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Iglesia y sociedad democrática: Una meditación sobre le ética cívica

por PÓLEMOS
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Gonzalo Gamio Gehri1

Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros Tiempo de Memoria.


1.- La controversia sobre la presencia de la Iglesia en la vida pública.

Hace pocas semanas el Presidente de la República invitó a conversar a Monseñor Pedro Barreto, Obispo de Huancayo y Cardenal de la Iglesia católica. Quería intercambiar ideas con el obispo jesuita sobre la situación del país. El mandatario le aseguró que estaba dispuesto a asumir un “cambio de rumbo” en su gobierno que implicaría conformar un gabinete de amplia convocatoria, que incluyese a profesionales de prestigio y de reconocida calidad moral. Un gabinete plural que genere confianza y respeto, en contraste con las malas designaciones y la ausencia de norte de los primeros meses. El Presidente indicó que tomaría distancia de los malos asesores y de cualquier asomo de sectarismo o de compromisos con políticos cuestionados. En una siguiente reunión participó Max Hernández, representando al Acuerdo Nacional. Tanto el Cardenal como el psicoanalista hicieron declaraciones a la prensa, señalando con entusiasmo que el Presidente había confirmado que la decisión estaba tomada y que en los próximos días se iniciaría este proceso.

Como era de esperarse, la noticia no fue bien recibida por los principales mentores y operarios del gobierno, que adujeron que existía una presunta asonada de carácter colonial, un supuesto “golpe eclesiástico”. El Primer ministro Aníbal Torres incluso fue más allá. Llamó a Barreto “Valverde”, aludiendo al clérigo que llegó con Pizarro y tendió una celada a Atahualpa para favorecer el ataque de los conquistadores en Cajamarca. Asimismo, calificó al Cardenal como “miserable”, aunque luego intentó encubrir engañosamente el agravio con una cita de una frase popular. Torres acusó a Barreto y a Hernández de servir a “la ultraderecha”, en la medida en que ambos propiciaban una solución de consenso a la crisis política para preservar el régimen democrático. Extraña manera de responder a quienes han tendido la mano al Presidente para contribuir a asegurar la estabilidad del país en medio de una crisis.

El primer ministro ha dicho cosas que no corresponden a la verdad, o ha pretendido inducir a confusión a la opinión pública. Monseñor Barreto es un jesuita, un sacerdote que se ha distinguido por su servicio a los grupos más vulnerables de nuestra sociedad. Representa, pues, a la Iglesia progresista, aquella que reivindica la acción preferencial por el pobre. Sus buenos oficios contribuyeron a que mucha gente tuviese acceso al oxígeno en el peor momento de la pandemia. Ha cuestionado en reiteradas ocasiones la visión de país que enarbola la ultraderecha. Por su parte, Max Hernández es un académico que se ha dedicado desde su juventud a pensar el Perú, sus instituciones y la comprensión de la justicia social. Su importante libro sobre el inca Garcilaso de la Vega es una obra inspiradora para quienes se aproximan a los dilemas de nuestra identidad nacional. Las observaciones de Torres resultan ser, lastimosamente, mezquinas y quizá malintencionadas; no contribuyen a fortalecer el debate democrático. Sorprende que esta cuestionable actitud no haya merecido el más mínimo comentario de parte del presidente de la República, quien ha debido intervenir para hacer que prime el buen trato y el respeto aún en un clima de discrepancia. Las conversaciones entre el gobernante, el Cardenal y el secretario ejecutivo del Acuerdo Nacional parecen haber quedado en el olvido. Algunos observadores sostienen que dicho diálogo constituyó parte de una mera estrategia de distracción bosquejada por algunos actores sociales y políticos cercanos al gobierno.

Este lamentable incidente contribuye a minar la ya lesionada credibilidad de nuestros políticos. Sin vínculos de confianza y lealtad entre los ciudadanos y sus representantes, difícilmente se podrán construir proyectos de largo alcance al interior de la comunidad política. El marco político democrático se debilita peligrosamente. No obstante, algunos ciudadanos han señalado discutiblemente que el diálogo entre el Presidente y Monseñor Barreto pondría de manifiesto una inaceptable intromisión de la Iglesia en la conducción del Estado. Quiero argumentar en las líneas que siguen que esta interpretación está profundamente equivocada, tanto en lo que respecta al rol puntual del Cardenal en la búsqueda de una salida democrática a la crisis como, en el nivel de los principios, en cuanto a la naturaleza del vínculo entre las iglesias y una sociedad libre.

2.- Las iglesias forman parte de la sociedad civil.

Un Estado democrático es laico o aconfesional. No está comprometido institucionalmente con ninguna fe en particular; antes bien, se declara neutral (o acaso imparcial) en esta materia. Asigna un trato igualitario a cada ciudadano sin considerar en qué cree (o si no cree). Asimismo, debe garantizar la libertad religiosa y de concepciones del mundo en un marco de respeto a la diversidad. El Estado puede colaborar con distintas organizaciones sociales, incluyendo las comunidades religiosas, en cuestiones de justicia, desarrollo humano o atención a derechos, pero sin pronunciarse en absoluto sobre la validez de sus doctrinas, cuestión que se deja en manos de los propios ciudadanos.

La Iglesia católica señala –en los documentos del Concilio Vaticano II- que los fueros de la política son autónomos respecto de la jurisdicción de la Iglesia. La conducción del Estado corresponde a la acción de los ciudadanos y a las decisiones de las autoridades elegidas y no a actores provenientes de alguna institución ‘tutelar’ de carácter espiritual; la Iglesia considera que las realidades profanas y las realidades de la fe “tienen su origen en un mismo Dios”, pero se abordan desde espacios y enfoques distintos. El estudio y la comprensión de las ideas y las prácticas del mundo político requieren de una atención particular, así como de un “aprecio por los asuntos humanos”, un sentimiento esencial para la búsqueda del bien común.

 “Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte” (Gaudium et Spes, 36, las cursivas son mías).

En el enfoque propio de las democracias liberales, la laicidad del Estado es una buena forma de aproximarse al principio de la autonomía de lo temporal. Estoy convencido de que se trata de un enfoque básicamente correcto[1]. Sin embargo, este énfasis en la secularidad de lo político no implica concluir que el juicio y la acción de las iglesias están al margen de la discusión sobre la justicia y los bienes públicos. Ellas han asumido un compromiso no solo con la integridad y el bienestar de sus fieles, si no con las personas en general. La injusticia, la corrupción, la privación de las libertades o el mal manejo de lo público no puede serles indiferente. Las iglesias pueden desarrollar un “espíritu profético” que cuestione la exclusión y las lesiones a las libertades sustanciales.

Las comunidades religiosas pertenecen a la sociedad civil. La idea de una sociedad civil organizada constituye un factor fundamental en la comprensión de la política democrática. Se trata de un conjunto de instituciones intermedias, que se ubican entre los individuos y el sistema político (a su vez conformado por el Estado y los partidos políticos); cumple la función de propiciar espacios para la construcción del juicio ciudadano, la discusión sobre asuntos de interés público y el desarrollo de acciones de vigilancia política. Las universidades, los colegios profesionales, las organizaciones no gubernamentales, los sindicatos, así como las iglesias, entre otras instituciones, son organismos que conforman la sociedad civil. Ellos constituyen foros de deliberación y espacios de acción sobre cuestiones de justicia. Son escenarios para la defensa de derechos y libertades, así como la forja de una ética cívica.

La Iglesia católica es parte de esta constelación de instituciones sociales: las preocupaciones de la sociedad civil por el estado de la libertad y el bienestar de los ciudadanos son también las suyas. La Iglesia participa en la discusión pública con otras asociaciones en un marco de simetría y de irrestricta libertad de expresión del pensamiento. No tiene una voz que ocupe un lugar de privilegio en este diálogo, pero puede hacer sentir su voz con claridad y firmeza en tanto sus argumentos sean sólidos y pertinentes (y a menudo lo son). Ella tiene el legítimo derecho a manifestar su inquietud por la convulsión social y política que hoy vivimos. Sus invocaciones a la necesidad de privilegiar el bien público, el encuentro fraterno y el buen manejo del Estado es perfectamente coherente con la doctrina social y con su actuación como promotora de educación y desarrollo en el país; no se trata de alguna clase de interferencia política. Tiene sentido que ella –junto con otras organizaciones sociales- recuerde a nuestras autoridades que la conducción del gobierno se ejerce en beneficio de todos los ciudadanos y no como un instrumento de poder e influencia de un único partido político.

En mayo de 2021, Monseñor Pedro Barreto lideró una iniciativa ciudadana -en el contexto del diseño de un proyecto de acuerdo democrático desarrollado por distintas instituciones civiles-, conducente a la suscripción de un compromiso político firmado por los dos candidatos que se disputaban la segunda vuelta electoral.  Pedro Castillo y Keiko Fujimori juraron solemnemente respetar las doce cláusulas incorporadas en una Proclama Ciudadana, que invocaba el cuidado riguroso de los principios y valores públicos subyacentes a la vigencia del Estado constitucional de derecho, los derechos humanos y libertades fundamentales, una economía libre, el trabajo de una prensa independiente, la lucha contra la corrupción, entre otros. Los contendores firmaron el documento y se fotografiaron firmando junto a la bandera. A casi un año de este juramento, es posible constatar que no se ha honrado plenamente la palabra empeñada: la plataforma Vigilantes.pe, responsable del seguimiento de aquellos acuerdos, verifican una gran cantidad de alertas de gravedad respecto del cumplimiento de los compromisos asumidos en diversos niveles[2].

Los términos de la conversación entre el Presidente de la República, el Cardenal y Max Hernández giró en torno a cambios que conduzcan a la observancia de estos compromisos, de modo que se proteja nuestra democracia. Las sugerencias sobre formar un nuevo gabinete de ancha base, así como convocar a profesionales probos e independientes y reunir a los representantes del Acuerdo Nacional, obedece no a un interés “desestabilizador”, sino a todo lo contrario; se trata de brindar una oportunidad al presidente Castillo para que culmine su mandato, reciba el apoyo de todas las fuerzas políticas y sociales, de modo que pueda encauzar su gobierno en un camino de estabilidad y de búsqueda de consensos nacionales. Esa clase de propuestas devolvería al país un clima de paz y cooperación, que es justo lo que se necesita en estos tiempos difíciles.

Sin embargo, el gobierno parece haber desestimado este proyecto y ha optado por el recurso a un lenguaje de división y de enfrentamiento entre culturas, formas de pertenencia territorial y clases sociales, así como se ha dedicado a la prédica de un riesgoso populismo. Ese mensaje no ofrece herramientas que permitan resolver la profunda crisis moral y política que hoy enfrentamos. Esta polarización no nos ayuda a construir acuerdos; de hecho, llegado a cierto límite, ese discurso podría generar brotes de violencia. El país afronta nuevamente un complejo dilema que lo sitúa entre la preservación de la senda democrática y el retorno de la tentación autoritaria (en las dos direcciones del radicalismo político). De cara a esa situación, la iniciativa del Acuerdo Nacional, de la Iglesia y otras instituciones civiles tiene pleno sentido. Se trata de recuperar horizontes de pluralismo y de encuentro ciudadano que trasciendan los esquemas basados en la confrontación de facciones. Lo que está en juego, una vez más, es el destino de millones de peruanos.


[1]He discutido acerca de estos temas en otros lugares. Véase Gamio, Gonzalo “¿Qué es la secularización? Reflexiones desde la filosofía política” en: Páginas Nº 207 pp. 32-41; Gamio, Gonzalo ¨Libertad de creer. Justicia y libertad religiosa en la sociedad liberal¨ en: Miscelánea Comillas Vol 73 N° 142 junio 2015 pp. 35-49; Gamio, Gonzalo “El abuso de la Religión” en: Ideele  https://www.revistaideele.com/2020/05/02/el-abuso-de-la-religion-los-riesgos-de-la-presencia-del-integrismo-en-la-esfera-publica/;Gamio, Gonzalo “La secularización de la profecía. Una reflexión sobre la parrhesía, la justicia y el quijotismo en los tiempos modernos” en: Páginas Nº 262 2021 pp.58-67.

[2] Cfr. https://vigilantes.pe/.

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