Nicole Oré Kovacs
Psicóloga y docente en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas y la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
La esfera educativa debe proteger y distribuir adecuadamente el conocimiento como un bien. En este sentido, al ser una de las instituciones de esta esfera, la universidad se constituye como un escenario de elaboración y difusión de conocimientos. Estos son articulados en el intercambio de saberes entre académicos y alumnos, quienes, en diálogo, reflexionan acerca de sus realidades y se disponen a difundir el conocimiento en la escena universitaria. Este conocimiento, siempre crítico y producto del compromiso con el saber, se institucionaliza a partir de la publicación de artículos o libros, la organización de seminarios o conversatorios y el desarrollo de propuestas formativas. Esto se constituye como la dimensión práctica de la idea de universidad.
El intercambio de conocimiento y la revisión crítica de la realidad social son elementos esenciales de la idea y práctica universitaria. Sin embargo, a medida que se amplía la oferta universitaria con nuevos programas formativos en pre y posgrado, la institución se ha visto en la necesidad de hallar una fórmula ágil que le permita gestionar adecuadamente sus procesos administrativos. Para tal fin, la burocracia, propia de los sistemas de mercado, ha sido contemplada como la herramienta más eficaz para resolver las necesidades institucionales.
Deshumanización burocrática
Según Max Weber (2017)[1], la burocracia moderna opera mediante leyes y normas administrativas. Las actividades que se exigen para cumplir con los objetivos de una estructura burocrática se reparten como deberes hacia un grupo de funcionarios. El cumplimiento normal y regulado de dichos deberes se asegura por un sistema de normas y procedimientos claramente descritos. La autoridad burocrática se aplica a la actividad privada o pública, sin distinción. Además, se origina en la actividad económica privada y luego es trasladada a otras esferas de la vida, entre ellas, la educativa.
Ahora bien, Weber plantea que la resolución objetiva de los problemas en un sistema administrativo exige el uso y aplicación a una serie de normas calculadas. Esta resolución se ejecuta “sin tomar en cuenta a las personas” (p.51). Para el autor, no tomar en cuenta a las personas es también una consigna del mercado y es consecuencia de intereses exclusivamente económicos. Es decir, se ejecutan los procedimientos tomando como base el principio sine ira et studio [sin ira y sin pasión] propios del mercado. Más aún, mientras más se deshumanice, más se logrará despojar a los asuntos oficiales de cualquier matiz humano vinculado a la dignidad, el honor, la creación intelectual, entre otros factores personales que se escapan del cálculo medios-fines.
En este sentido, cuando la universidad se encuentra en una encrucijada ética en la que se pone en juego la dignidad e integridad de uno de los miembros del sistema, es muy probable que las propuestas de solución se orienten principalmente hacia una fórmula burocrática. Para la burocracia, el fundamento para la administración es una ley racional conceptualmente sistematizada (i.e. normas y reglamentos), por lo que requiere de funcionarios ‘objetivos’, indiferentes y rígidos para su correcta aplicación. Esta rigidez inhibe el razonamiento ético a favor de intereses institucionales, por lo que este hecho desestima cualquier espacio para el discernimiento ético de una solución que proteja la integridad de los agentes.
Queda claro que la racionalidad burocrática se fundamenta en la sistematización de los procedimientos y en la agilidad de la gestión en las tareas administrativas. Por lo tanto, viene bien para gestionar bienes materiales y económicos. El problema con este estilo de razonamiento es que es incompatible con la solución de asuntos que atañen a otros bienes, entre ellos, el bien esencial de la esfera educativa: el conocimiento. Además, pierde de vista que el conocimiento es producto de la actividad comprometida de los miembros de la comunidad educativa. Así, la disposición genuina hacia el trabajo con el saber es desestimada a favor de una lógica de mercado que degrada la idea de universidad.
Injusticia epistémica en la universidad
El problema que empieza a esbozarse aquí se vincula con lo que Nussbaum (2010)[2] diagnostica como la silenciosa crisis de la universidad contemporánea. Cuando la educación se centra por completo en la rentabilidad al corto plazo, el proceso humanístico característico de la universidad se degrada. De esta forma, la imaginación, la creatividad y el pensamiento crítico pierden terreno frente a la tendencia deshumanizadora de ver a los demás como objetos. En el caso de los agentes epistémicos (i.e. investigadores, docentes, estudiantes), estos se ven reducidos a meras fuentes de información o productores de conocimiento. Esta es una cualidad de la época moderna que ha sido ampliamente elaborada y descrita como la asunción de una actitud esencialmente individualista y atomística. Cuando se traslada a la esfera educativa, la individualidad se instala en el sistema de gestión universitaria, encarnándose en funcionarios cuyo objeto es cumplir con los deberes dispuestos en los reglamentos.
La reducción de los agentes epistémicos a meras fuentes de información ha sido un tema trabajado a profundidad por Fricker (2007)[3] en el ámbito de la reflexión filosófica acerca de la injusticia epistémica. Si bien Fricker sitúa a la injusticia epistémica en el ámbito del derecho, este concepto es lo suficientemente amplio para ser utilizado para esclarecer dilemas éticos en el ámbito de la investigación y producción de conocimiento. De hecho, Fricker asevera que cuando un agente epistémico se reduce a una fuente de información se objetiviza, convirtiéndose así en un proveedor de conocimiento. Ello desestima la capacidad del agente para dar cuenta de su posición e historia en relación al conocimiento elaborado. Se esboza aquí una situación de injusticia epistémica en la que se desacredita la competencia epistémica del agente.
Sin embargo, la injusticia epistémica sucede también cuando se desacredita la credibilidad del conocimiento otorgado por un agente sobre la base de algún prejuicio de identidad. Fricker (2007) describe situaciones en las que la injusticia epistémica de tipo testimonial se ejecuta tomando como base un prejuicio de raza, género o clase social. A estos prejuicios añadiría aquellos que entran en juego en la vida académica, como lo serían, por ejemplo, la edad y experiencia profesional, el grado académico, la clasificación de la actividad investigativa[4], entre otros. Como consecuencia de ello, se desacredita el bien epistémico cuando es interpretado desde un prejuicio de identidad.
En la escena académica, el bien epistémico se materializa en la producción intelectual. La profesionalización de la vida académica ha exigido a docentes e investigadores agilizar tal producción con el objeto de publicar más y más rápido. De esta forma, los académicos esperan ascender en la escala y las universidades procuran mejorar su rentabilidad económica. Además, cuando se reconoce una idea novedosa como ‘rentable’ el sistema hará lo posible para vender la propuesta lo más rápido posible. Esta lógica produce lo que en otro texto he denominado “competencia desmedida y descomposición del intercambio de saberes”[5]. Lo que describo bajo ese nombre es la reducción de los intercambios intelectuales y la priorización de los propios méritos a partir de la ponderación de la cantidad de publicaciones. De hecho, este indicador es el instrumento más utilizado para medir la magnitud del aporte a la disciplina, desacreditando otras formas de difundir conocimiento.
Sin embargo, la contraparte de la injusticia epistémica en la universidad se encuentra en el esfuerzo y reconocimiento genuino de la labor intelectual. La confianza en el talento, la disposición al diálogo y el interés en las ideas de los miembros de la comunidad académica continúa ejercitándose en espacios más íntimos. De hecho, muchos hemos experimentado de primera mano nutricias conversaciones con colegas que esclarecen y enriquecen nuestros proyectos. Además, aún se conservan espacios de creación y difusión del conocimiento.
Engendrar una idea
En el Teeteto (Platón, 1998)[6], Sócrates se describe a sí mismo como estéril en la sabiduría. Esta esterilidad es la que le permite hacerse responsable del parto de los bellos pensamientos de quienes se disponen a engendrar una idea. Lo que hace Sócrates es poner a prueba lo que se engendra, cuestionando si se trata de algo “imaginario y falso o fecundo y verdadero” (p. 189). Podríamos hacer una analogía con esta metáfora, pensando a la universidad como el terreno estéril en sabiduría que, precisamente por su cualidad, admite y promueve las ideas más fecundas.
Por ello, es destacable que a pesar de los embates que ha sufrido la institución universitaria, se mantiene vigente su apertura y flexibilidad para la creación, la promoción de la actividad del pensamiento. En este sentido, quienes nos dedicamos a la academia conservamos el compromiso hacia el trabajo con las ideas. Es decir, ejercemos como vocación una genuina dedicación a la actividad de la teoría, a la construcción de conocimiento como tarea infinita. La infinitud de esta actividad nos permite encontrar siempre nuevos espacios para crear, develar y articular nuevos saberes.
Referencias
[1] Weber, M. (2017). ¿Qué es la burocracia? http://www.ucema.edu.ar/u/ame/ Weber_burocracia.pdf
[2] Nussbaum, M. C. (2010). Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las humanidades. Buenos Aires: Katz.
[3] Fricker, M. (2007). Epistemic Injustice. Power & the Ethics of Knowing. Oxford: Oxford University Press.
[4] Las escalas de clasificación para investigadores se describen en el Reglamento de calificación, clasificación y registro de los investigadores del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Tecnológica – Reglamento RENACYT. Ver https://portal.concytec.gob.pe/images/renacyt/reglamento_renacyt_version_final.pdf
[5] Oré Kovacs, N. (2021). ¿Publicar o Investigar?. Revista Ethika+, (3), 129-145. doi:10.5354/2452-6037.2021.61151
[6] Platón (1998). Diálogos V. Madrid: Gredos