Olga Lucía Camacho Gutiérrez
Abogada de la Universidad La Gran Colombia, ganadora del concurso de ensayos de la Academia en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la American University School of Law con el escrito titulado “Intersexuales en estado de excepción: Violencias contra las corporeidades diversas”, becaria de la misma Academia.
La mutilación genital femenina es una de las más oprobiosas prácticas que todavía tienen lugar en comunidades del continente africano, algunas del Oriente Medio, Asia, y claro, del continente americano –incluida Colombia-.
La resección de los genitales externos de las menores de edad es especialmente perjudicial porque implica no solo remover tejido sano del cuerpo de un ser humano todavía en formación, sino también exponer a toda una vida de dolor indecible, infecciones y cicatrización compleja a una niña que más adelante tampoco tendrá la capacidad de sentir cuando decida sostener relaciones sexuales.
A estas alturas resulta obvio decir, por ejemplo, que aún cuando un sustrato cultural justifique para estas comunidades la realización de este tipo de prácticas, se trata al final de una violación genuina a los derechos humanos a la salud, a la integridad física y a la autonomía corporal de las mujeres y niñas que, en ausencia de beneficio alguno y motivos médicos que las respalden, son actos constitutivos de tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes.
¿Y qué si les dijera que la mutilación genital debiera aceptarse en los casos en los que esta práctica se ejecuta, no por una mujer con una cuchilla cualquiera, sino por un sujeto vestido de bata blanca con instrumentos quirúrgicos esterilizados?, ¿cambia de manera alguna el reproche a la mutilación genital? La respuesta seguirá siendo la misma: no.
¿Y si les dijera que la mutilación genital se practica actualmente no solo en comunidades indígenas, sino también en clínicas y hospitales, sobre los cuerpos de menores de edad cuyo sexo diverso es violentado por la creencia cultural de que el “tamaño sí importa”? La respuesta puede no parecer tan fácil, así que vamos despacio en esta.
Las personas intersexuales son seres humanos -para muchos esto todavía no es obvio- que han nacido con características sexuales diversas; es decir, con características sexuales que no son típicamente masculinas ni femeninas, dada la interacción de características de naturaleza cromosómica, genética, morfológica y anatómica. Por su diversidad, estas características son calificadas como “patológicas” con el fin único de generar la necesidad de cura o corrección en aquellos quienes se especializan para ello: los prestadores médicos.
Que la diversidad suela ser calificada como una enfermedad no es nada nuevo -hasta hace muy poco la OMS retiró de su listado de enfermedades a las identidades trans y es imposible dudar que se trate de un asunto genuino de derechos humanos-. Tampoco es extraña la arbitrariedad con la que asociamos las categorías “saludable” y “normalidad”, como si fuera posible hablar de esto último sin ser excluyente o determinista.
Lo que sí resulta a todas luces paradójico e incomprensible es que, mientras se condena la mutilación genital femenina en niñas y mujeres porque dicha práctica carece de beneficio en la salud y se motiva básicamente en creencias culturales, el mismo escenario se repita sobre las corporeidades de menores de edad intersex y no digamos nada. Es más, que al interior del colectivo LGBT se desconozca con frecuencia el significado de la letra “i” -casi de invisibilidad- y lo que ello representa en términos de violación a los derechos humanos y activismo.
Ahora bien, los argumentos que se esgrimen en contra de quienes sostenemos que la intervención quirúrgica y hormonal de menores de edad intersex es un genuino acto de mutilación y, por tanto, de tortura, se relacionan con las razones que señalan que la intersexualidad es una enfermedad. Pero, ¿qué es lo saludable y qué lo enfermo?, ¿quién determina los límites entre uno y otro?, ¿depende de una frecuencia estadística?, ¿de lo que diga la OMS?, ¿de lo que perciben terceros investidos con un hálito de autoridad y bata?, ¿de un sistema de creencias sociales?
Que la intersexualidad sea calificada como una enfermedad justifica en la mayoría de países en el mundo –menos Malta- la remoción de un clítoris sano, la mutilación de falos que por su tamaño deben ser mutilados, la extirpación de testículos no descendidos, la creación artificiosa de aberturas vaginales que sólo es posible mantener con la introducción de por vida de dilatadores en la cavidad del menor (¿no es eso equivalente a una violación?), etc.
Hasta ahora no existe un estudio que pueda sostener con rigor y seriedad científica –lo que sea que eso signifique hoy en día- que la tenencia de características sexuales diversas sea sinónimo de merma en la salud del menor intersexual. Así, entre los más de 30 tipos de intersexualidad, solo la hiperplasia suprarrenal congénita perdedora de sal demanda atento seguimiento médico, no porque la tenencia de características sexuales diversas sea nociva para la salud de la persona, sino porque el déficit de aldosterona es tal que podría causar la muerte por deshidratación si es que no se recibe el tratamiento adecuado.
Lo que sí existen son estudios de seguimiento de casos de menores de edad intersex que en su infancia fueron intervenidos y en la adultez llegaron a desarrollar problemas de salud asociados a la mutilación genital de la que fueron víctimas. Problemas de salud que van desde la esterilización forzada, la completa tumescensia de tejidos, el padecimiento de procesos de indebida cicatrización e infección repetida, entre otros; sin mencionar todo lo que en materia de salud mental se asocia al hecho de vivir en un cuerpo que ya nunca será el mismo.
El activismo intersexual hoy reclama no solo mayor visibilidad e independencia de su brazo activista, de aquel otro que ha decidido no darle la mano -el LGBT-, sino que reclama con firmeza la suspensión de todo tratamiento médico y hormonal que medicalice las corporeidades diversas por el simple hecho de serlo.
Si nada de lo que he escrito hasta ahora les convence un poquito porque les fascinan en cambio los argumentos de autoridad, aquí les van algunos:
- El relator especial para la tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes Juan Méndez, señaló en su informe del año 2013 que las intervenciones médicas sobre menores intersexuales constituían un acto de tortura cuando el procedimiento: fuera invasivo, irreversible y no contara con el consentimiento del paciente en cuestión.
- La Organización Mundial de la Salud –la misma que sigue dejando en sus listados de enfermedades a la intersexualidad—, señaló en un informe del año 2014 que sobre la corporeidad de los menores de edad intersex se están llevando a cabo prácticas de mutilación genital que es preciso detener.
- La Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el año 2015 en el informe sobre Violencias contra personas LGBTI, señaló que la principal violación a los derechos humanos de las personas intersex ocurren en el quirófano, cuando se llevan a cabo las cirugías de asignación o corrección de sexo.
- El Consejo de Europa en un informe del año 2015 ahonda además, en las consecuencias de la medicalización de la intersexualidad, la necesidad en torno al reconocimiento legal de las corporeidades diversas y la necesidad de garantizar los derechos humanos de esta minoría.
Ahora bien, que todo esto alerte nuestro sentido común –aunque sea un poquito– y nos ponga en conocimiento de que las violaciones a los derechos humanos de las personas intersex son reales y actuales, no nos evade en todo caso, a nosotros quienes abogamos y defendemos la intersexualidad desde el derecho; de la argumentación jurídica como ese instrumento útil para convencer a aquellos que todavía guardan sus dudas en torno a la equivocada patologización de la diferencia –los mismos que quizá siguen negando a las identidades trans–.
Entre esos retos se encuentran, por ejemplo, argumentar que las cirugías de normalización de la intersexualidad constituyen un verdadero acto de tortura. Las complejidades al menos en ese campo se generan en principio, por cuanto la tortura hasta ahora ha sido relegada para los actos más perjudiciales, agraviantes y humillantes que puedan perpetrarse contra la integridad física y moral de la persona humana. ¿Es posible resignificar la tortura a estas alturas?, ¿hacerlo desvirtuaría la naturaleza particularmente gravosa de esa categoría jurídica?
Hablar de tortura en escenarios sanitarios obliga, además, a repensar no sólo la autoridad conferida al extremo poderoso de la relación médico-paciente, sino a la calidad incuestionable de los tratamientos que sugiere. ¿Pone en peligro esta postura la práctica de tratamientos en salud que son de naturaleza forzosa, por ejemplo, la vacunación o la institucionalización de personas que padezcan graves afectaciones a su salud mental?
Por último, al tratarse de un tratamiento médico se presume que el galeno actúa, en principio, para producir un bien en el paciente –aun cuando los testimonios de las personas intersex digan otra cosa–. Entonces, ¿esa intención curativa resulta compatible con el requisito de “intencionalidad en la producción del daño” que requiere todo acto para ser calificado como tortura?, ¿puede sostenerse que el daño producido ha sido intencional o meramente incidental?
Como quiera que sea, la ausencia de respuestas absolutas que desde el Derecho nos permitan demostrar el oprobio y el agravio que sufren otros que no son distintos a usted y a mí –pues tienen carne, corazón, huesos- no puede ser excusa para evadirnos de la empatía que nos pone en los zapatos del otro, para compadecer y entender la gravedad del dolor que no sufrimos. Pensemos de ahora en adelante cómo podemos hacer del Derecho ese instrumento de reivindicación de quienes siguen reclamando una voz y demandan al tiempo ser escuchados.
Para más información puede visitar:
Organization Intersex International