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¿Cómo atajar el ilícito enriquecimiento que produce la corrupción?

por PÓLEMOS
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Erick Guimaray

Doctor en Derecho por la Universidad de Cádiz. Profesor Auxiliar de la PUCP. Miembro del Grupo de Investigación GRIPEC-PUCP. Investigador Senior del Basel Institute. 


Hacia finales del 2019, según Proética, la corrupción era el segundo problema más importante del país[1]; y con todos los escándalos de corrupción que macularon la administración sanitaria en plena pandemia, la percepción del problema, seguro, no ha disminuido (como efectivamente lo constata Transparencia Internacional en el CPI 2020[2]).

Pero, probablemente pocas necesitemos de encuestas o estudios sesudos sobre la materia para ver, de modo superficial, que la administración de la cosa pública suele convertirse en una especie de negocio espurio entre el poder público y el poder económico del sector privado.

Una prueba, ya hasta por antonomasia, de lo que se acaba de mencionar es la trama Lava Jato del Perú. Es decir, sin pormenorizar en cada uno de los casos y tampoco sobre los involucrados, la empresa Odebrecht habría financiado más de una campaña electoral, y sobornado a más de un funcionario o funcionaria pública para teledirigir su desempeño, principalmente, en el marco de concursos públicos de obras de infraestructura. De modo que, la “inversión” para imprimir determinados sesgos en la Administración pública explica la inconsciente decisión de pocos en perjuicio de todos

Y aunque este contexto criminal ya supone retos importantes para los operadores jurídicos, en la investigación e imputación de responsabilidad penal a los principales responsables, la gran corrupción (esa que se enquista en estructuras organizadas y que tiene íntima vinculación con la delincuencia económica) guarda otro difícil frente para el sistema de justicia: atajar el enriquecimiento ilícito que produce la corrupción.

El contexto, entonces, es bifronte. De un lado, la persecución penal de la corrupción y, del otro, la autónoma persecución de los réditos de dicha actividad criminal.

Para ejemplificar esta situación valga, otra vez, citar el caso Odebrecht. Esta empresa brasilera admitió su responsabilidad por el pago de sobornos, ante el Departamento de Justicia de los Estados Unidos. En concreto, la empresa brasilera (que en el Perú es una persona jurídica colaboradora) aceptó haber destinado al Perú hasta 29 millones de dólares para pagos ilícitos relacionados con la corrupción pública, provenientes del llamado “Departamento de Operaciones Estructuradas – Caja 2”. Sin embargo, y gracias a las investigaciones del Ministerio Público y a la información entregada por los colaboradores eficaces, solamente para la construcción de la obra pública llamada IIRSA SUR se habría destinado más de 30 millones de dólares. Y si a esta cifra le sumáramos los sobornos que se habría pagado en la adjudicación del GASODUCTO SUR PERUANO o del Tren Eléctrico, claramente la información que Odebrecht entregó en su momento a las autoridades estadounidenses requiere un aggiornamento.

Entonces, aparcando el interesante debate sobre los delitos contra la Administración pública perpetrados por funcionarios de ambos lados (empresa y Estado), importa aquí fijar la atención en los millonarios pagos por concepto de corrupción, pues esto, a la par, pone a la luz el problema de elegir la mejor herramienta jurídica para atajar el ilícito enriquecimiento que esos pagos producen. De modo que, a continuación, se ensaya el panorama de una posible respuesta. 

Una primera solución sería imputar el delito de enriquecimiento ilícito (art. 401 del CP peruano), es decir, construir la atribución penal en torno al desbalance patrimonial de los involucrados. Pero esta solución tiene algunos problemas. En primer lugar, habrá que detectar el desbalance, pero en medio de un contexto donde las grandes organizaciones criminales cuentan con mecanismos financieros para disfrutar sus fortunas del modo más desapercibido posible (las supuestas estrategias evasivas sobre los pagos de soborno que Maiman y Navas explicaron sobre Toledo y García, son ejemplos de esto). Y en esta tesitura, además será necesario desvelar la responsabilidad de las empresas. En segundo lugar, la imputación penal pasa por probar el llamado elemento funcionarial, es decir, construir con algún grado de convencimiento indiciario que determinados funcionarios y funcionarias lucraron con causa en el abuso o aprovechamiento de sus funciones. Así, en la práctica, un nada despreciable espacio de investigación justificaría la imputación del delito de enriquecimiento ilícito. Pero resulta que los altos funcionarios suelen estar alejados de la infracción in situ, y este es un problema que se agudiza cuando utilizamos un delito que, en sentido estricto, no castiga una infracción penal concreta, sino el haberse enriquecido. 

Por lo tanto, y sin detenerse en su controversial tipicidad, la imputación del delito de enriquecimiento ilícito -para atajar las grandes fortunas de la corrupción- no parece ser una tarea sencilla, o, en todo caso, implicaría más que la sola imputación de un, poco visible, enriquecimiento. 

La segunda salida al problema sería imputar el delito de lavado de activos. Para esto habrá que trabajar en la llamada ruta del dinero, o sea, ubicar a los activos y bienes que produce la corrupción, y que han sido, principalmente, convertidos o transferidos. Con lo cual, volvemos a ubicarnos frente a la difícil tarea de identificar las fortunas y sus destinatarios (iniciales y finales); y con ello, vuelve a aparecer, como un reto más, la preponderante intervención de las empresas privadas y su responsabilidad (penal o administrativa). No obstante, el DL 1106 tiene la ventaja de no requerir la autoría especial (funcionario público), o de no distinguir entre autores y partícipes, como sí lo hace el delito de enriquecimiento ilícito. 

Luego, suponiendo que podemos averiguar la ruta del dinero, ello implicaría saber que se trata de activos ilícitos, o sea, y en lo aquí importa, haber acumulado determinado material probatorio en torno a infracciones vinculadas a la corrupción, que no suelen mostrar a sus más importantes responsables. Por lo demás, parece complicado diferenciar, en una misma imputación, entre el delito de enriquecimiento y el de lavado de activos, pues en la práctica, la incorporación de activos ilícitos (más o menos sofisticada) parece ser el común denominador entre ambos injustos.

Con todo, por tratarse de una técnica más depurada, acorde con la sofisticación de las grandes organizaciones criminales, lo lógico sería escorar la imputación hacia el lavado de activos.

La tercera salida consistiría en utilizar el proceso judicial de la extinción de dominio (D.L. 1373). La extinción de dominio permite despojar bienes o activos solamente en base a la acreditación, mediante el balance de probabilidades, del origen o destino ilícito de esos bienes o activos. Desde un punto de vista político criminal, la extinción de dominio tiene un fin preventivo, pues obstaculizaría el funcionamiento de las organizaciones corruptas o, en todo caso, su reincorporación a las actividades delictivas, al quitarles los recursos. Entonces, si lo que se quiere es yugular el rédito económico de la gran corrupción, cuyos contornos no han sido calificados aún en un proceso penal (con causa en su alto estándar de prueba), un mecanismo que prescinda de los requisitos penales parecería ser la solución. 

Pero a estas alturas confluyen los problemas y las ventajas. Es decir, para extinguir habrá que identificar, o sea, descubrir la ruta del dinero, y estas con cuestiones que ya en el enriquecimiento y en el lavado se mostraban complicadas. Y si contamos con la identificación, lo más probable será que el ordenamiento penal también se active. Y en esta tesitura, la coordinación entre ambos fueros (el penal y el de extinción) se yergue como otra tarea importante para impedir una absurda competencia por “puesta de mano”, entre el comiso penal y la propia extinción. 

Para terminar de esbozar el panorama de solución frente al ilícito enriquecimiento de la corrupción, valga recordar que las empresas suelen tener una participación preponderante no solamente en la comisión de los delitos vinculados a la corrupción (esos que producen y cuestan mucho dinero), sino que vuelven a escena a la hora de ocultar las ganancias. Se valen de meticulosos mecanismos financieros, que a la postre permiten el desapercibido disfrute de esas mismas ganancias. Entonces, contra ellas también habrá que actuar en pos de atajar el ilícito enriquecimiento, y resulta que los tres instrumentos, a priori, le son aplicables.  

Sin embargo, las personas jurídicas pueden explicar que el delito se perpetró esquivando su debido y bien logrado sistema de cumplimiento normativo. De modo que se presente al responsable como un solitario y errático autor. Esta realidad, por supuesto absolutamente contrastable, se suma a la compleja tarea de yugular los réditos de la corrupción, que a veces son cobijados de la persecución penal o “civil”, en el seno de complejas estructuras societarias.

Por lo dicho, la solución más eficiente para atajar el ilícito enriquecimiento de la corrupción implicaría, cuanto menos, que las herramientas mencionadas no se estorben, porque la yuxtaposición de sus componentes hace más compleja la ejecución de la tarea. Pero, cabe señalar, esta aserción no niega la legitimidad de las exigencias típicas o el valor del compliance penal, y tampoco aboga por rebajar sus estándares y reivindicaciones legales. Significa lo dicho, esto es, que, aunque varias herramientas coexistan, ello no asegura que puedan ser usadas en bloque. 

En este sentido, como aproximación a una concreta decisión frente a la persecución de los réditos de la corrupción, puede decirse lo siguiente. Es insoslayable la tarea de pronunciarse sobre la ilicitud de los activos que produce la corrupción pública, pero hasta allí. Es decir, la imputación de un delito vinculado a la corrupción, o sea, la identificación de responsables y concretas conductas punibles, responde a un baremo argumentativo y de convicción distinto y superior a esa tarea. Dicho de otro modo, para perseguir la riqueza que produce la corrupción, quizá baste con constatar indicios razonables de la comisión de determinados ilícitos penales vinculados a ella, para después “atacar” el mal habido patrimonio.

Por tanto, el proceso de extinción de dominio se yergue como la medida más eficiente para perseguir el ilícito enriquecimiento de la corrupción. Y esto es así porque esta salida implica la realización de varias tareas vinculadas, operativamente, a las demás herramientas citadas. Señaladamente, será preciso identificar la ruta del dinero (como en el lavado); despoja del ilícito patrimonio (que parece ser la principal preocupación político criminal del art. 401 del CP); y tiene prevista concretas actuaciones contra la persona jurídica que ha sido instrumentalizada para fines ilícitos. Obviamente, el camino avanzado puede ir de la mano de las investigaciones penales, y en ningún caso la extinción de dominio podrá funcionar a espaldas de la acreditación de ilicitud vinculada a la corrupción. 

Finalmente, los problemas y la solución que aquí se comentaron no son cuestiones zanjadas, o incontrovertibles (por ejemplo, la extinción de dominio no está atada a la infracción penal, como aquí se sugiere), y por ello, ameritan reflexiones más profundas, en manos de la doctrina más especializada en la materia.


Referencias:

[1] Disponible en: https://www.proetica.org.pe/contenido/encuesta-nacional-sobre-percepciones-de-la-corrupcion-en-el-peru/.

[2] Véase, https://www.transparency.org/en/cpi/2020/index/per

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