Nicole Oré Kovacs
Psicóloga y docente en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) y la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (UARM)
Solemos escuchar con frecuencia que, gracias a la tecnología y a las redes sociales, nos encontramos más ‘conectados’ que nunca. El internet nos permite comunicarnos en tiempo real con personas de lugares alejados, que en otros tiempos nos hubiese sido imposible conocer. Además, nos permite acceder a cualquier tipo de información, en cantidades nunca vistas. El avance tecnológico ha modificado nuestros hábitos y estilos comunicativos, ahora el ágora no exige necesariamente un escenario físico para promover el encuentro dialógico entre agentes. En esta circunstancia, surge un problema que merece ser evaluado críticamente: nuestra sociedad, fundada en la comunicación, se compone de sujetos cada vez más indispuestos al diálogo.
Sócrates estaría en desacuerdo con nosotros y señalaría que este problema también existió en su época. Durante su defensa ante las acusaciones de Meleto, Sócrates describe los efectos que la misión otorgada a él por el dios Apolo tuvo sobre los ‘más sabios de Atenas’. Su actividad pública de examen a quienes parecían ser más sabios y que en realidad no lo eran solía incomodar a los examinados, al punto de inhibir su disposición para dialogar. El resultado de este examen fue, por un lado, la comprensión de Sócrates de que la sabiduría humana consistía, no en la posesión de un saber compuesto por contenidos acerca de un tema específico, sino más bien el reconocimiento de la propia ignorancia. En este sentido, aquellos ‘sabios’ que eran interpelados en su saber por Sócrates resultaban ser menos sensatos que los hombres ‘inferiores’ (Apología de Sócrates, 22a). Por otro lado, Sócrates describe el proceso desde el cual se da cuenta de cuán poco vale la sabiduría humana, reconociendo en él mismo la cualidad de sabio en tanto que “El más sabio entre ustedes es aquel que, como Sócrates, tiene conciencia de que en verdad no vale nada en lo que respecta a sabiduría” (Apología, 23b)
Tomar consciencia del no-saber y asumir que la condición humana se fundamenta sobre este principio es una empresa compleja. Para muchos, implica reconocerse como ignorantes, asumiendo una postura de humildad intelectual. Para que ello sea posible, es necesario superar -o dejar caer- la fijación hacia la sabiduría que otro le otorgaba un claro sentido a la vida. Al asumir que mientras más se sabe, más control se tiene sobre la realidad y sobre uno mismo, el ser humano construyó una endeble edificación para defenderse de la incertidumbre, contingencia y radical alteridad del mundo. Sin embargo, para el filósofo ateniense, una vida fundada en la filosofía y en el autoexamen exige reconocerse como ignorante y asumir a esta cualidad como eje central de la autodefinición. Además, esta tarea se realiza necesariamente en diálogo con otros, pues:
Mientras todavía respire y sea capaz, no voy a dejar de filosofar, de exhortarlos también de poner en evidencia a aquel entre ustedes con quien ocasionalmente me encuentre, diciéndole lo que acostumbro <a decir>: “Tú, distinguido señor que, como ateniense, perteneces a la ciudad más grande y prestigiosa por su cultura y poder, ¿no te avergüenzas de andar preocupado de obtener la mayor cantidad posible de riquezas, fama y honra, sin preocuparte ni hacer caso, en cambio, de la sabiduría de la verdad y tampoco de tu alma como para que llegue a ser lo mejor posible?” (Apología, 29e)
La sabiduría de la verdad radica en el reconocimiento de no poseer sabiduría. Esta paradoja es el principal motor de la tarea del filósofo, y exige que se realice siempre en el encuentro con el otro. De esta manera, Sócrates procede con su misión divina al examinar e interrogar a todo aquel con quien se encuentre con el propósito de ‘despertar’ a los hombres del sueño del saber. No obstante, Sócrates reconoce que, a través de las acusaciones, sus conciudadanos buscan librarse de las conversaciones y argumentos del filósofo, por encontrarlos “pesados y odiosos” (Apología, 37d), desacreditando su misión divina. Además, desestiman el valor que la conversación tiene para desarrollar la virtud, cuestión que Sócrates describe como un
(…) gran bien para un ser humano precisamente el poder conversar cada día acerca de la virtud y de los demás temas sobre los cuales ustedes me oyen dialogar, examinándome a mí mismo y a otros, y que la vida sometida a examen no es digna de ser vivida para un ser humano (Apología, 38a).
A partir de lo anterior podemos plantearnos las siguientes interrogantes: ¿Cómo alcanzar esa verdad en la práctica? ¿Qué implicancias tiene el reconocimiento de nuestra ignorancia en la dimensión dialógica de nuestra experiencia de encuentro con los otros?
¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!
El lema que el comandante de la Legión Española, José Millán-Astray y Terreros lanzó contra el filósofo Miguel de Unamuno representa con mucha crudeza el radical rechazo a la labor intelectual. Aún lo escuchamos hoy en día en el espacio público, tal vez con un estilo más matizado para pasar desapercibido. “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!” es un lema que rechaza la capacidad humana de poner en cuestión los fundamentos de su experiencia del mundo. Encuentra en la muerte, en la eliminación de toda diferencia, la solución para evitar la heterogeneidad del pensamiento y el florecimiento de las ideas. Para Ferraris (2016), decir algo de esta envergadura, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, es el equivalente a señalar que no solo se es indiferente a los valores del conocimiento, sino que además es una celebración de la muerte. Se trata de la actitud propia de un imbécil, indiferente a los valores cognitivos y orgulloso de serlo (2016, p. 78).
En su apología, Sócrates reconoce la utilidad de su misión para la formación de ciudadanos comprometidos con el bien. Realiza la tarea en el ámbito privado, invitando a los más sabios a cuestionarse, a preocuparse de sí mismos para ser mejores y sensatos. Sin embargo, disponerse a ser cuestionado -o incluso, y tal vez con mayor dificultad, cuestionarse a sí mismo- exige reconocer en uno mismo la posibilidad de estar equivocado. Por ello, un intelectual que cuestiona será siempre visto con sospecha:
“¿Por qué esta persona muestra un tan imparcial desapego? ¿Cuál es su campo de competencia empírica? ¿Qué le da derecho a dirigirse a las personas y hacerles preguntas, como si estuviera facultado para decirles que se equivocan?” (Nussbaum, 2016, p. 42).
El autoexamen como hábito que orienta la tarea filosófica no es una tarea solitaria, pues requiere de la presencia del otro en un escenario de conversación cotidiana acerca de los asuntos humanos. De hecho, Nussbaum (2016), siguiendo a Sócrates, señala que el cuestionamiento filosófico surge siempre en los espacios de encuentro entre las personas. Esto ubica a la filosofía en el plano de la vida cotidiana, constituyéndose como una disciplina cercana y entretejida en la vida diaria y puesta en ejercicio en el intercambio con otros. Por ello, Nussbaum subraya que “La filosofía aparece cada vez que las personas son alentadas a pensar por sí mismas, cuestionándose a la manera de Sócrates” (p. 38). La filósofa destaca que la filosofía proporciona el control activo y comprensión de las preguntas, la capacidad de hacer distinciones y un estilo de interacción vinculado al análisis y crítica de las ideas y las tradiciones.
Sócrates desestima a la muerte como castigo y la considera un bien. Se trata de un bien en tanto que supone el paso hacia otra forma de vida, mejor que la terrena. Despojarse del cuerpo, liberándose de las limitantes cadenas de las pasiones y deseos, permitirán al filósofo acceder al verdadero conocimiento. Por ello, morir no es un castigo para nuestro filósofo, pero sí lo es para Atenas, que lo condena a muerte. Eliminar de la ciudad a aquel que se ocupa de forjar la capacidad crítica de los ciudadanos es someterla a una condena. Por esta razón, Sócrates vaticina para Atenas:
En efecto, ustedes han hecho esto creyendo que iban a liberarse de tener que dar cuenta de su modo de vida, pero les aseguro que van a obtener un resultado completamente opuesto: serán muchos los que vengan a someterlos a examen, a los cuales yo contenía hasta ahora, sin que ustedes se dieran cuenta. Y serán tanto más agresivos cuanto más jóvenes sean, y ustedes se fastidiarán mucho más. Pues si creen que matando gente lograrán impedir que se les haga el reproche de que no viven rectamente, no están considerando bien las cosas, ya que este modo de evadirse no es para nada eficaz ni honrado. (Apología, 39d)
El vaticinio de Sócrates se mantiene aún vigente en nuestros días. Tenemos, por ejemplo, el acto de parrhesía de Miguel Unamuno, quien respondió al slogan fascista señalando: “venceréis, pero no convenceréis”. Para convencer es necesario realizar una evaluación crítica de la propia postura y elaborar los argumentos que la sostengan. Además, toda persona que desea convencer a otra debe también estar dispuesta a ser convencida por la posición contraria. Aún hoy el espacio público se compone de personas que asumen que sus principios y convicciones son la única -y la mejor- forma de comprender el mundo. No obstante, la filosofía conserva aún su posición crítica, recordándonos una y otra vez lo equivocados que estamos acerca de nosotros mismos.
La práctica del autoexamen y el diálogo
La filosofía exige la práctica del autoexamen. Esto demanda superar la pasividad con la que solemos tomar nuestras decisiones y actuar en el mundo sobre la base de creencias convencionales. Siguiendo a Nussbaum (2016), evaluar tales creencias y preguntar si existen otras formas de hacer las cosas es hacerse dueño de uno mismo. Por ello, la pereza de pensamiento que caracteriza a tales personas, yendo por la vida sin pensar en otras posibilidades y razones es peligrosa para la vida privada y la pública.
A juicio de la filósofa estadounidense, la técnica del “aguijoneo” de Sócrates es beneficiosa para la democracia. El examen racional de las propias creencias incide en las decisiones ético-políticas de los agentes. Por ello, ejercitar la reflexión puede promover el progreso en la búsqueda del bien común. De esta manera, señalar el ‘agujero’ en el saber es de vital importancia para promover el diálogo entre agentes y el libre intercambio de ideas. En concreto, según Nussbaum (2016), Sócrates consideraría a la democracia como la mejor de las formas de gobierno en tanto que respeta “los poderes de razonamiento y juicio moral que existen en todos los ciudadanos” (p. 48) y “(…) los poderes de deliberación y de elección que todos los ciudadanos comparten” (p. 49).
El autoexamen y la exigencia de razones y argumentos poseen un beneficio práctico. Ambos le otorgan profundidad a la autocomprensión y promueven la humildad intelectual necesaria para mantener vigente el diálogo que se produce en el encuentro con el otro. Es a través de la dimensión dialógica de la condición humana que podemos dar cuenta de la realidad y articular los saberes que le otorgan sentido a nuestra experiencia. Sin embargo, esta requiere que nos dispongamos a comprender la posición del otro y, en algunos casos, revisar aquellas facetas de nuestra autocomprensión que distorsionan nuestra comprensión de la realidad del otro.
Taylor (2017) pone en relieve cómo, al disponernos a dialogar con otros en el espacio público, nos permitimos ser retados e interpelados por la diferencia. Este reto nos permitirá dar cuenta de la particularidad de nuestra perspectiva en contraste con otras visiones del mundo. De esta forma, se nos revela el horizonte de sentido que determina nuestra autocomprensión y que, además, determina nuestra comprensión del mundo y nuestros modos de relación con el otro. A partir de ello, somos capaces de admitir nuevas perspectivas, que enriquecen el sentido. Es decir, nuestro horizonte se extiende para integrar aquello que antes se encontraba fuera de sus límites. Este movimiento se realiza en el ámbito de la conversación, por lo que exige necesariamente del encuentro entre agentes para su realización. Se trata de una tarea hermenéutica, en la que se conjuga un ideal epistémico y humano. Según Taylor (2017), a nivel epistémico, la comprensión enriquece los sentidos acerca del ser humano y sus posibilidades. A nivel humano, este fenómeno promueve la comprensión intersubjetiva, permitiendo la elaboración de saberes no distorsionados.
La práctica del autoexamen se realiza en diálogo. Para que ello sea posible es necesario seguir los pasos de Sócrates, asumiendo la misión filosófica de evaluar críticamente la solidez de nuestros saberes. Al reconocer que su sabiduría consistía en no poseer ningún saber, Sócrates señala nuestra condición epistémica elemental, a saber, “que la sabiduría humana vale poco y nada” (Apología, 23b). Una vez reconocida esta cualidad, seremos capaces de disponernos a conversar abiertamente con los que piensan distinto.
Referencias
Ferraris, M. (2016). La imbecilidad es cosa seria. Madrid: Alianza Editorial.
Nussbaum, M. C. (2016). El cultivo de la humanidad: una defensa clásica de la reforma en la educación liberal. Barcelona: Paidós Básica.
Platón. (1997). Apología de Sócrates (A. Vigo, ed.). Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
Taylor, C. (2017). Understanding the other. A Gadamerian view on conceptual schemes. En S. Glandert & F. Girard (Eds.), Law’s Hermeneutics: Other Investigations. New York: Routledge.