Rubén Merino Obregón
Magíster en Estudios Culturales y Licenciado en Filosofía por la PUCP
En medio de la recurrente crisis política y social en la que nos encontramos, la decisión del Tribunal Constitucional en favor del indulto a Alberto Fujimori nos llevó de vuelta a debates públicos en torno a temas como la justicia, la memoria, la reparación o el perdón. Ciertamente, son temas frente a los que no hemos encontrado consensos y que despiertan grandes emociones. Ello impide, muchas veces, que la reflexión sea suficientemente profunda, ya que nos perdemos en los esfuerzos por defender dogmáticamente nuestros puntos de vista, sobre todo cuando nos adentramos a las dinámicas de las redes sociales. Por eso, en las siguientes líneas, me gustaría dedicarle un momento de reflexión más pausada al tema del perdón, tanto en relación al caso de Alberto Fujimori, como en cuanto al concepto mismo y lo que él nos dice sobre los vínculos interpersonales en contextos en los que se ha cometido la injusticia.
Existe, en el Perú, una narrativa que repiten muchas personas cada que se discute el tema de la condena a Alberto Fujimori, su lugar en la historia peruana y la posibilidad de que se concrete un indulto humanitario: se sostiene que, si bien la condena al expresidente era necesaria y justa, ya es hora de otorgarle un perdón después de tantos años en la cárcel y en consideración de la elevada edad que ha alcanzado. Esta es una postura comúnmente asumida por ciudadanos que no se consideran fujimoristas, pero que sí guardan algún tipo de simpatía moderada hacia Alberto Fujimori. Según esta visión, ya es hora de que pongamos sobre la balanza -por un lado- los crímenes que el expresidente cometió y -por otro- los beneficios que su gobierno generó para el país. Eso nos permitiría darnos cuenta de que ya pasó suficiente tiempo en la cárcel, de que debemos pasar la página y perdonar.
Frente a tal narrativa, podríamos identificar a quienes se oponen tajantemente al indulto, afirmando que ni Alberto Fujimori ni sus aliados políticos han pedido perdón. Y efectivamente, si prestamos atención a las declaraciones públicas que a lo largo de los años han realizado tanto el expresidente, como su familia o sus allegados, nos encontramos con que no existe un discurso sostenido que asuma los delitos cometidos en la década de 1990 y que pida disculpas o considere la necesidad de abrir un nuevo camino de reparación hacía las víctimas.
Es cierto que, en la campaña electoral del año 2011, Keiko Fujimori (en competencia por el cargo a la presidencia con Ollanta Humala) afirmó en conferencia de prensa: “Tengo que reconocer y también pedir perdón a la población por estos errores y comprometerme a que nunca más estos errores ni delitos se van a volver a cometer”. Además, calificó como “autoritario” al gobierno de su padre, asegurando frente a cámaras que sus palabras no eran “una estrategia de campaña”.
Tales declaraciones (no de él, sino de su hija) son lo más cercano que podemos encontrar a un pedido de perdón por parte de Alberto Fujimori. Sin embargo, hay que constatar, también, que en las últimas elecciones del 2021 (al parecer, asumiendo una nueva “estrategia de campaña”), Keiko Fujimori dejó de lado el discurso del perdón y asumió una postura cercana al gobierno de su padre, presentando a este como un ejemplo a seguir, negando que se haya tratado de una dictadura y afirmando sin vacilar que le otorgaría el indulto.
Nos vemos obligados a preguntarnos, en este punto, si es que es posible perdonar a quien no ha pedido perdón. O podríamos preguntarnos incluso cuál es el sentido de que socialmente -no solo institucionalmente, a través de un indulto- se otorgue el perdón a quien cometió crímenes tan graves como aquellos por los que fue condenado Alberto Fujimori.
Para la filósofa alemana Hannah Arendt, el perdón es una acción humana de características muy extraordinarias. Decía ella que el perdón hace posible “nuevos comienzos”: es decir, detiene la cadena de acciones y reacciones que interminablemente buscan venganza, para generar nuevos hilos de acontecimientos. El perdón abre posibilidades que antes no parecían disponibles y genera, por lo tanto, vínculos humanos en los que el acuerdo y la cooperación pueden desenvolverse. Ahora bien, el perdón no es, para Arendt, una obligación pública. Una sociedad no está en la obligación de perdonar a quienes cometieron crímenes. Ella era muy crítica, por ejemplo, con los jóvenes alemanes -hijos, sobrinos, nietos de la generación de miembros del partido nazi- que pedían perdón públicamente por las acciones de sus familiares. Tal tipo de comportamiento banaliza al perdón (porque es solo el directo agresor quien realmente puede pedirlo) y lo llevaba al ámbito de la vida pública, cuando el perdón es una acción que se desenvuelve en los vínculos íntimos entre quienes se encuentran directamente comprometidos con la acción dañina por la que se pide o se otorga el perdón.
Estos son puntos que me parecen elementales para reflexionar sobre Alberto Fujimori, sus víctimas, la sociedad nacional y el tema del perdón. Creo que cometemos un error cuando pretendemos discutir al perdón como una capacidad que tendría la sociedad en su conjunto. El perdón debe ser una decisión exclusiva de las víctimas, de quienes directamente sufrieron el daño de las acciones criminales y cargan con el peso de sus consecuencias (por ejemplo, las madres que perdieron a sus hijos o que incluso los tienen desaparecidos). Y nadie debería estar en obligación de otorgar el perdón, porque este, como dice Arendt, es una acción extraordinaria que solo el afectado debería decidir si llevar a cabo o no.
Ciertamente, como colectivo social, tendríamos que esforzarnos por construir espacios de comunidad en donde los criminales reciben un castigo, pero a la vez en donde puedan desarrollar la capacidad de reconocer los males que cometieron y, por tanto, de transformarse a sí mismos, así como de pedir perdón a quienes fueron sus víctimas. Construir una sociedad con tales características es una obligación que tiene que ver con el deseo de vivir en un entorno que apuesta por la convivencia justa y que se esfuerza por mejorar cada vez más sus parámetros éticos. Pero a la vez, debe ser claro que exigir a una víctima que perdone a su victimario es algo profundamente inmoral, porque tal decisión extraordinaria solo debería concernir a quien conoce y experimenta de primera mano el sufrimiento causado por el agresor.
No estamos en lugar, como sociedad, de otorgar el perdón a Alberto Fujimori. Son sus víctimas quienes decidirán si esa es la decisión que toman o no. Y no estamos en lugar de colocar ninguna demanda sobre esas víctimas, menos aun si es que, de parte del condenado, no ha existido prácticamente ningún esfuerzo por reconocer sus crímenes y pedir perdón. Bien sabido es, por ejemplo, que Fujimori no ha pagado la reparación civil que debe al Estado, y que cada que puede sigue presentándose a sí mismo como una víctima del sistema de justicia y de sus opositores políticos.
Estas consideraciones sobre el perdón pueden ayudarnos a comprender la problemática que supone la posibilidad del indulto hacia el expresidente. Si no se han reconocido los crímenes, si no se ha asumido la responsabilidad por las acciones realizadas, no sorprende que, tanto para las víctimas como para una parte importante de la población nacional, existe la fuerte sensación de que se está atentando contra la justicia. Y no me refiero solo a la justicia institucional que los poderes del Estado deberían cuidar y ejecutar, sino a esa valoración social y ética que debemos darle a la justicia en la vida en comunidad. No es posible construir un orden social mínimamente virtuoso si es que las consecuencias por las acciones dañinas no son reconocidas, o si es que el dolor de las víctimas es negociado entre los actores políticos para alcanzar sus objetivos partidarios.
Incluso tendríamos que considerar que, aun si es que las víctimas fueran capaces de otorgar su perdón a quien no ha sido capaz de pedirlo, eso no anula la obligación por construir una colectividad en donde los crímenes reciban castigo. Es decir, el perdón otorgado por los individuos no elimina la necesidad de hacer cumplir sus condenas a quienes trasgredieron la ley. Una sociedad justa y con principios mínimamente democráticos debe asegurarse de que cada uno de sus ciudadanos den cuenta de sus acciones, así como de que el dolor y la necesidad de reparación a las víctimas sean reconocidos.