con los artículos 1725, 1727, 1728, 1729 y 1733 CCC, un elenco normativo en el que prima una coordinación o compatibilización de ambos sistemas de apreciación de la culpa (en concreto y en abstracto). Si bien se mira, todas estas normas sientan el principio de apreciación en concreto de la diligencia debida.

  Obviamente no son idénticas las miras de un médico especialista en traumatología, que las de un masajista autodidacta, que se dedica a aliviar dolores musculares y que un día para ayudar a un vecino intentó colocarle un brazo salido de lugar, lesionándolo; ni las de un ingeniero civil que las del albañil que lleva adelante una obra que éste proyectara, ni por ende es la misma la previsión y el cuidado exigible a uno y otro. Y todos ellos pueden haber sido contratantes.  

 Llevar al extremo la exigencia de concreción implicaría privarse de todo parámetro de comparación y carecer de bases para establecer el nivel de diligencia que era exigible a ese concreto agente, lo que implica que no se podría saber verdaderamente si él alcanzo o no la marca que debía superar, como nivel mínimo de diligencia exigible. Así como se habla en España de una lex artis ad hoc en el caso del nivel de diligencia profesional a alcanzar, lo mismo ocurre con los otros paradigmas de comportamiento, por lo que puede sin inconveniente –y permítasenos el neologismo– hablar de un nivel de diligencia ad hoc, esto es, un nivel exigible en el caso concreto.

 Es así que, para establecer el nivel de diligencia que debía alcanzar el agente en ese supuesto, se requiere realizar un cierto ejercicio de abstracción, para comparar lo que hubiera estado obligado a realizar un agente término medio de la categoría en que encuadra el sujeto cuya conducta se evalúa; ese paradigma abstracto original se utiliza como molde para vaciar el contenido de lo actuado por el sujeto concreto a quien se quiere imputar la responsabilidad por actuar culposamente.

 Si de esa comparación surge que éste ha obrado deficitariamente respecto de ese parámetro, la conclusión es obvia: su conducta ha sido culposa; es por ello que decimos que en cierta forma el sistema de apreciación de la culpa de nuestro Código es en parte concreto y en parte abstracto, o primordialmente concreto, pero con importantes componentes de abstracción en su base. O, dicho en palabras llanas, que nuestro sistema de apreciación tiene dos fases: la primera abstracta, consistente en determinar en qué arquetipo comparativo encuadra el sujeto cuya conducta se evalúa y, luego, cuáles son las exigencias de ese paradigma para un sujeto término medio encuadrable en esa categoría.

 Luego de ella, la segunda fase es concreta; ella consiste en verificar si “nuestro” agente ha satisfecho en el caso el nivel de exigencia que se requería, al menos, al término medio de su categoría de encuadramiento y, luego, corregir ese modelo hacia arriba, si el sujeto evaluado tiene una especial formación, si ha sido becario del Hospital Mount Sinaí de Nueva York, si ha cursado especializaciones, si ha hecho cursos de postgrado en el extranjero, etc.

 Algo bastante similar afirman sobre la apreciación de la culpa en el derecho francés las profesoras Yvaine Buffelan Lanore y Virginie Larribau Terneyre y Philippe Brun, para quien “el principio de apreciación en abstracto no impide indudablemente a los jueces tener en cuenta ciertas particularidades propias de la especie considerada y, fundamentalmente, el grado de diligencia seguido por el agente…”.

  Toda labor apreciativa requiere necesariamente comparar; y para ello obviamente debe contarse con algún modelo o arquetipo que sirva para esa comparación; sin dicho rasero las calificaciones de “normal”, “medio”, “correcto” carecen de base y pierden sentido. Para juzgar la diligencia o negligencia de un comportamiento, el juez no puede dejar de lado la comparación, tiene que confrontar la conducta del obligado en el caso concreto, con otro punto de referencia, que habrá de ser igualmente una conducta humana.

 Si la confrontación se hace con un tipo ideal o paradigmático – la persona prudente y razonable o el buen profesional o artífice– se tratará de una apreciación en parte abstracta, dado que el juez no tiene un modelo ante sí y debe configurarlo imaginariamente, preguntándose de acuerdo a la lex artis vigente, si un buen profesional tomaría tal o cual riesgo. ¿Expondría a la paciente a tal posibilidad?, etc.

 Pero no acaba allí la cuestión, pues la apreciación de toda culpa tiene un fundamental componente de concreción, lo que no implica que no pueda ni deba tomarse en consideración pautas comparativas de esa conducta particular, que de otro modo debiera ser considerada como la conducta de los habitantes originales del Edén, cual si los hombres vivieran y actuaran en soledad, lo que es inconcebible.

 La apreciación de la culpa a tenor de las directivas del artículo 1725 CCC, imaginando el tipo abstracto del «buen profesional o artífice», constituye una apreciación mixta, porque luego de trazado el nivel de diligencia a alcanzar, en el otro polo se cuenta, para su comparación o aparejamiento con aquel arquetipo ideal, del comportamiento real, tangible, del agente en el caso dado y en las precisas circunstancias de personas, tiempo y lugar; ello, pues de lo que se trata es de apreciar si un «buen profesional» puesto en esas mismas circunstancias fácticas, habría o no obrado como lo hizo aquél.

 Dicha tarea comparativa requiere inexcusablemente la puesta de esas dos conductas una junto a la otra, para así poder ir constatando las diferencias o semejanzas que pudiesen existir entre las mismas.

 Esta cierta abstracción, en modo alguno implica que el juez deba fijar su vista a la altura de los ideales inalcanzables, exigiendo al agente una diligencia imposible o no corriente, o considerando culposa su conducta ante el más mínimo déficit de su actuación; contra esta exigencia extrema hemos prevenido antes y resaltamos aquí la mesura con que los jueces deben juzgar las conductas, no como si evaluaran insectos tenidos a la vista en un microscopio, sino enfocando circunstancias posibles y probadas de la vida cotidiana y del caso particular y recordando siempre que el hombre es imperfecto por naturaleza y que no cabe exigirle imposibles.

 Si de esta labor comparativa el juez concluye que el agente ha omitido los cuidados, y no puso de su parte lo que la naturaleza de la obligación y las circunstancias que la rodeaban le exigían, habrá incurrido en culpa y estará obligado a responder, conforme establece los artículos 1724 y 1725 CCC.

 La palabra diligencia en un sentido vulgar significa esfuerzo, cuidado o eficacia al ejecutar una actividad; pero hoy día significa más, implica la compleja actividad que una persona tiene el deber de desplegar en una situación jurídica determinada. El maestro Federico de Castro, con su habitual sutileza, señaló que se trata de un modelo de conducta al que los usos sociales dotan de contenido efectivo.

  1. El modelo de profesional o artífice  

 El parámetro de apreciación de la diligencia de los profesionales que se emplea es el de profesional o artífice, que emana de las exigencias de las reglas del arte, lex artis o lex artis ad hoc. La lex artis, ley del arte o regla del arte, es el conjunto de experiencias y conocimientos adquiridos por una determinada ciencia en un momento dado. Ella no es eterna ni inmutable, sino temporal y cambiante. Prácticas que se consideran sensatas y convenientes hoy pueden ser dejadas de lado mañana, por nuevos descubrimientos o métodos.

 Por eso, no parece dudoso que la praxis médica deba juzgarse a la luz de las exigencias, datos, posibilidades del paciente y conocimientos existentes al momento de realizarse ella. Lo contrario implicaría una exigencia desmedida, porque podrían cargarse sobre los profesionales deberes inmensos, sobre la base de datos no conocidos al momento de realizar la práctica, lo que es injustificable. La regla entonces es que la praxis profesional se juzga con la normativa, los conocimientos adquiridos, la lex artis, las posibilidades concretas del paciente y del médico y las exigencias del momento en que fue practicada. De otro modo, la mayoría –o, al menos, muchas prácticas serían negligentes- si fueran juzgadas con normas, criterios o con la lex artis posterior a su realización.   

 Y si bien esta es una valiosa pauta apreciativa, no se corresponde con una noción profesional de culpa. Es que la especialidad de la actuación de los profesionales no amerita un concepto especial de culpa, sino una apreciación particular de sus circunstancias, que no hace sino agravar la previsión que a ellos se exige, por sobre la que se requeriría a una persona razonable y prudente o a un profano. No cabe entonces sostener la existencia de una culpa especial para los profesionales o una culpa independiente de los principios generales que emanan de los artículos 1724 y 1725 del Código Civil y Comercial y de otros códigos latinoamericanos.

 Por esto no existe un criterio profesionalista de culpa, ni una concepción especial para el artífice o perito. Por ende, la culpa, en los casos de responsabilidad por mala praxis, no debe ser valorada con un criterio particular o benevolente, fundado en la necesidad de las investigaciones científicas o de no poner trabas a la actividad profesional, sino que debe hacerse sin apartarse de lo que dispone el derecho común.

No se duda, que es de aplicación la regla que lleva a la obligación de extremar los recaudos a quién ostenta cualidades, habilidades o conocimientos especiales, arquetípicamente un profesional universitario en el ejercicio de su profesión. Y aun cuando no exista un concepto profesional de culpa, es obvio, es razonable que no cabe equiparar un profesional (vgr. un médico cirujano o un anestesista) a un hombre común, permitiendo la fácil absolución de galenos que han cometido errores graves, impropios de su condición. La responsabilidad del profesional se basa en una culpa determinada por la omisión de la diligencia especial exigible por sus conocimientos técnicos, exigencia que no puede confundirse con la más simple de un hombre cuidadoso.

Claramente quien encaja en alguna de las categorías especiales, como la que aquí comentamos, no puede reclamar ser juzgado como un mero padre de familia –o ahora una persona prudente término medio–, ya que el standard de exigencia es más alto en estas categorías que en la genérica del buen padre. Así, por ejemplo, la conducta de profesionales no puede ser excusada fácilmente, tomando como modelo de diligencia un tipo medio como el del buen padre de familia o el de la persona razonable y prudente -que lo reemplaza-, dado el título profesional que ostentan los galenos.

Por el contrario, debe aplicarse un criterio incluso más estricto con relación a la evaluación de la culpa de los profesionales, frente al profano que requiere de sus servicios precisamente en atención a la calidad científica o técnica de los mismos y a que cabe suponer que al requerir la asistencia de un profesional, ello lo ha sido en virtud de la confianza especial que él depositara. Ello así, no cualquier alegación ni cualquier prueba sería apta para liberar de responsabilidad al profesional demandado por mala praxis, dada su condición de profesional frente a un profano y el desnivel cognoscitivo y de posibilidades que éste exhibe frente al cliente o paciente.

Este conjunto de reglas del arte no es de seguimiento inexorable por los profesionales; de otro modo, si no hubiera expertos que se atrevieran a ir más allá de la ortodoxia actual, las ciencias no evolucionarían; seguiríamos aún en la época de la medicina de las ventosas, las cataplasmas y las sangrías. Ahora bien, cuando un profesional no sigue la lex artis, debe imperativamente asegurarse de lograr el resultado buscado a través de su propia técnica, pues no hallará cobijo legal su práctica, si apartándose de la técnica convencional reconocida no obtiene el resultado esperado o comprometido.

De tal modo, será negligente el profesional que no siguiendo la lex artis, no obtenga los resultados esperados o prometidos al cliente o paciente; y no lo será el que los obtenga, así sea por azar o raro sortilegio, por guiarse por ideas propias o por cultivar una técnica personal, que incluso no pueda describir técnicamente, siempre que le funcione y no le produzca daños al paciente.

La lex artis es un resguardo contra la falta de resultados; pues si los buenos resultados se producen sin cumplirla, nada habrá que reprochar al profesional innovador o arriesgado, a mérito de la sagaz frase popular de que el éxito no requiere de explicaciones, a lo que se suma que en Derecho Civil, por regla, no hay delitos de peligro abstracto.

  1. Observaciones

   A modo de cierre, diremos que la pandemia pondrá a prueba la agudeza y formación de los jueces, cuando tengan que fallar sobre la actuación médica en el seno de esta realidad terrible. Y cuando ello ocurra, no será lo mismo juzgar actos médicos del comienzo de la pandemia –cuando todo era experimental- que otros llevados a cabo en el presente año, con muchísima más base científica. Ello patentiza que el momento de la praxis y los conocimientos y posibilidades de ese tiempo son los que determinan cuál es el nivel de diligencia exigible al agente, galeno o profesional de la salud en este caso. 

   La culpa comienza donde terminan las discusiones científicas. Dentro de las terapéuticas y diagnósticos aceptados por la lex artis, no han culpas a asignar. Ello, pues no se trata de habilitar en tribunales una suerte de Sorbona médica, donde expertos consultores médicos vayan a debatir científicamente temas áridos para jueces y abogados. Dentro de la regla del arte y en la duda sobre el acierto de la práctica, debe prevalecer la opinión del médico. La culpa solo queda comprometida ante un error manifiesto, evidente, grande o pequeño, pero inexcusable o cuando se transgrede abiertamente la lex artis y no se obtiene el resultado esperado.   

 Como juez he juzgado cinco casos de mala praxis médica: dos eran verdaderas aventuras judiciales, motorizadas por un evidente afán lucrativo y sin causa válida para reclamar; y, como era de sentido común, no prosperaron esos reclamos. Los otros tres casos, se fundaron en errores o déficits groseros de diligencia médica o en faltas graves de cuidado y, como tal, prosperaron. 

Creemos que ese es el criterio para resolver estos temas: no se trata de lapidar a los médicos ni de hacerlos responsables de fatalidades ajenas a su dominio. Pero tampoco de excusarlos ante faltas de diligencia o errores graves. 

 No se trata de plasmar una visión extremista de la vida en una sentencia judicial, ni de desafiar al sentido común, sino todo lo contrario, de plasmarlo en un decisorio que siga de cerca los hechos del caso y los priorice por sobre declamaciones estériles y sobreentendidos o conjeturas.


Referencias

[1] Académico de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y de las Academias Nacionales de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de Córdoba – Profesor Visitante, entre otras, de las siguientes Universidades: Washington University (Saint Louis, EEUU), de París (Université Sorbonne-París Cité), de Savoie (Los Alpes, Francia), de Coimbra (Portugal), de Perugia (Italia) y de La Coruña (Galicia), Rey Juan Carlos (Madrid, España), Católica de Oriente y Pontificia Javeriana (Colombia), Católica de Cuenca (Ecuador), etc. – Autor de treinta y cinco libros – Ex Juez de Cámara en lo Civil y Comercial – Ex Asesor General de Gobierno Provincia de Buenos Aires.

[2] Cfr. WACKE, Andreas, “Quien llega primero, muele primero”. El principio de prioridad en la Historia del Derecho y en la dogmática jurídica”, en “Anuario de Derecho Civil” (España), Tomo XLV, fasc. 1, Madrid, enero-Marzo MCMXCII (1992), p. 38.

[3] Cám. Apel. Civ. Com.  Trelew, Sala A, 09/11/2011, “Herederos de J. M. s/ Tercería de Mejor Derecho en Autos “Pandullo, Rumana Antonia c/ Supertiendas E. S. S.A.”, Eureka Chubut, voto Dr. López Mesa.

[4]  Ver López Mesa, M., “La medicalización de la vida y los dos campos de la medicina”, publicado en la “Revista Jurídica Internacional”, Editorial IJ, Número 2, Fecha: 17-02-2021 – Cita: IJ-MVIII-14.

[5] BUSSO, Eduardo B., “Código Civil anotado”, Edit. Ediar, Bs. As., 1958, T. III, pág. 277.

[6] BRUN, Philippe, “Responsabilité civile extracontractuelle”, 3ª edic., Edit. Litec – Lexis Nexis, París, 2014, p. 215, Nro. 325.

[7]  En este sentido, vid. fallo de la Corte de Apelaciones de Grenoble, del 26 de junio de 2012 y los comentarios al mismo de Adrien COIRIER y Véronique ROUIT, en “Droit de la montagne”, suplemento especial de “Les Annonces De La Seine”, Journale Officiel d’ Annonces Légales, París, número del 31 de marzo de 2014 (Nro. 16), pág. 26.

[8] BUFFELAN LANORE, Yvaine – LARRIBAU TERNEYRE, Virginie, “Droit civil. Les obligations”, 12ª edic., Edit. Sirey, París, 2010, pág. 648, Nro. 1873.

[9]  BRUN, Ph., “Responsabilité civile extracontractuelle”, 3ª edic., cit., pp. 215/216, Nro. 325

[10] Vid BADOSA, Fernando, “La diligencia y la culpa del deudor en la obligación civil”, Bolonia, 1987, pág. 22 y ss. y DÍEZ PICAZO, Luis, “Fundamentos de Derecho Civil Patrimonial”, Civitas, Madrid, 1993, T. II, pág. 96 y ss.

[11] CACC Trelew, Sala A, 24/6/2010,  “Sandoval de Pérez c/ Zabala”, Eureka, voto Dr. López Mesa.

[12] Cfr. Giménez Candela, Teresa, Lex Artis y responsabilidad médico-sanitaria: una perspectiva actualizada, en “Revista Aranzadi de derecho patrimonial”, Aranzadi, Cizur Menor, 2006, pág. 67-77 y Martínez-Calcerrada y Gómez, Luis, La responsabilidad civil profesional y la lex artis ad hoc, en “Anales de la Academia Matritense del Notariado”, Tomo 37, Madrid, 1998, pág. 65-108.

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