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La autorregulación en el derecho penal económico: bases para su integración en el sistema del delito

por PÓLEMOS
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Sergio Rodríguez

Estudiante del Máster en Sistema Penal y Criminalidad de la Universidad de Cádiz. Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Estudios de pregrado en la Universidad de Castilla – La Mancha (Toledo, España). Adjunto de docencia en la Facultad de Derecho de la PUCP


Al aproximarse al estudio del Derecho Penal Económico es común encontrarse con dos conceptos clave a los que suele hacerse referencia: globalización y desregulación (Terradillos Basoco, 2015). Así, la idea de la que se parte es que vivimos en una sociedad globalizada y, a su vez -o quizás como consecuencia de ella -cada vez más desregulada.

Este marco ha dado lugar a nuevas formas de criminalidad empresarial, cometida en el marco de grandes empresas multinacionales -que aprovechan los espacios que cede el Estado -y que generan grandes perjuicios económicos para los sujetos afectados. A su vez, se generan nuevas formas de aproximarse a esta criminalidad y combatirla. Una de ellas es el recurso a formas de autorregulación para la colaboración del privado con el Estado en la lucha contra el delito.

Sin embargo, es necesario un desarrollo más profundo de estas cuestiones para poder encontrar el verdadero rol de la autorregulación en el Derecho Penal, evitando caer en una legislación de moda o carente de una base teórica sólida. Si bien se trata de un objetivo que requiere de un desarrollo profundo, en las siguientes líneas se pretende ciertas ideas fuerza que permitan encaminar una discusión posterior al respecto. Para ello, hay que responder previamente a dos preguntas: ¿cuál es el verdadero alcance de la globalización y la llamada desregulación?, y ¿cuál es el rol del Estado en una sociedad configurada de esa manera?

Además, debe tenerse en cuenta que el Derecho Penal, al regular y proteger una sociedad determinada, se aproxima a ella, por lo que nada puede decirnos sobre estos conceptos. Por lo tanto, habrá que apoyarse en aquellas áreas del conocimiento que se aproximan directamente a estos y, a partir de ahí, derivar las consecuencias para la propia lógica del sistema penal (Vogel, 2005, p. 114).

  1. LA GLOBALIZACIÓN COMO PUNTO DE PARTIDA

La globalización suele entenderse de manera general como la ruptura o desaparición de las fronteras físicas de los Estados. Sin embargo, no estamos frente a una internacionalización de los mercados, ya que esta es una situación que ha venido presentándose desde el surgimiento de la Revolución Industrial. En realidad, la globalización hace referencia a un proceso mucho más intenso de integración entre los mercados nacionales (Stiglitz, 2011, p. 45), alentado tanto por el desarrollo de las tecnologías de la información como por el desarrollo de nuevas formas de producción, entre ellas, la global supply chain, que supone la deslocalización de los centros de producción y la descentralización de toda una cadena productiva a lo largo de todo el mundo (Mayer & Gereffi, 2010, p. 3).

Esta nueva forma de producir bienes y servicios da lugar a un mercado global, a una cadena de producción que, si bien responde a una sola guía o directriz, no pertenece a un único territorio o a un único mercado. Ante este panorama, los Estados pueden verse imposibilitados de regular o normar los procesos económicos, tanto porque existe un interés en atraer mayor inversión extranjera como por una incapacidad técnica o estructural para abordar estos nuevos procesos -principalmente cuando se trata de Estados con un débil aparato estatal (Crelinsten, 2001, p. 91). Así mismo, los intentos regulatorios pueden verse mermados por los propios límites de la actuación estatal, basada en el principio de territorialidad (González García, 2004, p. 11).

Ello trae consigo una consecuencia adicional y, a su vez, una característica esencial de la globalización: el posicionamiento en el mercado y en el sistema político de sujetos privados que, de manera individual o conjunta, ocupan el vacío de poder que se origina por el propio mercado global (Büthe, 2010, p. 9), y que no puede ser cubierto ni por los Estados ni por las organizaciones internacionales -cuya eficacia depende de los Estados que las conforman. En consecuencia, en la actualidad puede verse como las grandes empresas que lideran las cadenas de producción, asociaciones de expertos u organizaciones no gubernamentales ejercen, en este nuevo mercado, competencias que tradicionalmente se han entendido como privativas de los entes estatales: regulación, supervisión e incluso sanción.

Esto sucede no solo en un contexto macro. Influenciadas por este marco y con el interés de ser cada vez más competitivas, las empresas de menor tamaño o que se circunscriben únicamente a los mercados nacionales también han asumido estas competencias, principalmente aquellas de regulación. Que la llamada cultura del compliance ocupe cada vez mayor atención en la sociedad -y en los estudios de Derecho Penal -es muestra de ello.

Con todo ello, parecería ser que, efectivamente, la desregulación es una consecuencia y una necesidad de la globalización. Sin embargo, la autorregulación -como contrapartida de la retirada del Estado -es un fenómeno de larga data, que puede remontarse a la libertad de organizarse de los gremios previo a la Revolución Industrial. Podría hablarse entonces de una vuelta a la autorregulación, pero con caracteres especiales propios de una sociedad y de un sistema político específico.

2. ESTADO Y REGULACIÓN

La declaración de nuestra Constitución de un Estado social y democrático de Derecho no es baladí. Se trata de un Estado cuya soberanía reside en la Constitución como norma jurídica fundamental, que aglutina, ordena y permite la convivencia de diferentes actores políticos, de diferentes sistemas sociales y normativos, donde se aseguran las libertades individuales -entre ellas, la libertad de empresa -pero, al mismo tiempo, se procura que estas se dirijan también al cumplimiento de fines sociales, que contribuyan a un reparto justo de la riqueza de la misma manera en la que se les asegura la mayor libertad posible en, precisamente, la generación de riqueza, y en donde el principio democrático cobra vigencia en las relaciones no solo del Estado con los privados, sino también entre estos.

Una de las consecuencias de mayor relevancia para el tema que se está tratando es que el Estado Constitucional es incompatible con una visión de absentismo o retirada total del Estado de la sociedad y de la economía. Como ha señalado el Tribunal Constitucional, la cláusula social supone una interacción e interrelación entre Estado y sociedad (Exp. No 0008-2003-AI/TC, 2003, fj. 11) y un rol de garante del primero sobre el bienestar común, lo que implica que aquel establezca los contornos o el marco general de protección, dentro del cual los privados pueden organizar su actividad de la manera que consideren más adecuada para dar cumplimiento tanto a sus fines como a los fines que vienen impuestos por el Estado (Exp. No 7339-2006-PA/TC, 2007, fj. 17; Torre, 2013, p. 65). Este planteamiento se corresponde con una apreciación bastante extendida sobre la autorregulación: no puede confiarse por completo en la capacidad de los privados para normar sus propios comportamientos, y mucho menos cuando estos pueden tener -y de hecho tienen -incidencia directa sobre derechos fundamentales, sobre la forma cómo se distribuye la riqueza y cómo se alcanza la igualdad material (Baldwin, Cave, & Lodge, 2012, p. 142; Lipschutz & Rowe, 2005, p. 164).

Con todo ello, estamos en condiciones de ofrecer una lectura constitucional de la regulación en general y de la autorregulación en particular. Así, la regulación, como podrá advertirse, es un fenómeno anterior al Estado, no solo opera en ausencia de la intervención estatal, sino también de manera paralela a esta. Por lo tanto, todo diseño de una estrategia regulatoria debe hacerse desde abajo hacia arriba (Esteve Pardo, 2015, p. 49), desde la autorregulación, que representa la base de este esquema, hacia formas que supongan una intervención más intensa y más gravosa en la libertad de los ciudadanos, hacia mayores restricciones por parte del Estado y, con ello, una mayor presencia estatal, donde se aseguren los mínimos indisponibles en materia de derechos fundamentales y el efectivo enforcement de las pautas de conducta fijadas entre privados.

3. DERECHO PENAL Y SISTEMA SOCIAL

Es cierto que, muchas veces, volver sobre lo obvio puede ser infructuoso. Sin embargo, en ocasiones es necesario retomar ciertas ideas que, precisamente por ser obvias o estar ya fuertemente enraizadas en la teoría jurídica, no son tomadas en cuenta en el análisis de un determinado tema, olvidando muchas veces su real importancia.

En este caso, es importante volver sobre una de las características del Derecho Penal, su rol como mecanismo de control social secundario o institucionalizado. Como se ha puesto de manifiesto, la sociedad, en sus distintos espacios o esferas, regula o dirige los comportamientos de sus miembros sin necesidad de intervención del Estado, de acuerdo con los intereses o a los valores que rigen dentro de cada círculo social. No obstante, existen valores que trascienden a un solo espacio social por la importancia y el reconocimiento de todos los miembros de la sociedad en su conjunto: por ejemplo, la vida, la salud o la propiedad privada. Frente a estos intereses, también se reconoce por parte de las diferentes esferas sociales la imposibilidad de reaccionar frente a cierto tipo de vulneraciones o lesiones a las reglas que buscan protegerlos, ataques que por su mayor lesividad o riesgo ameritan una respuesta más intensa, que expresa un mayor reproche ético-social.

De esta manera, el Derecho Penal ingresa en la sociedad como un mecanismo adicional y último de control o regulación (Bustos Ramírez & Hormazábal Malarée, 2004, p. 19), amenazando con la imposición de una sanción sumamente gravosa -la privación de la libertad ambulatoria -el quebrantamiento de una regla esencial para la convivencia pacífica: no interferir ilícitamente en la esfera jurídica o espacios de libertad de terceros, lo que se traduce, a la luz de la norma penal que contienen los tipos penales de la parte especial del Código Penal, en un mandato de no crear un riesgo penalmente relevante para los bienes jurídicos protegidos (Meini Méndez, 2014, p. 37).

Lo dicho hasta este momento puede reflejar la esencia del Derecho Penal y, como tal, informar muchas -si no todas -las categorías o instituciones de la Teoría del Delito. En lo que nos concierne en esta oportunidad, si el Derecho Penal ingresa en la sociedad con posterioridad a los propios mecanismos de institucionalización o aprendizaje social, entonces una lectura integral y coherente nos debe llevar a afirmar que la labor de tipificación no puede operar de espaldas a la sociedad. El Derecho Penal no crea los bienes jurídicos que protege, ni puede sancionar aquellos comportamientos que los subsistemas sociales o la normativa social considera como adecuados (Schünemann, 2009, p. 270), siempre y cuando estos sean coherentes con los principios y derechos del Estado Constitucional -requisito por lo demás indispensable para su reconocimiento y vigencia.

4. A MANERA DE CONCLUSIÓN: AUTORREGULACIÓN Y COMPORTAMIENTO TÍPICO

A partir de este desarrollo sucinto llegamos a una de las preguntas esenciales para la parte general del Derecho Penal económico: ¿cuál es el verdadero papel que debe asignarse a los productos de la autorregulación? Dar una respuesta completa a esta interrogante requiere de un mayor análisis del que puede realizarse en estas líneas. Empero, a partir de las premisas previamente esbozadas, podemos dejar plasmada una hipótesis que deberá ser objeto de un desarrollo más pormenorizado.

Así, las normas privadas -normas producto de la autorregulación -desplegarán sus efectos en la determinación o concreción del hecho típico. De la literalidad de los tipos penales no puede desprenderse todos y cada uno de los comportamientos típicos que se encuentran prohibidos (Meini Méndez, 2014, p. 164). Ello convertiría en inmanejables las leyes penales y además impondría al legislador una labor constante de actualización de estas a efectos de incorporar todas aquellas conductas que, producto de los constantes avances científicos y tecnológicos, se encuentran dentro de los riesgos que se pretende prohibir. Por lo tanto, lo más razonable y consistente con los presupuestos del Derecho Penal es que el intérprete de la ley penal se remita a la base normativo-social para encontrar en ella la desaprobación de ciertos comportamientos, necesaria para determinar el riesgo penalmente relevante. Y dentro de esta base se encuentra, necesariamente, la autorregulación. Como señala Nieto, se trata en puridad de “un conjunto de mecanismos destinados a obtener un mayor dominio sobre las personas que se integran en una organización, con el fin de que estas adopten determinados modelos de conducta» (Nieto Martín, 2009, p. 134), con lo cual “la primera función de la autorregulación será normalmente el concretar y especificar principios que solo han sido enunciados de forma genérica, y además hacerlo a la luz de las distintas peculiaridades de cada empresa” (Nieto Martín, 2009, p. 135).

Ello no implica de ninguna manera vulnerar el principio de legalidad. La importancia de este principio está ligada a la separación de poderes, de manera que la determinación de la política criminal y de la manera cómo afrontarla quede en manos del Ejecutivo y del Poder Legislativo, sin que pueda ser modificada por el Poder Judicial, pero sí concretada en cada caso. Como señaló en su oportunidad la Corte Constitucional italiana, el recurso a nociones y conceptos propios de la base social, como la ciencia o la técnica, no invaden el espacio o competencias del legislador, sino que supone simple y llanamente una actividad propia del proceso interpretativo (Sentenza 475/1988, 1988), interpretación que es siempre actividad creativa (Fiandaca, 2014, p. 63). Por lo tanto, los instrumentos de autorregulación como los manuales de buenas prácticas, los documentos de valoración de riesgo o programas de control de riesgos empresariales, además de las normas o estándares técnicos “pueden servir como indicios para determinar la existencia de una dirección empresarial cuidadosa” (Feijóo Sánchez, 2009, p. 118) de igual manera que, en los delitos contra la vida o la salud, actúan las normas administrativas o la lex artis para determinar el riesgo permitido.


Referencias

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Bustos Ramírez, J., & Hormazábal Malarée, H. (2004). Nuevo sistema de derecho penal. Madrid: Editorial Trotta.

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Crelinsten, R. D. (2001). Policy making in a multicentric world: The impact of globalization, privatization, and decentralization on democratic governance. En G. S. Smith & D. Wolfish (Eds.), Who is afraid of the state? Canada in a world of multiple centres of power (pp. 89-130). Toronto: University of Toronto Press.

Esteve Pardo, J. (2015). El reto de la autorregulación o cómo aprovechar en el sistema jurídico lo que se gesta extramuros del mismo. Mito y realidad del caballo de Troya. En L. Arroyo Jiménez & A. Nieto Martín, Autorregulación y sanciones (2.a ed., pp. 43-53). Cizur Menor, Navarra: Aranzadi.

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Lipschutz, R. D., & Rowe, J. K. (2005). Globalization, governmentality and global politics: Regulation for the rest of us? Abingdon [England] ; New York: Routledge.

Mayer, F., & Gereffi, G. (2010). Regulation and Economic Globalization: Prospects and Limits of Private Governance. Business and Politics, 12(03), 1-25. https://doi.org/10.2202/1469-3569.1325

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Schünemann, B. (2009). Fundamentos y límites de los delitos de omisión impropia. Madrid: Marcial Pons.

Stiglitz, J. E. (2011). El malestar en la globalización. Madrid: Punto de lectura.

Terradillos Basoco, J. M. (2015). Derecho penal económico. Lineamientos de política penal. Ius. Revista del Instituto de Ciencias Jurídicas de Puebla, IX(35), 7-36.

Torre, V. (2013). La privatizzazione delle fonti di diritto penale: Un’analisi comparata dei modelli di responsabilità penale nell’esercizio dell’attività di impresa. Bolonia: Bononia University Press.

Vogel, J. (2005). Derecho penal y globalización. Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, (9), 113-126.

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