Héctor Horacio Karpiuk
Abogado, UB. Doctor en Leyes, UMSA. Profesor de Derecho, UBA. Profesor Asociado al Dto. de Derecho de la Universidad Kennedy. Integrante de la Sociedad Argentina de Derecho Laboral y del Equipo Federal de Trabajo.
1) Introducción
Atento el desconocimiento del tema fuera de los iniciados en el derecho del trabajo, aún colegas que se dedican a otras materias dentro del amplio abanico de especialidades en que puede dividirse el derecho en nuestros días -imposible prácticamente de abarcar por una sola persona en todos sus vericuetos por muy amplio que fuera su conocimiento del derecho en general- es que nos pareció que podría ser interesante para los lectores repasar la existencia y las razones de tensión existente entre los dos conceptos a los que aludimos en el título.
2) La razón de ser de dicha tensión
La realidad económica que enmarca el contrato de trabajo justifica que la autonomía de la libertad se encuentre limitada por normas heterónomas, necesarias en nuestra especialidad, pero que pudieran considerarse inconcebibles en otras ramas del derecho. Es que en el laboral, la igualdad -lejos de ser la base de la que se parte en la celebración del contrato- es la meta a conseguir, porque es ingenuo suponer que las partes contratantes gozan de pareja capacidad de negociación o de elección. Ya Cesarino Junior habló a mitad del siglo pasado de la “hiposuficiencia” del trabajador, atento su carencia de fuerza negocial cuando se presenta individualmente frente al patrón.
A partir de la revolución francesa se empezó a dar preeminencia en todos los ámbitos a la libertad -incluso la de trabajo- desconocida en la antigüedad y durante el periodo de la agremiación, adquirió efecto legal[1].
En principio, esta libertad de trabajo no significaba, teóricamente, más que el reconocimiento del derecho que todo individuo tiene a dedicarse a la profesión u oficio que elija poe su libre voluntad. Su consagración jurídica fue consecuencia de la Revolución Francesa tras la caída del monopolio de fabricar y producir, propio del sistema corporativo.
Este fenómeno se engarzó con el desarrollo del capitalismo y la revolución industrial, que produjo la eclosión de la gran industria, que a su vez exigían mayor libertad, menor fiscalización, menores regulaciones y aspiraban a un régimen jurídico que permitiera el amplio juego de la ley de la oferta y la demanda. La libre competencia, con su lógica de darwinismo social en que los sectores más débiles o con menos condiciones económicas para luchar y resistir debían someterse o desaparecer, en el marco de un Estado ausente.
Evidentemente, en la práctica, la Revolución Francesa fue la negación de los derechos de la clase trabajadora; pues si bien se los reconoció en el orden político, se los quitó en el económico, cuya consecuencia fue el desarrollo del liberalismo económico.
Partía de la libertad individual como intangible y de la ley mecánica de la oferta y la demanda para regular el precio del trabajo, lo que permitió la impune explotación del obrero, a quien se lo consideró una especie de máquina, que solo se diferenciaba de las demás en que debía alimentarse con pan y no con hulla[2].
Vale decir, entonces, que en la forma en que fue entendida y aplicada en el siglo XIX fue una libertad negativa, pues el hombre estaba autorizado a hacer todo lo que la ley no prohibiera y esto en un mundo muy rezagado mentalmente con relación al avance de la nueva técnica.
Por ello los códigos civiles y comerciales no consideraron fenómenos de orden económico, por lo que la libertad que protegían era la propia de las relaciones civiles o mercantiles, distintas a las que creaba el nuevo ordenamiento del trabajo[3].
La reacción contra este estado de cosas comenzó desde la primera mitad del siglo XIX y fue origen del desarrollo de una legislación tuitiva del derecho de los trabajadores.
Múltiples causas llevaron a la restricción de la voluntad de las partes del contrato de trabajo tanto al momento de su celebración como durante su desarrollo y aún al momento de su extinción.
Siguiendo a Pozzo[4] podemos mencionar las nuevas ideas filosóficas que aparecieron en la primera mitad del siglo XIX, que combatieron al liberalismo e indicaron que en la relación de trabajo hay algo más importante que una mera cuestión económica que pueda ser librada a la libre contratación, pues se encuentra en juego la dignidad del ser humano.
También a las doctrinas socialistas nacidas en dicho siglo que criticaron el sistema laboral y capitalista de distintas maneras (Saint-Simón, Fourier, Enfantin, Blanc, los que fueron calificados de utópicos por Karl Marx) y tuvieron la virtud de promover en algunos países de Europa la “cuestión social”; por lo que fueron fundamento de los grandes movimientos revolucionarios de 1.830 y 1.848, los que si bien fueron sofocados, repercutieron en el tiempo y el derecho tradujo en la legislación el concepto de respeto a la persona y de la dignidad del trabajador.
Asimismo el Estado no pudo permanecer indiferente ante el trabajo de niños y mujeres sometidas a jornadas de 12 ó 15 horas en las peores condiciones de higiene y seguridad, lo que repercutió en la salud de la población y en su desarrollo, por lo que la vida misma de cada una de las naciones involucradas peligró ante esta destrucción humana incontrolada. Las primeras leyes laborales intentaron proteger a estos grupos vulnerables.
También los trabajadores lucharon para lograr el reconocimiento de dos derechos indudables frente a la patronal: a) el de asociación profesional que otorga al sindicato obtener fuerza negocial a través de la unidad de los trabajadores y b) el de huelga, que les permitía doblegar la voluntad del empleador para que aceptara la mejora de las condiciones de trabajo.
Estos derechos fueron paulatinamente reconocidos durante todo el siglo XIX y tuvieron recepción constitucional en el siglo XX, en lo que se denominó el Constitucionalismo Social (1.917 en la Constitución de Querétaro, México, 1.919 en la de la República de Weimar y así sucesivamente).
También debemos mencionar el creciente reconocimiento de la personalidad política del hombre, pues leyes sucesivas fueron ampliando las capas de la sociedad que gozaba del derecho al voto, hasta llegar a su universalidad.
Esto provocó la incorporación de nuevos actores sociales –en su mayoría constituida por trabajadores- a la política y los partidos que pretendían seducirlos debieron incluir en sus plataformas y programas una serie de reformas que se concretaron luego en leyes de carácter laboral (por ejemplo la jornada de ocho horas), esto dicho sin perjuicio de que los propios trabajadores constituyeron partidos políticos cuyos representantes en los parlamentos que debieron luchar por conseguir el dictado de leyes que contribuyeran a la mejora de las condiciones de vida de la clase obrera.
Para lograr esto una de las primeras herramientas legales a las que recurrieron los distintos gobiernos fue establecer limitaciones a la libertad de contratar de las partes vinculadas por relaciones laborales, por lo que se sustrajeron al tráfico de la concertación determinados aspectos con lo que no se suprimió la libertad contractual a su respecto sino que se la restringió a determinados aspectos, por lo que no se reconoció eficacia jurídica a cualquier acuerdo celebrado que violara los mínimos o máximos (orden público laboral) establecidos para garantizar parámetros compatibles con la vida humana[5].
En este sentido, debemos agregar que ley y el convenio colectivo de trabajo son las dos fuentes principales de dichas limitaciones que protegen la dignidad de los trabajadores.
Conclusiones
Todo esto nos permite aseverar que como el derecho del trabajo no tiene un objeto meramente económico, sino una finalidad eminentemente social, pues el objeto de la empresa no es solo el lucro, sino que conforma una comunidad de hombres que busca la satisfacción de sus necesidades. Tampoco puede considerarse al trabajo humano como una mera “mercancía”[6] de conformidad con la justicia social que impone deberes a los que ni patronos ni obreros se pueden sustraer y cuyo cumplimiento tendrá como fruto una intensa actividad de toda la vida económica desarrollada en la tranquilidad y el orden, y se demostraría así la salud del cuerpo social, del mismo modo que la salud del cuerpo humano se reconoce en la actividad inalterada y al mismo tiempo plena y fructuosa de todo el organismo se justifica las limitaciones a la voluntad negocial que afecta la autonomía de la voluntad de las partes.